domingo, 24 de abril de 2016

Cervantes y don Quijote: entre monstruos, héroes y fantasmas

24/Abril/2016
Jornada Semanal
Ignacio Padilla

La fe de Cervantes
Don Quijote, se ha dicho, no era malo pero estaba malo. El sugerente retruécano sólo es posible en nuestra lengua, como lo es también preguntarnos si el hidalgo manchego está loco o se hace el loco. Afirmación y pregunta resumen a mi entender los mayores dilemas irresueltos de la gran novela cervantina pues atañen a las muy difusas líneas que separan lo moral de lo clínico y la responsabilidad de la enfermedad.
Aun cuando en ocasiones don Quijote ejecuta actos social o moralmente condenables, sus lectores propendemos a disculparlo con la atenuante de su locura. Y aunque a veces sospechemos que el hidalgo está consciente de sus infracciones a las leyes tanto de su antes como de su ahora, lo redimimos con los mismos argumentos que Foucault vampirizó a Beccaria: el loco no puede ser juzgado como si fuese un criminal ordinario por cuanto no es responsable de sus actos. Afortunado en su tiempo, el argumento ha devenido problemático en el nuestro: la persistente mutabilidad del concepto mismo de locura se traduce aquí y allá en un persistente cañoneo contra principios cada vez menos claros y menos sólidos. En esta era, donde el terror fanático mantiene un matrimonio insano y cruento con la ética indolora, se vale todo porque nada vale en un mundo que ha acudido a la retórica de la locura para librarse al fin de la maldita culpa del judeocristianismo. Con el elusivo argumento de la locura –a la que estamos expuestos todos si la buscamos por la ruta adecuada– se hizo posible y se ha hecho habitual evadir la responsabilidad en una hipérbole del vitalismo picaresco: en una sociedad malvada, el loco que la transgreda será bueno y puede que hasta cuerdo.
Por esta frontera estrecha y lábil han transitado algunos de los más lúcidos lectores del Quijote y más de un biógrafo de Cervantes. Muchos de ellos aventuraron respuestas categóricas y derrumbaron por eso en el callejón sin salida de la imposibilidad diagnóstica de la locura del hidalgo manchego lo mismo que de la melancolía barroca de Cervantes. Quienes mejor lo entendieron supieron dejar abiertas las preguntas insolubles que conlleva el dilema de responsabilidad e insania. Mientras Rosales proponía un esperanzador debate sobre la relación intermitente del hidalgo con la libertad, Unamuno terminó por cargar a Cervantes con la esclavización de su criatura. Mientras Julián Marías ponía sobre la mesa las preguntas necesarias sobre la posibilidad de que don Quijote fuese un simulador intermitente de su insania, Torrente Ballester declararía categóricamente que don Quijote sólo juega a estar loco. De cualquier modo, unos y otros asumieron que no es posible leer el Quijote ni comprender a su autor si no es desmontándole la psique. Una historia tan violenta como es la de don Quijote y una tan llena de fracasos y desilusiones como la de Cervantes obligan a reflexionar sobre ella desde los tormentos de la interioridad, no sólo los del hidalgo, su escudero o los demás habitantes de la ficción cervantina, sino los de su autor y la sociedad en la que nace. Neurótico uno y psicótico otro, ambos marcados por la cultura de la melancolía e imbricados en la marginalidad foucaultiana, tanto Miguel de Cervantes como don Quijote –por no hablar de otros personajes a los que la psicología consideraría sensiblemente deprimidos y paranoicos, seres con delirios persecutorios y cuadros autodestructivos en los que se deposita las responsabilidad del daño infligido o del arte creado o de la historia creada en enemigos, plagiarios, agresores, encantadores y perseguidores externos que en realidad sólo vienen de dentro. ¿Qué busca don Quijote para completarse o quién persigue con tal saña en su melancolía imitatoria que lo mueve a salir al mundo a defenderse y defenderlo? ¿Quiénes persiguieron a Cervantes en el corazón vacío del abismo barroco? Los encantadores y sus aliados los demonios acosan al hidalgo pero al mismo tiempo le sirven de excusa para instalar en otros o lo otro su propia destrucción, su constante y bien procurado fracaso por agredir a una realidad que de antemano iba a vencerlo.
Cervantes tiene que haber sufrido un proceso similar: su confianza en las instituciones y su esperanza de una justicia cierta que premiase el comportamiento heroico de sus mocedades se ha desmoronado gradualmente. Él mismo imitador frustrado de modelos melancólicos, él mismo marginado e incapaz de reconocer abiertamente su propia derrota para adaptarse a regañadientes al mundo que le tocó en desgracia vivir, inepto para rebelarse contra él, Cervantes se instala en la imitación de la melancolía para construir un personaje que actúa la melancolía. Su alcoholismo, su ludopatía, su misantropía, su ineptitud para el trato amable y la diplomacia, su bifrontismo religioso, su rencor, su estoica preferencia por los perros, en fin, sus trastornos obsesivos compulsivos, sus reincidencias en prisión, todo es mal y de malas remediado en la creación del monstruo don Quijote, que es idéntico y distinto de él. Su obra a fin de cuentas son sus demonios, y en ese sentido él es su criatura y al mismo tiempo es sus encantadores, es sus duques, sus clérigos, la sociedad que condena y maltrata a don Quijote y a Sancho, un mundo condenado en el Quijote y redimido más tarde en el Persiles.
Encantadores, judíos, moros, mutaciones en la institución, demonios de la monomanía depresiva o melancólica. Vuelvo a preguntar entonces: ¿Quién persigue a don Quijote y quién a Cervantes? ¿Quién es el monstruo y quién es el héroe del cuento cervantino? ¿Hasta qué punto nosotros mismos somos el melancólico héroe y el deprimente monstruo del milagro quijotesco? Ya sabemos que los monstruos en cualquier sentido se llamarán siempre Legión, porque son muchos, diferentes y ellos mismos sus pulsiones, sus deseos, sus dudas y su libertad para aceptarlas o huir de ellas.


