Jornada Semanal
Evodio Escalante
El problema de la “tonalidad” aquejó durante mucho tiempo a los poetas mexicanos modernos, acaso desde que, a principios del siglo XX, el dominicano Pedro Henríquez Ureña dictaminó que, dado el toque crespuscular que en ella dominaba, la poesía mexicana tendría que definirse como una “poesía de tonos suaves, de emociones discretas.” El suyo sería, en todo momento, un modesto tono menor al que le vendrían bien el color gris y las atmósferas melancólicas. Aunque es cierto que la preponderancia, primero de Pellicer, “el poeta del sol”, y luego de Paz en la cultura mexicana de los últimos cincuenta años parecería haber vuelto obsoleta la idea de Henríquez Ureña, de tarde en tarde el asunto del “tono menor” dizque característico de nuestros bardos parece regresar por sus fueros. Un poema de Hugo Gutiérrez Vega en el que este “contesta” una observación de su amigo el editor y también poeta Alí Chumacero, que lo instaba a incorporar en sus versos un “tono mayor”, podría servir de ejemplo para ilustrar este intermitente retorno. Escribiendo desde la “sombra sarcástica”, y rodeado como lo está de seres “coludos, cornudos y variopintos”, a pesar de que intenta aclararse la garganta, Gutiérrez Vega confiesa que no alcanza a lograrlo: “Lo intento y se me cae,/ me gana la risa/ y la autocompasión lo gana todo,/ pues es una oronda señora/ de narices violáceas/ y enorme culo morado.” Este escarnio del pretendido tono mayorimpone, tal como se ve, un exabrupto, una “salida de tono” que me parece más que sintomática. En efecto, ¿cómo sabe el poeta que la señora gorda del tono mayortiene un enorme culo morado, que acaso no es sólo poco atractivo, sino repugnante? ¿O es que la susodicha se pasea “en cueros” delante del poeta y deja que éste la inspeccione? El exabrupto me interesa porque saca a la luz un rasgo de veracidad que estriba en lo siguiente: no hay “compasión” ante el objeto externo, en este caso un objeto denigrado; lo que hay es autocompasión, lo que quiere decir que también el poeta mismo se encuentra inmerso en el ridículo.
¿El poeta, el dueño de las palabras, en ridículo? Sí, y me parece que esta es una señal que tiene que ver con un asunto más general, lo que yo llamaría la crisis del estatuto general del poeta. El poeta no se siente bien en su piel, le parece que debería guardar silencio, o que usurpa un lugar que no le pertenece. La crisis a la que aludo, tal y como se manifiesta en la poesía de Hugo Gutiérrez Vega, no tiene nada qué ver con la famosa muerte del autor que promovieron los estructuralistas franceses (Barthes, Foucault), ni mucho menos con el eclipse de la imagen del poeta tal y como llegó a plantearla Octavio Paz en Los signos en rotación: “La figura del poeta corre la misma suerte que la imagen del mundo: es una noción que paulatinamente se evapora.” Con ello quiero decir que el asunto no está vinculado a posiciones teóricas derivadas de modas literarias.
Se trata de otra cosa, ubicable en el temperamento del poeta y en su consecuente actitud ante el mundo y ante la poesía como arma otorgadora de identidad. Hay indicios de esta peculiar problemática en muchos de los textos de nuestro autor. El primero que me viene a la mente es “Georgetown blues”. Este poema algo refiere de lo anterior cuando nos deja leer: “Sólo se puede hablar como lo hacía Wallace Stevens:/ hablando como el que no quiere hablar/ y sabe que el silencio y la oscuridad valen a veces mucho más/ que todas las palabras y las luces de los hombres.”
Primer movimiento, expansivo: alabanza de un poeta admirable a quien haríamos bien en imitar. Segundo movimiento, de retracción: siempre que lo hagamos como él lo hace, o sea, hablando como el que no quiere hablar. Stevens escribe poesía, es cierto, pero lo hace como si no quisiera escribirla, como si hubiera preferido callar. Este presupuesto negativo vulnera la soberanía del poeta: su voluntad creativa queda condicionada por una cláusula no escrita pero no por ello menos efectiva. El escritor debe partir de un reconocimiento que contextualiza su palabra y la pone por decirlo así en segundo lugar, en una situación no prioritaria. Más valor que la palabra misma lo tienen el silencio y la oscuridad. Reconocer que el silencio y la oscuridad valen a veces mucho más que todas las palabras dichas y por decir, introduce un elemento que puede resultar escalofriante en tanto que vulnera en su médula misma el mito del poeta creador.
