sábado, 5 de junio de 2010

Palabras y polvo /II

5/junio/2010
Periódico Milenio
Ariel González Jiménez

Como en casi nada fui precoz, no supe leer sino hasta pasados los seis años. Sé que hay niños que lo hacen desde los cinco e incluso desde los cuatro, aunque normalmente sus padres nunca se jactan de lo que leen, sino del hecho de que ya sepan hacerlo, como el que sabe andar en bicicleta, pero nunca sale del patio de su casa.

Animales salvajes del oeste fue el libro que mi padre me obsequió para festejar oficialmente este logro. No era una exhaustiva investigación zoológica, pero sí, como se entiende, una primera aproximación a los osos, renos y otras especies de Norteamérica. El libro no me encantó, porque el tema siempre me ha sido ajeno, pero sí el gesto con el que se me reconocía como todo un nuevo lector.

Sin embargo, el gran reto que todo el tiempo aparecía ante mí era acercarme a los libros “para grandes” que había en el departamento donde vivíamos. Mi relación con esa biblioteca se fue haciendo cada vez más cercana e intensa conforme fui creciendo. Al final, siempre suscribiré como si fuera mía la expresión de Borges: «Si me preguntaran cuál ha sido el acontecimiento más importante de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. De hecho, a veces creo que nunca he salido de esa biblioteca».

Los autores y obras que se me ofrecían en esos anaqueles me conectaban con una perspectiva generacional que ya por entonces se había encarecido. Juan Montalvo, Enrique Rodó, Rafael Arévalo, Ezequiel Martínez Estrada, entre otros muchos latinoamericanos frecuentemente olvidados, me introducían a ideas, mundos e historias que ahora me despiertan una suerte de doble nostalgia, puesto que siendo los héroes culturales de mi padre también fueron como mis más viejos mentores.

Sobresalían, desde luego, algunas plumas gigantescas, como Rubén Darío o José Martí, dos grandes referencias que mi padre siempre buscó cultivar en mí. De ellos, a pesar de su omnipresencia en la biblioteca y la conversación paternas, nunca me aprendí nada de memoria, ni siquiera las líneas más bellas a las que volvía constantemente; si algo se me quedaba grabado lo consideraba un milagro, puesto que ya presentía que mi memoria era básicamente conceptual: podía decir de qué trataba el poema, por ejemplo, pero no decirlo íntegro. A la fecha, sigo siendo el más pobre de los participantes de cualquier tertulia donde se haga gala de algún ejercicio declamatorio.

Cuando uno tiene, digamos, más de dos mil libros en casa debe estar seguro de que en algún momento enfrentará la pregunta más obvia del mundo: ¿ya los leíste todos? El que la hace es, por lo general, alguien ajeno al mundo del libro; un invitado o un visitante circunstancial que mira hacia nuestra colección con la perspicacia de quien cree imposible —o peor: sumamente ocioso— que nos hayamos abocado a leer cada uno de los textos que observa. Sabe o presupone que no es así, pero lo pregunta igual porque es como un test que él siempre debe aplicar y nosotros responder.

Comparto la respuesta que da Jacques Bonnet (Bibliotecas llenas de fantasmas, Anagrama, 2010), porque yo mismo la he dado en diversas oportunidades: “Es complicado. Hay libros que he leído y olvidado (muchos) y algunos a los que sólo he echado un vistazo rápido y de los que no me acuerdo. Así pues, no todos han sido leídos, pero sí hojeados, gulusmeados, sopesados”.

Más adelante Bonnet entra en algunas precisiones. Libros, por ejemplo, “que un día servirán, no sé cuándo, no sé para qué, pero no están allí por casualidad”. Aunque no puede perderse de vista lo dicho por Alberto Manguel y que el propio Bonnet cita: “Lo cierto es que, para ser útil, una biblioteca no necesita ser leída en su totalidad: a todo lector conviene un equilibrio razonable entre el conocimiento y la ignorancia, entre el recuerdo y el olvido”.

Pero hay libros que sin haber sido leídos guardamos celosamente porque advertimos (es necesario haber leído al menos sus primeras líneas) que nos depararán grandes e inimaginables satisfacciones. Son libros especiales, como para cuando ya no haga falta leer nada antes; libros con los que bien podríamos, de modo muy personal, vivir tranquilamente el final de los tiempos, la madurez, la vejez o el recomienzo de nuestras vidas.

No son los textos que nos llevaríamos a una isla desierta, sino aquellos, más bien, que nos alejan de la posibilidad de estar alguna vez en un paraje solitario.


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