El País
Como una mosca en un vaso de leche. En un océano de escritores vestidos de lino y blanco caribe, Guillermo Fadanelli aterrizó ayer en Cartagena de Indias ataviado rigurosamente de negro y con una gorra (negra) calada hasta las cejas. Si sólo verlo ya daba calor, escucharlo lo que daba era escalofríos: tan rotundo y descarnado como sus libros, el escritor mexicano recordó sus inicios en el vídeo underground ("video-basura", en sus palabras) bajo la "sana" influencia de John Waters: "Cuanto peores eran los actores y más te acercabas al ridículo, más cerca estabas de alcanzar algo trascendente".
"Dios siempre se equivoca. Ésa es su única virtud", dice el autor de Compraré un rifle, que dice también que él, sin ser Dios, no hace otra cosa que equivocarse. Por eso prefiere refugiarse en la literatura ("Una soledad llena de ruido", afirmó citando a Bohumil Habral. "Una masturbación continuada ante el ordenador", añadió citándose a sí mismo) y desentenderse de las adaptaciones que han hecho de sus novelas y relatos. Además, no le importa que el director "destruya" sus libros: "Lo único que pido en el contrato es que me dejen salir una noche con la primera actriz". De hecho, Fadanelli está convencido de que la mejor novela es la que no puede ser llevada al cine: "Se lleva la anécdota, pero la novela no es la anécdota, es el lenguaje".
"El cine es la literatura por otros medios", había dicho el día anterior Fernando Trueba en la multitudinaria inauguración del V Festival Hay de Cartagena de Indias, en el que ayer además proyectó El baile de la victoria, basada en una novela del chileno Antonio Skármeta. Con 11 versiones en distinto formato por todo el mundo, el festival se instaló en Nairobi el año pasado y esta primavera lo hará en Beirut. El de Cartagena empezó el jueves con aire de película. En parte por la fama sobrevenida que el llamado séptimo arte regaló a algunos de sus protagonistas de relumbrón -Ian McEwan (Expiación) y Michael Ondaatje (El paciente inglés)- y en parte por la bigamia como narradores o como espectadores de otros muchos de sus participantes -Manuel Gutiérrez Aragón, Fernando Trueba, Sergio Cabrera o el mismo Fadanelli-.
Pero en el Hay las únicas armas de los escritores son las palabras. Tienen 45 minutos para hacer pensar, entretener o convencer a un público que ha pagado por abarrotar cada sala. Y funciona. Màrius Serra, autor de Quieto y "verbívoro", encandiló a los asistentes a su taller (gratuito) sobre juegos de palabras. Difícilmente una sola imagen podrá dar cuenta de la obsesión que puede invadir la mente de un niño encandilado con el descubrimiento de que "reconocer", "sé verla al revés" o "la ruta natural" son palíndromos, es decir, que pueden leerse de izquierda a derecha y viceversa.
Tal vez por eso, por el valor imbatible de las palabras sin mayores ilustraciones, las esperanzas (y los ahorros) de los cartageneros están puestas para las sesiones que faltan en escritores como Paolo Giordano o Mario Vargas Llosa, que actuará dos días ante la gran demanda de entradas, y en periodistas curtidos en mil desgracias como Jon Lee Anderson, al que se espera directamente desde Haití. O en historiadores como Simon Schama, biógrafo de Rembrandt, catedrático de Columbia al que no se le caen los anillos de la erudición por colaborar con la BBC como divulgador y capaz de introducir un rigurosísimo análisis sobre el estado de la enseñanza de su disciplina con una escena que parece un chiste. Tuvo lugar en un seminario en Harvard, durante un examen oral a un estudiante del último curso que se arriesgaba a suspender. Cuando el profesor plantea la pregunta -"Compare la experiencia italiana de la I Guerra Mundial con la de la II"- el pánico asalta al estudiante, que responde: "¿Quiere decir que hubo dos?".
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