Confabulario
Geney Beltrán Félix
Treinta y dos cuentos publicados en 18 años, entre 1959 y 1977. Después de eso, el silencio.
Un silencio de tres décadas: se vio roto sólo una vez, en 2008, con la aparición de cinco nuevos textos.
Así, con una muy compacta producción narrativa, Amparo Dávila (Pinos, Zacatecas, 1928) se ha vuelto un nombre siempre vivo en las antologías y los recuentos de la ficción breve del siglo XX mexicano. No ha sido su obra aquilatada, es cierto, como la de una autora central, en esa altura irrefutable donde pululan los nombres de Juan Rulfo o José Revueltas. Su sitio es más discreto, un poco, diríamos, en las esquinas del dominio literario; pero es permanente.
Su primer libro, Tiempo destrozado, sale de las prensas del Fondo de Cultura Económica en 1959, y la da a conocer como una escritora de medidos recursos: una prosa directa y transparente, nunca distraída de su función de narrar, y una concepción clásica del cuento: narraciones redondas armadas con herramientas modernas (el discurso indirecto libre, sobre todo), que buscan y desarrollan un efecto único, sin nada que falte ni sobre; sin audacias ni caídas.
En este esbozo no se consigna, sin embargo, lo que vuelve distintiva la prosa de Dávila, su vocación inusual. No hay en sus páginas regionalismo, ni una crítica social explícita; su enfoque de la vida urbana se da más que nada en las esferas domésticas, no se le delata interés por escenarios ni búsquedas cosmopolitas. Su intuición narrativa vendría de otro cauce: el terror psicológico modulado por las formas de la literatura fantástica europea del XIX.
Hay en los cuentos de Amparo Dávila esa pausa de ambigüedad o vacilación —que Tzvetan Todorov señala como propia de la ficción fantástica—, durante la cual quien lee se cuestiona: ¿es real o imaginario lo que se me cuenta?, ¿responden estos hechos a la lógica de la razón o a una escala sobrenatural? Sea en tercera o en primera persona, una particularidad se sostiene en el hilo narrativo de Amparo Dávila: el punto nodal desde el que se genera la historia es la percepción del personaje. Todo o casi todo se juega desde la aprehensión insuficiente de los sentidos (antes que nada, el oído y la vista).
En algunos casos —no los más abundantes—, hay indicios claros de que el entorno amenazante no lo es tal, sino que así es registrado en virtud de la alteración paranoide del protagonista. En esa vena leemos la historia de un joven oficinista que entra en pánico ante la visita de un hombre imprevisto; una tras otra, las prospecciones que nacen en su mente antes de siquiera verlo o conversar con él lo hacen suponer fatídicas consecuencias para su futuro: su madre ha muerto, le han endosado un desfalco en su empleo, la familia de su novia quiere romper el compromiso nupcial (“Un boleto a cualquier parte”, de Tiempo destrozado). En otras páginas, una mujer soltera se ve seguida en la calle por un hombre, amabilísimo por lo demás, quien, según ella teme, habrá de intentar violarla (“Tina Reyes”, de Música concreta, 1964). Más que un viso humorístico ante la desbocada imaginación de habitantes comunes y corrientes de la gran ciudad, lo que subyace a la trama es algo más sigilosamente grave: las presiones sociales —como las del matrimonio y el éxito económico— se incrustan en la psique del individuo hasta impedirle un vislumbre mesurado de la realidad. Tina Reyes, por ejemplo, al no haberse aún casado, va por la vida con una intermitente sensación de fracaso e insatisfacción sexual: “qué pena, qué mala suerte que ese cuerpo, tan bien hecho, se marchitara a la sombra de la soledad, sin conocer ni una caricia”.