Los fantasmas solitarios del Quijote

I

En la obra más conocida de Cervantes predominan los fantasmas plurales, lo cual nos obliga al estudio de visiones fantasmales colectivas. Dejo sin embargo tal estudio para otro espacio, pues hay en el Quijoteotro tipo de fantasmas que, aunque menos numerosos, también vale la pena tratar. Me refiero a espectros individuales o poco numerosos descritos indistintamente en la novela como almas en pena, fantasmas o demonios que lo mismo pueden pulular entre batanes, sendas manchegas, cimas, ventas encantadas y cementerios tobosinos.
Señalo en primer lugar que hay un prurito de soledad en la insania o en el apasionamiento que hace que en el Quijote la realidad se vuelva fantasmal y amenazante. En su carrera hacia la muerte y la derrota, don Quijote se va desencarnando, es decir: se convierte paulatinamente en un fantasma que ve fantasmas, y es de pronto él mismo quien provoca espanto y es espantado a un tiempo. Así, en el capítulo XXI de la primera parte, el barbero ve venir a don Quijote como quien ve un fantasma y huye horrorizado dejando atrás la bacía que su atacante cree que es el Yelmo de Mambrino. Semanas antes, en la aventura del cuerpo muerto, don Quijote ha luchado con lo que piensa que son demonios, pero queda reducido él mismo a una visión tan maltrecha y tan irrealmente melancólica en la noche, que su propio escudero lo ha bautizado con el nombre Caballero de la Triste Figura, epíteto que bien podría ser el de un fantasma shakespierano.
A medida que don Quijote se va disolviendo en una realidad a la que no admite porque no va acorde con su gesta imaginativa, la sombra de la duda comienza a corroerlo y su impotencia ante lo fugitivo se vuelve cada vez más poderosa. En el capítulo XXIX, dice Sancho Panza, aludiendo a Malambruno, quien supuestamente los aguarda en Trapisonda: “…y más si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice, que sí matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma; que contra los fantasmas no tiene mi señor poder alguno.” La intuición sanchopancesca no podía ser menos profética. Bien entiende el escudero que el fantasma es un ser dominante e imbatible en el orbe de lo fronterizo, y que contra él puede poco quien no tiene miedo ni mucho menos respeto a la realidad. Si el gigante es de carne y hueso, seguramente será vencido, mas no lo será si se desplaza en el ámbito de la ilusión, donde don Quijote tiene cada vez menos imperio.
Esta última impotencia ante la propia fantasía queda clara en la pasividad testimonial del hidalgo dentro de la Cueva de Montesinos. En la gruta don Quijote ve y escucha, apenas participa. De pronto se tienta “la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora”. El hidalgo en este momento es desesperadamente cartesiano: puesto que se piensa y se siente, existe. Sin embargo, la amenaza de la inexistencia está presente cada instante en el ánimo del caballero, que debe pagar su culpa por haber optado libremente por aquello que los fantasmas nunca eligieron: su instalación en lo fronterizo, dominio por antonomasia del loco, el soñador, el agonizante y el solitario.