Hugo Gutiérrez Vega no se la cree, y sin embargo, escribe. Pero lo hace no desde la mitografía de los llamados “espiráculos del dios”, como diría Alfonso Reyes, que reciben la inspiración de las regiones superiores, sino desde un lugar pagano y terrestre carcomido por la reserva crítica. Esta reserva, en un descuido, puede llegar al escarnio. Lo vemos en un texto como “Las ineptitudes de la inepta cultura”, que despliega un abanico de situaciones en la que el supuesto poeta es el protagonista. Sea el poeta chino Li Po, que se deja arrastrar por la corriente y naturalmente fallece; sea Píndaro, que aquí emerge como un experto al que sobornan los poderosos. Sabe, de tal suerte, que es posible escribir “poesía por encargo” sobre todo si “el patrocinador no se da cuenta de la burla”. Sea el poeta en diálogo público con ese antípoda suyo que es el crítico. Al final, el crítico recoge su tiara y se retira satisfecho y hasta contoneándose, acaso porque sabe que ha ganado la pelea. El poeta, en cambio, tuvo que permanecer sobre el escenario: “y procedió a comerse sus poemas/ con una lentitud que denotaba revanchismo,/ y lo que es más grave, delectación.” La escena, me parece, es de un escarnio pocas veces visto en la poesía mexicana. El poeta no sólo se come sus palabras, sino que lo hace lentamente y como disfrutándolo, supongo que como un colmo de su proverbial narcisismo.
Por si lo anterior dejara alguna duda acerca de la burla como método literario, el fragmento final del poema que lleva por título “Recitales” confirma la situación ridícula del poeta que pretende triunfar en sociedad. No quisiera transcribir el texto de Hugo Gutiérrez Vega sin antes mencionar la irónica dedicatoria que dice así: A la poeta Ladislalia de Montemar. ¿Es que tal persona existe? Por supuesto que no. La dislalia es la afección o dolencia de esos poetas manirrotos que no alcanzan a pronunciar bien las palabras que utilizan, incurriendo en incorrecciones al por mayor. Dislálicos, poco falta para decir disléxicos. Esos casos clínicos no pertenecen propiamente al campo de la poesía, sino al de los simuladores. Por eso observa Gutiérrez Vega:
Los poetas dijeron versos
y agitaron sus plumas en el gran salón.Al día siguiente varias sirvientas
lucieron plumas de pavo real
en sus sombreros viejos.
Ellas opinan que los recitales son útiles
para la república.
El tono epigramático lo dice todo. Por supuesto que los recitales de poesía tienen una utilidad que podría llegar a ser estratégica, pues proporcionan plumas de fina calidad que sirven para adornar los sombreros de las asistentes. Sean sirvientas, sean señoras, lo mismo da. En ambos casos pertenecerían a la casta de la ralea.
La figura del poeta no desaparece, como escribía Paz, y tampoco se disuelve en el aire como otro componente de la modernidad, como quizás sugeriría Marshall Berman, pero sí se convierte en un objeto risible que es posible poner a distancia. Esta enunciación en la prestigiosa primera persona no me deja mentir: “Porque soy un señor domesticado/ que escribe versos/ y gesticula en los parques,/ digo que nada pido.” Así inicia la tercera y última sección del poema “Suite doméstica”. Esteautorretrato en negativo no solicita nada, es acaso tan poca cosa que le basta con sobrevivir sin pedirle nada a nadie. Se trata de un personaje casero, domesticado, quiere decir, un ser inofensivo, de buenas maneras y que no le ladra a las visitas.Escribe versos, asunto inocuo, ¡vaya hobbie con el que se entretiene! El siguiente rasgo redondea la imagen: y gesticula en los parques. Sí, eso es, para que lo vean y acaso para que se apiaden de él.
En uno de sus textos más impresionante y descarnados, “Por favor, su currículum”, Gutiérrez Vega de plano se asume como un expulsado de la fiesta comunitaria: “No pertenezco a nada […], mi vida es un recuento de expulsiones.” El despojamiento, la desnudez impúdica, aunque igualmente se podría decir, ladegradación en verso, prosigue: “ya no tomo café,/ fumo tabaco,/ hablo menos que antes,/ me desvelo/ y escribo confesiones.” La cuerda denotativa de estaconfesión en voz bajaproduce un efecto de verdad que puede poner los pelos de punta: “la primera persona me preocupa,/ pero sé que no es mía.” ¡Tremendo!