Si el temor ante las presencias del afuera puntea el tránsito dislocado de estos personajes, hay otros ejemplos, más nutridos, en que el miedo viene provocado por figuraciones domésticas de la otredad. Una fuerza siniestra ha penetrado en el sitio de la seguridad y el descanso: la casa propia, la misma recámara incluso. Surge así otra capa, inestable y hostil, de la diaria existencia: noche tras noche, el personaje cree escuchar o ver algo que se rehusaría a cualquier aclaración lógica. Puede tratarse de ruidos de ratones que nunca sucumben a la menor trampa o de un espejo que a medianoche cesa de reflejar las formas y deviene un pozo negro (“La señorita Julia” y “El espejo”, de Tiempo destrozado), de la voz de una costurera que quién sabe cómo semeja el croar de un sapo, o de sombras indiscernibles en la oscuridad de una construcción antigua (el extraordinario “Música concreta” y “El jardín de las tumbas”, de Música concreta). Ya no hay modo de retomar el sueño, y todo en la vida se fractura, sin que la luz del sol sea poderosa para diluir el espesor de estas perturbaciones. Ante los gestos de duda de amigos y parientes, que sospechan un desorden puramente nervioso, los personajes no llegan a conocer otra respuesta sino el decaimiento y el fatalismo.
Aunque estos cuentos dejan resquicios abiertos para una interpretación sobrenatural (y hay ejemplos en los que la hesitación de lo fantástico queda definitivamente del lado de lo maravilloso, como en “Estocolmo 3”, de Árboles petrificados, 1977), creo pertinente leerlos como agudas metáforas del insomnio. Los afanes y exigencias de la ciudad moderna han roto con los antiquísimos ciclos de la vida humana mandados por la luz del día: las horas del dormir se ven crecientemente aminoradas. A la par de este desajuste, el ser humano no ha logrado dejar atrás su pavor atávico de la oscuridad, ese trecho azaroso en que la sola pervivencia está en peligro ante inasibles potestades. Y más aun: la imposibilidad de dormir y descansar viene espoleada por inseguridades en la familia y el trabajo, por abandonos, pérdidas, quebrantos de cara a patrones de vida y conducta propios de la existencia urbana o en general exigidos por las convenciones sociales, y que resultan difíciles de cumplir en su entereza para cierta clase de temperamentos sensibles. En “Música concreta”, Marcela, abatida al descubrir el adulterio de su esposo, trasfigura en su mente los rasgos de la supuesta amante, una costurera, hasta dotarlos del cariz avieso de un anfibio. El croar de su adversaria de amores certifica su derrota ante la presión de sostener viva su unión; ese sonido deviene una música atroz, densa hasta casi llegar a la materialidad y volverse, así, perceptible para otras personas. La madre del narrador en “El espejo”, por su parte, tiene las visiones nocturnas a partir de que su hijo, con quien lleva un vínculo de tufo incestuoso, la recluye en un hospital para salir a un viaje de semanas. El insomnio, así, se proyecta en horripilantes presencias invasivas que los protagonistas no reconocen como nacidas de sí y que, al paralizarlos con la sugestión de estar encarando potencias espectrales, los destrozan por dentro.
Ahora bien: no todo ocurre en el ominoso flujo de la noche. Hay otros cuentos de Amparo Dávila en los que la otredad enemiga tiene energía y voluntad bajo la luz. Se trata en estas instancias de un ser nunca dibujado con precisión, al que se le han franqueado las puertas de la casa. Pudiera ser un niño recogido por caridad o un par de mascotas indomeñables (“El huésped” y “Moisés y Gaspar”, de Tiempo destrozado) o un hermano nacido con vehementes trastornos mentales (“Óscar”, de Árboles petrificados). No es dable siquiera describir los rasgos de estos seres, mitad animales mitad humanos, porque, además, se hallan siempre pujantes, en movimiento, y esa impulsividad da pie a la ansiedad y el pánico. Hay un punto ciego en su existencia que abona a la percepción exigua, descompuesta, de quienes los sufren: lo único cierto y contundente son las repercusiones tremebundas que dejan en el ánimo y el vivir de sus anfitriones. No es arduo identificar en estas agresivas formas de la otredad desdoblamientos de la propia psique; en ellas cobrarían carne aparente los ímpetus de autodestrucción con que el individuo desea fustigarse por faltas no asumidas como tales, o por lo menos no desde la consciencia: el odio al esposo (“El huésped”), la inclinación incestuosa entre hermanos (“Moisés y Gaspar”), el haber abandonado a la familia para mudarse a la gran ciudad (“Óscar”). El ejemplo más escabroso de estas existencias se halla, creo, en “Alta cocina”, de Tiempo destrozado, uno de los textos más antologados de la autora; en dos apretadas páginas, un hombre recuerda cómo, en su infancia, unos inquietos animalitos, jamás delineados con presteza, aullaban interminablemente mientras se les cocinaba, pues no eran otra cosa que el delicioso alimento preferido de su familia y de todo el pueblo.
