sábado, 26 de septiembre de 2009

¿Sentido común?

17 de agosto de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Hace décadas, cuando estudiaba ingeniería, me dio clases un profesor mal encarado y de aspecto temible. Tenía tan mala fama que la única persona que decidió inscribirse a su curso de diseño estructural fui yo, nada menos. Lo hice porque la escuela me aburría hasta el tuétano y de ningún modo me perdería la oportunidad de conocer a un ser interesante (sucede tan pocas veces en la vida). No transcurrieron demasiadas clases antes de que me percatara por qué los alumnos huían de este profesor como si transmitiera la peste: era un hombre a quien le interesaba pensar. Para él no pasaba inadvertido su descrédito entre los alumnos, aunque parecía no prestarles demasiada importancia. Se mofaba de ellos a la menor oportunidad y afirmaba que en el transcurso de la carrera estos alumnos perderían el sentido común. Es probable que, como Schopenhauer, mi profesor considerara simios a los alumnos que se resistían a sus clases, pero no creo que su opinión haya sido exagerada pues la experiencia nos dice que un buen número de personas involucionan entre más estudios o dinero acumulan.
Renuncio a señalar en qué consiste tener sentido común o si es posible siquiera hablar de su existencia (quien esté interesado puede volver a Castiglione o a Juan Bautista Vico). El sentido común languidece cuando conocemos a seres humanos tan distintos entre sí que incluso las marcadas diferencias entre un rinoceronte y una oruga se antojan salvables. No sé cómo definir un concepto tan importante, pero sí diré que en la medida de lo posible hago todo lo que está en mis manos para vivir tranquilo. Cuando observo en las avenidas de la ciudad rodar a esas imponentes camionetas blindadas no puedo dejar de pensar que dentro viaja un insecto que ha picado a más de uno. Espero no ofender a nadie, más de lo que ofenden a simple vista estos vehículos atroces que se ostentan como emblema de poder y debilidad a un mismo tiempo. ¿Lo hacen para defenderse de los criminales? Esta es una de las respuestas más tontas e inconsistentes que he escuchado en mi vida. No sólo porque agazapados dentro de sus tanquetas (rodeados de escoltas que en potencia son secuestradores) los hombres acaudalados despiertan una atención desmesurada, sino porque si en realidad desearan vivir tranquilos renunciarían a sumar una densa hilera de ceros a sus cuentas bancarias. Del mismo modo que los alumnos de ingeniería a quienes fustigaba mi profesor, los “seres pudientes” arrojan el sentido común a la letrina apenas comienzan a ganar más dinero del que se necesita para dormir en paz. La sabiduría práctica o la prudencia no acompañan a estas ridículas manifestaciones de poder. Y un día, cuando menos se lo esperen.
No quisiera meterme en terrenos de economía o comentar las parábolas que los hombres de negocios usan para justificarse (la somnolencia acabaría conmigo), ni comentar sobre los límites que debería imponerse el individuo que se considere a sí mismo libre. Aún así no puedo dejar de señalar la presencia, en la comunidad mexicana, de un sentido común cada vez más atrofiado. Es una paradoja que sean los grandes empresarios quienes encabecen movimientos sociales para reclamar protección a sus fortunas. Me imagino a una comadreja exhortando a las gallinas en una asamblea para oponerse a la depredación. ¿En qué momento la prudencia se esfumó de la vida en común? ¿Se fue una madrugada cuando todos dormíamos? Sé que mis vecinos me detestan a causa de mi antipatía, mi mal humor, mi arrogancia y mis pocos deseos de convivir con ellos, pero no van a intentar envenenarme y se han resignado a verme transitar por los pasillos. Si además de todos mis visibles defectos me convirtiera en millonario de la noche a la mañana lo mejor sería tapiar la puerta de mi casa y armarme en espera de una agresión, pues dudo mucho que los vecinos soportaran semejante afrenta. Si al menos fuera guapo.
Concluyo: el problema de ser el único alumno en mi antiguo curso de diseño estructural es que cuando me ausentaba de clases, mi profesor se quedaba sin hablar con nadie. Se paseaba por el pasillo del edificio principal en la Facultad de Ingeniería mirando de reojo las aulas repletas donde otros profesores impartían cátedra. Se le notaba un hombre liberado.

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