En primera persona
El estatuto del poeta lírico, justamente el poeta que siempre habla en primera persona, sufre un embate frontal y para el que no existe escapatoria. En efecto, el poeta habla, o mejor dicho, escribe en primera persona. Es la enunciación que se dispara desde el “yo” la que le confiere verosimilitud y eficacia a lo escrito, pues el “yo” del poeta es muy fácil que resuene con el “yo” del lector que en cada caso deletrea el poema y lo hace suyo. Pero esta declaración cínica nos desprotege a todos, lo mismo a críticos que a lectores: “la primera persona me preocupa, pero sé que no es mía”. ¿Entonces? ¿De quién demonios es ese “yo” que creíamos responsable del dificultoso proceso de la enunciación? Si el poeta no es ni siquiera dueño de su primera persona ¿cómo darle validez a su dicho?
¿No está desautorizando el poeta todo lo que escribe cuando llega a esta confesión inesperada? Por supuesto que sí. Diré más: está despojando al poeta lírico de su autoridad de poeta. El poeta puede seguir escribiendo, es más, lo seguirá haciendo, esto es seguro, dislálico como es, pero lo hará desde un estatuto ingrávido y a la vez carente de sustento. Sus palabras serán sin arraigo y sin peso. Pura vejiga inflada. Globos de aire que se disolverán en la atmósfera sin que nadie lo note. Flatus vocis, como decían los antiguos.
No sólo la gallardía y el magisterio del poeta sufren una deposición violenta. Se abre, mucho más que eso, un abanico de posibilidades cuyo punto de arranque es la no significatividad de la persona del poeta. La máscara del poeta lírico, en la medida en que decía “yo”, construía textos de los que una tradición poética podría enorgullecerse. Un insólito acento, acaso de procedencia beckettiana (no se olvide la larga asociación de Gutiérrez Vega con el teatro), interrumpe esta secuencia y se abre a un territorio inexplorado que también podría ser calificado como un desierto. Cuando leemos: “la primera persona me preocupa, pero sé que no es mía”, las certezas y los hábitos lingüísticos que dábamos por buenos se desmoronan como por un conjuro. Si la primera persona no es del poeta, ¿debemos entender que no habla a través de ella? ¿Que el “dueño” de la primera persona es un sujeto anónimo y acaso colectivo, a quien no conocemos, esto es, una suma de voces mostrencas a las que podría ser que el verso articulara y otorgara unidad?
Se conoce la admiración irrestricta que Gutiérrez Vega le profesa a Ramón López Velarde, a quien ha llamado “el padre soltero de la poesía mexicana”. En este punto específico, sin embargo, me parece que Gutiérrez Vega asume una convicción literaria que se ubica en las antípodas del poeta zacatecano. La puesta en crisis beckettiana de la primera persona nada tiene qué ver con las convicciones que expresaba López Velarde cuando de forma enfática escribía en su poema “Todo…”:
Si digo carne o espíritu
paréceme que el diablo
se ríe del vocablo;
mas nunca vaciló
mi fe si dije “yo”.
He aquí el quid del asunto. No es que Gutiérrez Vega haya dejado de recurrir a la primera persona: es que la emplea sabiendo bien que ella no garantiza nada, y que ni siquiera puede presumir que es suya. La fe en el “yo”, en este orden de pensamientos, pertenecería ya a una escala superior. Lejos de plantearse esta credulidad primaria, al contrario, Gutiérrez Vega deja muy claro que le preocupa.
¿De dónde le viene este toque escéptico respecto a la primera persona? ¿A qué genealogía responde esto que podemos llamar una crisis del estatuto del poeta? Quiero pensar que se trata en el fondo de una contestación histórica, o mejor dicho, de una protesta en contra de la historia. La historia nos ha hecho, somos los hijos de la historia, esto pertenece a nuestra vulgata. Después de la Revolución francesa y de Marx no podemos ignorar este vínculo con los acontecimientos colectivos. Pero la historia, que nos ha formado, y a la que debemos lo que somos, también ha dejado atrás, como cosas caducas, reliquias que duermen en el fondo de nuestro imaginario, y que animan poderosos impulsos de nostalgia. La idea de la inocencia perdida resume lo que intento decir. Perdimos el paraíso original, la edad de la inocencia, lo que había en nosotros de niños felices extraviados en algún rincón de la eternidad. Sospecho que Gutiérrez Vega tiene plena conciencia de ello, y que es esta conciencia la que le da derecho a no sentirse a gusto con la poesía: esa materia que mantiene ocupados a los adultos. Me parece altamente indicativo de ello lo que acontece en la “Canción de las cosas cercanas”. El poema presenta dos épocas contrapuestas y que están en conflicto: la época de los plenos poderes, que es la época de los niños, y la época de la decadencia, o sea, de la historia, que es la época de los poetas. Así lo ve Gutiérrez Vega:
Antes de que nacieran los poetas
todas las cosas eran de los niños,
los niños reinaban sobre una tierra indisputada.