Es posible, así, identificar en esta ficción una deriva: la identidad se halla sujeta a un proceso de vulneración. Esta pauta conoce en la obra de Dávila, en efecto, otras variantes. La escisión interior puede darse, con el recurso tradicional del Doppegänger, en un caso de violencia de género: un amante despechado ve cómo otro hombre, un Mr Hyde de sí mismo, asesina a la mujer que se ha resistido a consentir sus avances (“Final de una lucha”). Otros ejemplos son el de un hombre aturdido por la obligación de buscar un nuevo departamento y quien entrevé la ensoñación escapista de convertirse en árbol (“Muerte en el bosque”, de Tiempo destrozado), o el de un voraz hombre de negocios que luego de una férrea enfermedad, cuando ya se ha obsesionado con la noción de su propia muerte, cree ver en la calle el paso de su cortejo fúnebre (“El entierro”, de Música concreta). No hay una inclinación por el diálogo interior ni por el certero conocimiento de sí en estos personajes; su vida anímica está subyugada por instintos básicos de ataque o huida que poco a poco suprimen hasta el mínimo imperio de sus dotes racionales.
Observo en este quebrantamiento de las claves esenciales que sostienen la identidad una lectura crítica de dos pilares de la sociedad moderna en que el México capitalista del medio siglo —en plena fase de estabilidad social, crecimiento urbano y galopante industrialización— se estaba convirtiendo: el matrimonio y el trabajo. Es frecuente hallar en Dávila a mujeres infelices por vivir en uniones desastradas, sin pasar nunca por la ternura y con una fatigosa cuenta de labores y cuidados domésticos (“Representaba para mi marido algo como un mueble, que se acostumbra uno a ver en un determinado sitio”, informa la narradora de “El huésped”). En “El último verano” (de Árboles pretrificados), un ama de casa ya llena de hijos queda embarazada; afligida, piensa que un bebé más no implica sino más cansancio y desasosiego. Luego de abortar, sin embargo, en un delirio forjado por la culpa se ve atacada por animales extraños en los que habría subsistido la vida del feto. Aunque la sociedad las señala como metas para la felicidad de cualquier adulto, la conyugalidad y la familia se dejan ver al fin como trampas que asfixian y propician la anulación del individuo, sobre todo de la mujer, en mucho por no contar con parejas comprensivas sino con esposos machistas y desentendidos. Algo similar se da con el trabajo: Dávila pone mayormente la mirada del lado de quienes —mujeres u hombres— viven explotados al hallarse bajo la presión de evitar el despido para no perderse en la precariedad; su dedicación a la oficina, por más que ejemplar, no los exime de la sospecha, el desvío, la posible falla inadvertida y fuera de su control.
No es menor el mérito de Dávila: en tres breves tomos registró, con espeluznantes metáforas, los desarreglos de la mente a que da nacimiento una sociedad fracturada en sus ámbitos nodales, el hogar y el empleo. La movediza imaginación de la autora zacatecana, quien con tardía justicia recibe este martes 15 la Medalla de Oro de Bellas Artes, sigue siendo expresiva de los poderes con que la palabra literaria divulga la fiereza del terror a que la psique humana se ve sometida en los inclementes, inmorales entornos de la vida moderna. Como dice un misterioso personaje del cuento “El patio cuadrado”: “el caos de adentro se proyecta siempre hacia afuera”.
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