sábado, 31 de julio de 2010

31/Julio/2010
Suplemento Laberinto
Armando González Torres

Montaigne nació en Burdeos en una familia sobre la que pesaba un pasado de conversos, creció entre los rigores de la educación clásica y la vida del campo, fue un hombre ascético y mundano a la vez, conoció a Étienne de La Boétie, y sintió la fascinación y el pronto duelo por la amistad, se mandó hacer una biblioteca para su retiro del mundo, viajó por Europa batallando con sus cálculos renales, regresó a la vida pública para mediar en las guerras de religión, huyó de la ciudad cuando arribó la peste y dedicó gran parte de su vida a un raro género entre la confesión y la iluminación, que ahora se llama ensayo. Cierto, lo que se llama ensayo ya existe desde el mundo griego; sin embargo, su despliegue como género subjetivo y subversivo sólo se opera con Montaigne. Este hombre no sólo asombró a sus contemporáneos con algunas opiniones extravagantes, pues más allá de la sustancia de esos argumentos lo más importante es cómo los esgrimió y representó. Montaigne hace del ensayo un género original, experimental, que, como dice Liliana Weinberg, deslinda la búsqueda del conocimiento de los géneros con autoridad retórica (jurídico, teológico, científico) y propugna una búsqueda más libre, asociada tanto a la introspección como a la observación asistemática del mundo. Así, a diferencia de un género rígido del conocimiento establecido, el ensayo, tal como lo practica Montaigne, se caracteriza por la presencia de la primera persona, tiene una forma libre, más asociativamente musical que lógica (caracterizada a ratos por la yuxtaposición e intercalación de voces); admite la voluntad de estilo y el giro poético y busca mostrar más que demostrar.

El ensayo no es sólo una forma textual sino una actividad intelectual que se caracteriza por su grado de libertad y aventura (“No se atienda, pues, a las materias, sino a la manera cómo las expongo.”). ¿Hasta qué punto es más importante la exposición que los argumentos? Es un cuestionamiento que siempre ha acechado al género y que ha generado críticas y descalificaciones por parte de géneros más serios que pretenden asimilarlo y ayudarlo a redimirse. Lo cierto es que esta subjetividad y movilidad hacen al género del ensayo imprevisible, y lo dotan de una emoción particular, aledaña a la del poema o la narración, que es asistir al proceso de un pensamiento, al apareamiento de intuiciones inconexas, a la épica, tragedia y melodrama de la inteligencia. Pero ¿cómo se inventa este género portentoso? Un reduccionista podría decir que la creación de un género propio por Montaigne responde a circunstancias muy concretas de su vida: la pérdida de su amigo La Boétie, la experimentación en carne propia de la división religiosa y el hecho de vivir en provincias. Porque, de la manera más clara, en Montaigne, el ensayo nace como suplencia de la charla con un interlocutor dilecto, como mediación entre fanatismos y como pensamiento desde los márgenes.

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