Después llegaron los poetas épicos,
los líricos dramáticos, los calvos amorosos,
los profetas gruñones, los asoleaditos,
los telúricos, los gorditos tiesos.
Llegaron y ocuparon los terrenos del misterio
y de las voces que no dicen nada.
Hoy luchan los poetas con los niños…
Adviértase, de paso, la ironía que campea en el fragmento. Los poetas son, ante todo, un motivo de escarnio. Salvo acaso los antiguos, los que cultivaban la épica (como Homero), todos los demás aparecen como sujetos risibles. Los “líricos dramáticos”, los “telúricos”, los “gorditos tiesos”… La galería podría aumentar hasta el infinito. La lucha queda claramente planteada: de un lado, los poetas (esos ridículos), del otro lado, la inocencia que vuelve por sus fueros (y que será de todos modos derrotada).
Este es, a mi modo de ver, el conflicto originario que recorre, no siempre de manera explícita, los parajes de la poetización de Gutiérrez Vega. Aunque esta vez asociado al problema del poder, representado por la temible figura del césar-poeta, este conflicto es el que articula uno de sus textos más ambiciosos y abarcadores, los Cantos del Despotado de Morea. Así vemos esta reconstrucción histórica en la voz del rey que ha perdido Bizancio: “Estoy seguro de que nadie me recordará/ y esto significa que fui un Déspota eficiente,/ un político que cubrió su trecho de viaje/ y entregó la estafeta en buenas condiciones./ No tuve tiempo de ser feliz/ y así lo consigné en mis poemas más sinceros.”
Se habla desde el trono, pero también desde una incomodidad final, pues al rey lo aqueja la nostalgia de la figura insignificante del pastor. No el pastor de la Iglesia, al fin otro hombre de poder, sino el humilde campesino que conduce su rebaño de cabras por las peripecias del monte. Habla el señor que una vez fue todopoderoso: “Cierro los ojos y pienso en mis informes,/ en esos documentos que fueron mi historia/ y que ahora flotan despintados en el río del olvido./ Pienso en mis poemas más suntuosos y los siento vacíos/ como si fueran el producto de una floración artificiosa.” La conclusión de este razonamiento es la nostalgia pura: “Pido a Dios que me permita pasar inadvertido./ Si es así, me iré al Taigeto y me convertiré en pastor.”
Sic transit gloria mundi, podríamos añadir. Hugo Gutiérrez Vega, con una larga carrera diplomática, sabe de lo que habla.
Pero todo lo que sabe lo sabe mejor el poeta que alienta en su interior. Ahí mismo, en otra sección de su Canto del Despotado de Morea, vuelve a abordar el espinoso asunto del métier literario. ¿Cómo concibe a la poesía? ¿Cómo procede? ¿Qué es lo que le solicita al verso? Después de la suntuosidad bizantina, a la que acabo de referirme, se impone un regreso a lo riguroso, a la economía ática: “Me exijo claridad./ Nada me dice/ el turbio soliloquio.” En tres breves versos, la formulación de una ética. El poeta no es nadie si no está al servicio de la poesía, si no se vuelve un obediente fiel de lo que le dictan las palabras del hipotético poema, quiero decir, del poema que se está formando en él y que habla a través de él: “El poema, conjunto de palabras,/ no se cumple/ hasta que algo lo alienta./ ¿Y qué es ese algo?/ ¿de qué fuente secreta/ brota el agua/ que va a fertilizarlo?/ Todas estas preguntas palidecen/ cuando tomo el papel./ El poema solo/ se juega su aventura.”
Se equivocaba Vicente Huidobro: el poeta no es un pequeño dios. No es esa voluntad soberana que decide crear imágenes y metáforas insólitas con el fin de sorprender al atento auditorio. El poeta no es sino el sirviente fiel de las palabras. ¿Hacia dónde va el poema? ¿Qué es lo que se propone? El mismo poeta no lo sabe: Todas estas preguntas palidecen/ cuando tomo el papel. ¿Por qué? Porque más allá del poeta, y a través del poeta, que queda reducido a la función de un intermediario, de un intermediario sin voz, el poema solo/ se juega su aventura. La única y final soberanía, podría decirse, es la del lenguaje. Con esta hermosa lección de despojamiento quisiera terminar esta evocación de la poesía de Hugo Gutiérrez Vega.
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