sábado, 16 de enero de 2010

Intimidad, lectura y beneficio

01-16-2010
Suplemento Laberinto
Iván Ríos Gascón

Si me preguntan lo que leo, evado la respuesta. Cambio el tema, hago una pregunta inocua o francamente absurda, y en ocasiones menciono alguna obra que leí mucho tiempo atrás, quizá porque revelar el título que concentra mi atención, sería como describirme en calzoncillos. Tal vez la imagen proviene de la idea de Lawrence Ferlinghetti, que dijo que la poesía es la ropa interior del alma o posiblemente sólo sea una especie de pudor mal entendido, o avaricia literaria o el reflejo por mantener cierto misterio en mi privacidad.

La lectura, observa Harold Bloom, es una praxis personal, más que una empresa educativa. Y aunque referir al libro o al autor que ocupa mi tiempo me parece un verdadero incordio, sucede lo contrario cuando alguien solicita sugerencias para ir llenando su biblioteca particular. Al fin y al cabo, recomendar novelas, ensayos o poemarios no es lo mismo que confesar la ruta por la que vamos caminando, un periplo que es más saludable recorrer en completa soledad, ya que a la insidiosa pregunta de ¿qué es lo que estás leyendo ahora?, generalmente le prosiguen otras: tu opinión sobre el ritmo de la obra, la valía del autor, el frenesí o el aburrimiento que el libro te provoca, y esas cuestiones no pueden responderse de improviso, es perentorio alcanzar la página final y luego meditar por un tiempo lo leído, para esclarecer las consecuencias. Después de todo, la sensibilidad es como una esponja. Puede absorber o expeler las sustancias intelectuales o emotivas que transpira el arte.

A la gente le encanta inmiscuirse en tus afinidades. Nunca falta quien merodee por tus estanterías. Que coja los volúmenes, los hojee, revise subrayados y, peor aún, te increpe por haber resaltado una frase o dos renglones, que pretenda analizar por qué determinada idea adquirió un aura fluorescente. En estos casos, lo recomendable es guardar silencio. El debate sería inútil, cada quien percibe distintas claves o pulsiones, se identifica con un párrafo, una escena, o se conmueve con versos y episodios que para ti o para los otros no tienen valor alguno: los libros hablan cuando súbitamente, por inercia, evocamos algo que creíamos haber perdido en alguna región ignota de la psique, y reclama su sentido.

Sin embargo, debo confesar que me llaman la atención aquellos lectores que buscan un beneficio personal. Los que no dejan de hablar de lo que están leyendo, los que adelantan comentarios o de plano, cuentan las tramas de cabo a rabo para privarte del asombro, el fiasco o la sorpresa. Los que presumen una memoria elefantina, aunque ya Patrick Süskind escribió sobre ese curioso fenómeno que es la amnesia in litteris (el olvido momentáneo o irreversible de las viejas lecturas), y los que llevan a cuestas una inabarcable casa de citas (librescas, por supuesto). De todos, quienes más me intrigan son los donjuanes eruditos. Sus estrategias de cacería (poses, dichos, temas), persiguen un objetivo peculiar, un ideal paradigmático que me recuerda lo que Lawrence Durrell escribió en Balthazar: “enamorarse de alguien más ignorante que uno mismo añade el delicioso estremecimiento que produce la conciencia de pervertirlo, de sumirlo en el barro del que nacen las pasiones, y los poemas y las teorías sobre Dios”…

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