La Jornada
Elena Poniatowska
A la mitad de una clase, un estudiante soñador y distraído se quedó colgado para siempre de una palabra que le reveló el mundo de la literatura: Tachas. Dos pajaritos revoloteaban en los alambres del telégrafo y la voz del maestro seguía monótona llamándolo al mundo de la razón: ¿Qué son tachas? La voz suena en el vacío, insiste en una de las tantas cosas que a nadie interesan porque para nada sirven: ¿Qué son tachas? A usted es a quien se lo pregunto, señor Juárez.
Juárez estaba muy lejos del salón porque se había convertido en Efrén Hernández, como esos místicos a quienes la gracia asalta en una mañana cualquiera cuando las cosas tienen el mismo aspecto de siempre y el sol de pronto transfigura la realidad con la varita de un rayo milagroso.
Efrén Hernández (nacido en 1904, en Guanajuato) entró para siempre en su mundo de fantasía y empezó a contarnos el gran cuento de su alma sencilla, ingenua y llena de sabiduría. Salvador Novo fue el primero en saludar la aparición del escritor que a México le hace falta; después de él, la crítica lo consagró como el mejor cuentista mexicano, verdadero maestro y guía de narradores de la talla de Juan Rulfo, quien reconoce que de no haber sido por Efrén todo El llano en llamas hubiera ido a dar a un bote de basura, ya que en sus años de burócrata tuvo la fortuna “de que en Migración trabajara también Efrén Hernández, quien se enteró, no sé cómo, de que me gustaba escribir en secreto y me animó a enseñarle mis páginas. Se las llevé, las leyó –lápiz en mano– y me dijo: ‘Mire usted, aquí hay algunos detallitos’, y le debo mi primera publicación: La vida no es muy seria en sus cosas”.
El autor de Tachas colaboraba en la revista América, en cuyas páginas aparecieron los primeros cuentos de Rulfo al lado de José Gorostiza, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet, Rosario Castellanos, Jaime Sabines y Emilio Carballido, entre otros.
Para Efrén Hernández todo lo que ha sucedido y lo que ha de suceder es cuento. Desde el momento en que nacemos empieza el cuento y dura mientras vivimos. El cuento está en todas partes y en ninguna, porque contar un cuento es presentar con vida –y ante testigos– lo que es y lo que no es, lo que se ve o se oye, lo que se inventa o sucede. Preguntar cómo se hace un cuento es tarea vana. Nunca sabremos nada. La vida es una fábula, un cambiante fructificar de sueños.
Para Efrén Hernández es más lo que hay de cuento que lo que hay de vida, porque el mundo de los cuentos es mayor que todo lo que abarca el universo. El cuento se escribe con una tinta que no se daña ni muere, puede estar en la voz, en el silencio, en las tinieblas, en la mente, en el libro, en el recuerdo y en las posibilidades del olvido. No es mortal, porque puede tener mil, 2 mil o 10 mil años. Puede estar al mismo tiempo en 100 mil mentes y volver a encenderse en otras 100 mil y así por los siglos de los siglos. No tiene edad porque en el principio era la fábula que unida al verbo y al logos nos regaló la más bella historia de la creación: el hombre surgido de un soplo sobre un puñado de barro.
Para Efrén Hernández, el cuento era su vida y dicen que una vez abrió una librería que fracasó porque se la pasaba leyendo y ni siquiera se daba cuenta cuando un posible comprador hacía su entrada. A los que sí atendía los regabañaba si pedían un libro que a él le desagradaba.
Lo buscaron otros escritores, Rosario Castellanos y Dolores Castro que se comunicaron con él por medio de cartas. Le pedían que las ayudara y él respondió el 28 de septiembre de 1950: No comprendo mis merecimientos. Yo de mí más bien percibo las dificultades que tengo a hacer de mi una cosa, al menos, no reprobable. Rosario viajó a Madrid y le escribió un mes después: Tal vez la única parte nuestra que podemos dar a los demás, tal vez el sitio que los demás llaman corazón, no sea más que la memoria y acaso es sólo ahí donde los demás pueden convivir con nosotros, el único lugar donde no estamos solos.
También como Efrén Hernández Rosario quería hacer de sí misma una cosa no reprobable. En aquellos años, los escritores escribían con vergüenza, como si escribir no fuera una profesión. Hasta a Alfonso Reyes le parecía milagroso llegar a vender en un año mil ejemplares de Homero en Cuernavaca.
Lo entrevisté hace mil años en su casa de Tacubaya. Era una casa triste que parecía abandonada en la calle de gobernador Luis G. Vieyra. En un rincón de una ventana un letrero con grandes letras anunciaba: Se vende huevo. Me recibió delgado y más bien pequeño, triste como su casa, cubierto con un abrigo largo que no tenía razón de ser porque hacía calor. A través de su anteojos me examinó desencantado. Otra que no sabe nada de nada, pensó, pero me pidió con su voz cascada que tomara asiento frente a él. En algún momento reuní suficiente valor para preguntarle:
–Efrén Hernández, ¿qué opina usted de su propia obra?
–Mire, mi amigo Eleazar Noriega me dijo precisamente hace unos días lo que ahora creo adivinar en el pensamiento del lector. “Tú –me dijo– disertas con muy buena ilación, pero de repente sales con grandísimas distancias y lo dejas a uno hecho un tonto”. Creo que Noriega no deja de tener razón; pero sólo dentro de él; dentro de mí, yo también la tengo. Dentro de mí, el pensamiento obedece a una estricta concatenación, nada más que a veces el pensamiento es extraordinariamente rápido y las palabras que lo vierten no alcanzan a seguirlo y sólo expresan los nudos más salientes.
Y esos nudos fueron los que Efrén Hernández desató en las páginas de Unos cuantos tomates en una repisa, de Tachas, de su novela La paloma, el sótano y la torre y los aprovechó, así como los ebanistas aprovechan las vetas de la madera para dar el toque distinto a su arte. Y por eso es un escritor para escritores, porque practicó de manera impecable un género que –según Cortázar– debe ganar por knock out. Efrén Hernández supo mandar a la lona a varios de los cuentistas de su tiempo y orientar a sus compañeros. Juan Rulfo le debe mucho y lo ha reconocido.
Hoy, a casi 60 años de su fallecimiento, vale la pena recordar al iniciador del gran cuento mexicano, amigo y maestro de Juan Rulfo y a quien debemos ese libro maravilloso El llano en llamas, que permanece entre nosotros ahora y siempre, por los siglos de los siglos, gozando de la larga vida que Efrén Hernández le auguraba a los cuentos verdaderos.
Ahora que Geney Beltrán ha iniciado una serie de presentaciones en la librería Elena Garro de Coyoacán, en la que se hablará de cuentos y cuentistas, es indispensable recordar a Efrén Hernández. Fabio Morábito, Cristina Rivera Garza, Eduardo Antonio Parra, Héctor Manjarrez, Juan Villoro, Verónica Murguía y Enrique Serna serán entrevistados cada miércoles por Geney Beltrán hasta finales de julio, en una serie de la que saldrán nuevos cuentistas ilusionados por hacerle al cuento en un país al que mucho le hace falta la fantasía de los grandes cuentistas que hoy preceden y presiden nuestra literatura.
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