El Universal
Escribió Cioran que no debemos molestar nunca a los amigos ni siquiera a la hora de nuestro entierro. Según yo no se trata sólo de una frase vacía, sino de un principio de vida hoy en día que la mesura y la discreción no son consideradas virtudes.
Ninguna época contó con tantos sobrenombres como la nuestra (nos sabemos modernos y nuestra vanidad histórica estimula las más copiosas verborreas).
Aun así me gustaría agregar una sentencia más a la confusión: se viven tiempos de absoluta impudicia. La ausencia de pudor es el rasgo común por antonomasia, nadie se limita en sus opiniones, somos blanco de los mensajes más aberrantes y de la publicidad más nociva, morimos de nuestros remedios y no de nuestras enfermedades (Cioran de nuevo), incumplimos el deber moral más importante, desaparecer, hacernos invisibles, no molestar.
Con el ánimo de no ahogarme en abstracciones, les relato que a fines de los años ochenta tuve una novia hermosa y simpática (acepto que no la merecía) con quien estuve a punto de casarme. Lo sé, casarse es una de las peores tonterías que un ser razonable puede hacer, pero en ese entonces hasta los gatos se acostaban con los ratones. A esta novia le hice el piropo más elegante y propio que se me ha ocurrido en la vida. Le dije: “me gustaría que desaparecieras, antes de que comience la caída”. Fue un momento sumamente romántico, estaba enamorado, la deseaba sin poner límites a mi deseo y no me imaginaba una vida sin la presencia de sus bellos ojos azules. Sin embargo, ratifiqué mi demanda: “si me quieres, desaparece”. Es probable que mi actitud se debiera a la precaución y al decoro, además de que me estaba cuidando de una futura decepción y de vivir por siempre en una posición vulnerable.
Acaso mi analogía resulte exagerada, pero quisiera creer que la experiencia que acabo de relatar tiene que ver con la amarga búsqueda de la buena convivencia. El exceso de presencia acaba con las mejores relaciones amorosas y estas contemplan también las relaciones que hacemos con la ciudad y los ciudadanos. En vista de que nadie es poseedor de la verdad lo consecuente es hacerse a un lado, cumplir con las normas, no molestar a nuestros vecinos, ser corteses y en suma: desaparecer (esto dicho del modo más romántico posible). ¿En qué terminó la historia con mi antigua novia? Tomó mis palabras como la propuesta más idiota que hubiera escuchado en su vida y contra lo esperado se mudó a vivir a mi casa, estableció una conveniente relación con mi madre, sedujo a mi padre con sus encantos y puso a toda mi familia de su parte. En solo unos meses el amor se fue por una sentina y con el tiempo ella se convirtió en una de mis pesadillas más incómodas. Incluso pasó por mi cabeza la idea de hacerla desaparecer: solución ridícula puesto que no la amaba tanto como para culminar nuestra pasión de una manera tan literaria.
Joseph de Maistre, quien sigue siendo un autor incorrecto, es decir interesante (sus palabras se niegan a desaparecer) escribió lo siguiente: “No hay un instante en que una criatura no esté siendo devorada por otra. Y sobre todas las especies animales está colocado el hombre y su mano destructora no perdona que nada viva”. Es una visión pesimista e intimida a quienes creen que los seres humanos construirán en el futuro una sociedad inteligente en vez de este pastiche de barbarie y computadoras. No obstante su descrédito, la estudiada decepción del pesimista es una especie de método de supervivencia y un estímulo para comportarse en sociedad. En vista de que nadie quiere desaparecer comportándose como un buen ciudadano, hay que mantenerse a la espera de los peores escenarios posibles. Yo, como uno de los personajes de El desencantado, la novela de Budd Schulberg, “ahora mismo me siento tan joven y lleno de vida como un pez muerto”.
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