sábado, 26 de septiembre de 2009

¿Polémicas?

10 de agosto de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

¿Qué caso tiene vencer en una discusión? Ninguno, acaso aumentarle un poco de peso a la vanidad. Porque si la única meta de la discusión es poner de rodillas a nuestro oponente entonces la conducta más sabia es retirarse de la mesa.

Sobra decir que después de una buena conversación uno se fortalece pues ha tenido oportunidad de asomarse a la vida moral de otra persona. Esto casi nunca sucede porque los oídos sordos son moneda común en estos días en que la "polémica" suele ser tan bien considerada. Una de las causas de esta sordera epidémica es el idealismo: un hombre quiere defender a toda costa sus principios aunque para eso tenga que valerse de crímenes o mentiras (cada vez que un hombre defiende sus ideales hasta las últimas consecuencias alguien sale lastimado). No me opongo a que para vivir con cierto orden o realizar sus proyectos las personas acumulen principios, pero de eso a poner cemento en sus oídos existe todo un abismo.

No quiero hacerme el importante, pero creo poder reconocer a quienes en una discusión lo único que persiguen es recolectar adeptos o imponer sus opiniones. Y no les importa lo sutil o ingenioso de tus argumentos, a sus ojos sólo eres un aspirante a ser convertido, a formar parte de su ejército. Incluso creo ser capaz de reconocerlos cuando se disfrazan de seres tolerantes y comprensivos (son los peores). En opinión de algunos filósofos nuestros juicios éticos se reducen a lo siguiente: primero tenemos intuiciones y después intentamos imponerlas a quienes no poseen esas mismas intuiciones. Estoy seguro de que al leer este artículo más de uno ha pensado en esos religiosos que, libro divino en mano, van los domingos por la mañana tocando puertas para sepultar bajo el peso de sus teorías a los inocentes. Es verdad, aunque no se debe perder el sentido del humor en este caso. Recuerdo a una tía mía que se hallaba tan sola como un ornitorrinco y solía prepararse a conciencia cada domingo para recibir la visita de los evangelistas. Apenas abría la puerta los invitaba a pasar a su sala, les ofrecía limonada o galletas y en seguida comenzaba a discutir con ellos y a contradecirlos. Como después de varias horas ninguna de las posiciones cedía, los predicadores se marchaban exhaustos, pero orgullosos de haber intentado conducir a esa pobre vieja por el camino del bien. ¡Qué manera de prodigarse compañía! Fue una tragedia que después de un año los predicadores perdieran la paciencia y corrieran el rumor entre sus camaradas de que en esa casa no se hacía otra cosa que perder el tiempo. La tía volvió a quedarse sola.

La gracia que me causan los predicadores no es de ninguna manera una falta de respeto hacia ellos. En cambio, los políticos y servidores públicos que fingen escuchar a las personas únicamente con el propósito de ganarse su confianza y esquilmarlos me parecen repugnantes. ¿Alguien conoce a uno? En tierra de sordos es comprensible que pasen montones de años y las polémicas que deberían propiciar bienestar y acuerdos causen justamente lo contrario. En fin, no añadiré más palabras a la desgracia y me concentraré por ahora en los celos. Los celos son cruciales para entender estos asuntos de la sordera. La conciencia de ser engañado no acepta lógica ni argumentos. El celoso escucha sólo lo que quiere escuchar y el desasosiego que le causa la traición imaginaria no le permite actuar con propiedad. Las palabras del traidor suenan siempre sospechosas. Yo he tenido miles de discusiones acerca de estas cuestiones (imaginen lo que deseen) y sé que los oídos del celoso están hechos de piedra.

Si en una discusión se concibe al otro como un contrincante al que debe vencerse, ¿a qué horas van a resolverse los problemas comunes? Un polemista que sabe escuchar, dice Richard Rorty, espera que el otro posea mejores ideas que las suyas. No es sencillo: ¿cómo voy a reconocer que una opinión es más acertada que la mía? (en mi caso no hay problema porque cuando me pongo pesimista creo que el otro siempre tiene razón, y me olvido). No existen verdades absolutas, sino acuerdos que se vuelven verdades. Carajo, ahora el que predica soy yo y eso que apenas es lunes.

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