II

Quizá el epítome del fantasma individual en el Quijote sea la dueña Rodríguez. Ambigua en su sexualidad, su lucidez y su virtud; la triste segunda dueña es el fantasma ensabanado más notable en la galopante soledad de la locura quijotesca. Separado de Sancho, melancólico, atenazado por el deseo que en él va insuflando la malvada Altisidora, el hidalgo en el palacio de los Duques está más vulnerable y más insulado que nunca. En esta clara indefensión es visitado nada menos que por doña Rodríguez, tan macabra como sandia. Abre el hidalgo la puerta pensando que quien toca a su puerta es Altisidora –es decir, el deseo que más de una vez lo ha atribulado y castigado–, pero ve en cambio la encarnación misma de su propia decadencia. La dueña que lo visita a deshoras es la caricatura de su propia sexualidad. En ella don Quijote reconoce su reflejo porque él mismo es ya un ser fantasmal y grotesco cuando acude a abrir la puerta “envuelto de arriba abajo en una colcha de raso amarillo, una galocha en la cabeza, y el rostro y los bigotes vendados: el rostro, por los aruños; los bigotes, porque no se le desmayasen y cayesen; en el cual el traje parecía la más extraordinaria fantasma que se pudiera pensar.” De esta manera, convertido él mismo en fantasma que ve fantasmas, don Quijote accede a celebrar con patetismo una noche de bodas espectral entre un remedo de caballero y un remedo de doncella.
No cae lejos este encuentro disparejo de la noche en que Maritornes fue para el ingenioso hidalgo la doble grotesca de la hija de Juan Palomeque en la venta del Moro Encantado. Como en la venta, un fantasmoso y lastimoso don Quijote espera al objeto de su deseo y abre la puerta anhelando “ver entrar por ella a la rendida y lastimada Altisidora.” A trueco, empero, es nuevamente castigado, y enfrenta ya no golpes sino la visión de “una reverendísima dueña con unas tocas blancas repulgadas y luengas, tanto, que la cubrían y enmantaban de los pies a la cabeza”. Trae además la dueña una vela encendida en una mano mientras que con la otra se hace sombra sobre los ojos cubiertos de grandes anteojos: óptica difusa de un esperpento antaño sexual pero ya asexuado, metamorfoseado hacia lo bajo y subrepticio, pues venía “pisando quedito, y movía los pies blandamente”.
Mira pues don Quijote a esta fantasma y “cuando vio su adeliño y notó su silencio, pensó que alguna bruja o maga venía en aquel traje a hacer en él alguna mala fechuría, y comenzó a santiguarse con mucha priesa”. La visión que se aproxima es interpelada duramente por el caballero: “Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres y que me digas qué es lo que quieres. Si eres alma en pena, dímelo, que yo haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico cristiano y amigo de hacer el bien a todo el mundo; que para esto tomé la orden de la caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer bien a las ánimas del purgatorio se estiende.” Con esta invocación queda en evidencia que el fantasma es menos perverso que la bruja, y que el alma del Purgatorio puede ser inclusive virtuosa y hasta tener necesidad, como sucede a Dulcinea en la Cueva de Montesinos.
Al conjuro del hidalgo manchego responde la dueña, ella misma como espectro que duda si está viendo a su vez un espectro: “Señor don Quijote, si es acaso vuestra merced don Quijote, yo no soy fantasma, ni visión, ni alma de purgatorio, como vuestra merced debe de haber pensado, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de mi señora la duquesa, que, con una necesidad de aquellas que vuestra merced suele remediar, a vuestra merced vengo.” El espanto de don Quijote aumenta cuando comprende que su visitante ni es Altisidora ni un fantasma, sino una dueña, oficio que para Cervantes fue el más deplorable y monstruoso de cuantos pueda haber. Accede no obstante a los ruegos de doña Rodríguez, y si bien mantienen ambos una prudente distancia, no podrán evitar que su epitalamio tenga un final tumultuoso similar al triquitraque de violencia física en la venta del Moro Encantado: ahora una legión de sombras, encabezadas quizás por la duquesa misma, molerán a golpes tanto al hidalgo como a la dueña: “Y no fue vano su temor, porque, en dejando molida a la dueña los callados verdugos (la cual no osaba quejarse), acudieron a don Quijote, y, desenvolviéndole de la sábana y de la colcha, le pellizcaron tan a menudo y tan reciamente, que no pudo dejar de defenderse a puñadas, y todo esto en silencio admirable. Duró la batalla casi media hora; saliéronse las fantasmas, recogió doña Rodríguez sus faldas, y, gimiendo su desgracia, se salió por la puerta afuera, sin decir palabra a don Quijote, el cual, doloroso y pellizcado, confuso y pensativo, se quedó solo, donde le dejaremos deseoso de saber quién había sido el perverso encantador que tal le había puesto.” Una vez más los fantasmas niegan su naturaleza encarnándose en la pura solidez de la violencia física sobre sus endebles, espectrales, casi inexistentes víctimas. Y así también los fantasmas individuales y solitarios quedan a merced de los fantasmas colectivos, que son en el Quijote aún más abundantes que los solitarios 

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