martes, 22 de diciembre de 2015

Carta a Juan Rulfo

Diciembre/2015
Letras Libres
Fernando del Paso

¿A que no sabes con qué me salieron el otro día, Juan? Ni te imaginas. No sabes las cosas que dice la gente cuando no tiene nada que decir. Pues fíjate que andaba yo por París, porque te dije que venía a París, ¿no es cierto? Bueno, te lo estoy diciendo. Andaba yo por aquí. No te diré que muy quitado de la pena porque ahorita tengo varios problemas que no viene al caso contar, cuando de sopetón, así, de sopetón, me dicen que nos habías dejado: que te habías ido.

Mira, tengo que confesarte que cuando me lo dijeron estaba tan hundido en mis preocupaciones, como te decía, que casi no me di cuenta cabal de lo que me estaban contando. Y después, fíjate lo que son las cosas, esa misma noche, yo di la noticia por la radio. Yo, imagínate, Juan, diciéndoles a todos lo que yo mismo no había entendido. Porque lo que me dijeron no fue que se había ido el escritor Juan Rulfo, no; lo que me dijeron fue que se me había ido un amigo. Y yo no lo supe sino poco a poquito, poco a poquito y de repente también, sí, de repente, cuando escuché tu voz, cuando puse el disco de Voz viva de México de la Universidad donde leíste “Luvina” y “¡Diles que no me maten!”. Y esa voz me caló muy hondo. Porque esa voz, esa voz, yo la conozco muy bien.

Perdóname, Juan, perdóname si no te escribí nunca, pero como me habían dicho que tú jamás contestabas una carta, pues yo dije: Entonces para qué le escribo. Y ahora me arrepiento; me arrepiento, Juan. Ahora quisiera que tú hubieras tenido varias cartas mías aunque yo no tuviera ninguna tuya. En serio. Me arrepiento porque yo tuve la culpa. Yo fui el que me fui de México, ¿no? Y no te escribí. Me duele porque no se pueden pasar tantos años, creo que dieciséis desde que salí, sin escribirles a los amigos, ¿no es cierto? No es cuestión nada más de decir, como fray Luis, “como decíamos ayer”, porque no, no fue ayer, sino hace muchos años cuando nos reuníamos una y hasta dos veces por semana, ¿te acuerdas?, en el café del sanatorio Dalinde. Allí se nos iban las horas. ¡Qué las horas! Ahí nos pasábamos años y felices días platicando y fumando como chacuacos. Quien nos hubiera visto, a veces tan serios, habría pensado que nomás hablábamos de literatura. Y sí, claro, platicábamos de Knut Hamsun y de Faulkner y de Camus y de Melville, todo revuelto. De Conrad, de Thomas Wolfe, de André Gide. Nunca conocí a nadie que hubiera leído tantas novelas. ¿A qué horas las leías, Juan? Se me hace que a veces hacías trampa. Pero también te decía, ¿te acuerdas?, nos dedicábamos al chisme como dos comadres, ni más ni menos.

Y a veces, de pronto, tú te ponías a hacer literatura sin darte cuenta. Te ponías a contarme historias que yo no sabía si eran ciertas o eran puras invenciones, o si se iban volviendo ciertas cuando las estabas inventando. Me acuerdo muy bien, Juan, muy bien, como si te estuviera oyendo.

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