domingo, 27 de septiembre de 2015

Hugo Gutiérrez Vega

27/Septiembre/2015
Jornada Semanal
Elena Poniatowska

Hace unos meses, sentados en la gran sala de Chema y Lilia Pérez Gay, en una reunión de trabajo de más de 30 personas, de pronto entró un hombre muy elegante que llevaba un bastón en la mano y de cuyo rostro colgaba una esponjosa barba blanca. Todos al unísono nos pusimos de pie. ¿Quién era? ¿El papa? ¿Benito Juárez? ¿Un actor de cine? ¿Santaclós? ¿Un poeta? ¿Un ángel de la guarda? ¿Un estadista? ¿Un profeta? ¿El mago Merlín o todos a la par unidos? Después de que lo abrazamos, le ofrecimos un asiento. Aquí junto a mí. A mi derecha. A mi izquierda. Este sillón es más cómodo. ¿Quién era? ¿Por qué le llovía el afecto y el reconocimiento? Le rendíamos pleitesía porque a todos nos inspira respeto. Lo requeríamos a nuestro lado. Era la imagen misma de la civilidad. ¿Quién era? Ustedes seguramente lo han adivinado. Su nombre, don Hugo Gutiérrez Vega.

El personaje de El tío Vania, de Chéjov, o el de Las tres hermanas o El jardín de los cerezos, así como lo ven hoy, con su cabellera blanca, la distinción de todos sus movimientos y la de su voz inconfundible es Hugo Gutiérrez Vega. Cuando conoció en Querétaro a Lucinda, su esposa, muy respetuoso, se inclinó para pedir su mano. Entonces no tenía el pelo blanco. Hoy por hoy es un hombre más hermoso aún, porque la inteligencia y la bondad embellecen su espíritu y nos regala domingo tras domingo su buena prosa y su poesía.

Gutiérrez Vega pertenecía al PAN de Manuel Gómez Morín y Efraín González Luna, cuando los jóvenes panistas todavía creían que podían cambiar al país. Ese PAN nada tenía que ver con el PAN de ahora, oportunista y capaz de pactar con el enemigo. Muy joven, Gutiérrez Vega fue rector de la Universidad de Querétaro, y muy joven también, al iniciar su gestión, reclamó para la universidad el patio barroco al lado de la parroquia de Santiago, en el que el señor cura criaba cerditos y gallinas. Cuando la Secretaría de Patrimonio Nacional se lo concedió, una multitud enardecida por el señor cura atacó a la universidad y, por supuesto, al joven Gutiérrez Vega al grito de: ¡Arriba Cristo Rey, abajo los comunistas!, y eso le costó a Hugo salir de la universidad después de haber abierto la escuela de sicología y la de idiomas.

Hugo es un innovador, un liberal, un hombre que sabe pensar y sabe actuar. En el Querétaro mojigato de los años 30, en el que los hijos de familia apenas si se atrevían a levantar los ojos a la hora de comer y mucho menos contradecían a sus padres, Gutiérrez Vega logró un cambio bárbaro de mentalidad y los estudiantes se volvieron más inteligentes y más creativos. Lograr la libertad en una sociedad conservadora como la de los estados del centro de la República es una hazaña que cuesta años de trabajo y de constancia. Claro que muchos rechazaron a Hugo Gutiérrez Vega, lo consideraron demasiado moderno, demasiado atrevido, demasiado manga ancha, demasiado innovador, demasiado volcánico.

El entonces gobernador del estado, que reconocía el talento y apreciaba al joven fogoso y liberador, lo ayudó a convertirse en agregado cultural en Roma, cuando don Rafael Fuentes, padre de Carlos Fuentes, era embajador y así empezó don Hugo –como todos lo llaman ahora– su carrera diplomática. Allá, en Roma, Lucinda y sus niñas fueron felices en la Vía Lanccani número 69, interior 5. Cuando entraron al departamento amplio y asoleado, el portero les explicó que estaba amueblado estilo Impero Messicano y al verlos tan guapos, les preguntó que si ellos eran emperadores.

Al regresar a México de Italia, de vacaciones, el Consejo Universitario de Querétaro llamó de nuevo a Gutiérrez Vega para volver a elegirlo rector.

–Don Hugo, usted le hace mucha falta a la universidad.

Sí, Hugo es un hombre que hace falta.

Hugo habla italiano, inglés, francés, un poquito de griego, unas palabritas de rumano. Todos los países en que fue embajador le regalaron su idioma, que él atesoró.

En Londres, Carlos Monsiváis vivió en su departamento y Lucinda recuerda cómo se sobresaltaba en la mañana cuando lo despertaba. Carlos, se te hace tarde para llegar a dar tu clase en la universidad. Como Hugo y Lucinda tenían tres hijas pequeñas, cuando Monsiváis se despidió para regresar a México, le dijo: Lucinda, para mí esta ha sido una experiencia irrepetible, nunca volveré a vivir con niños.

Lucinda cuenta que después de dar su clase en Londres, Carlos salía con Hugo al cine toda la noche a ver al hilo tres películas de Humphrey Bogart. Regresaban a las dos de la madrugada emocionados y comunicativos, y Hugo todavía se sentaba a escribir cartas a la cancillería y se sacaba de los bolsillos del pantalón algún que otro poema acerca de Paddington o la persistencia de la lluvia. Hugo, Lucinda y las tres niñas salían a Hyde Park a caminar bajo los árboles. Más tarde lo harían en Berlín, para visitar las violetas de Alexander Platz, los tilos al borde del Sena y los castaños en Montmartre. Washington con sus cerezos en flor que colorean de rosa la Casa Blanca también fueron objeto de sus paseos, Río de Janeiro bailaría samba para ellos años más tarde y las pequeñas olas de la playa de Copacabana vendrían a morir a los pies de las niñas que jugaban en la arena. Dejarían su corazón en España, que Hugo recorrió de norte a sur y de este a oeste en su Fiat para difundir la cultura de México, ofrecer obras de teatro, dar 2 mil 777 conferencias acerca de nuestros pintores y escritores, y cerrar la herida entre la República y la España de Franco. Los españoles alegaban: Es que los mexicanos no nos quieren. Con su inmensa cortesía y su don de gentes, Hugo Gutiérrez Vega, el diplomático, logró hacerles entender que la ruptura no era con los que se habían quedado, sino con un gobierno inaceptable: el de Franco.

En España, Hugo y Lucinda se hicieron amigos de los grandes intelectuales de la época, Luis Rosales, el que fue acusado de delatar a Federico García Lorca; Félix Grande, quien escribió La calumnia; Paca Aguirre, y muchos más.

Grecia es la patria de los poetas y acogió al nuevo embajador de México como lo que él era en esencia: un poeta. Grecia le dio a Seferis, a Constantino Cavafis y a Andreas Embirikos, y le hicieron entender que finalmente lo que vale la pena no es llegar, sino emprender el viaje. Nadie ha divulgado ni ha traducido a los griegos tanto como Hugo Gutiérrez Vega; nadie en México los ha reverenciado domingo tras domingo. A partir de ellos y a partir de su tres libros de poesía: Los soles griegos, Cantos del despotado de Morea y Una estación en Amorgos, Hugo, el amigo de Carlos Pellicer, el de Rafael Alberti, el de José Carlos Becerra, es probablemente el mejor promotor de la joven poesía que hay en México que divulga cada fin de semana. ¿Por qué? Porque les da su lugar, los conoce y se hace a un lado, no se toma en serio y porque es capaz de escribir:

Debería callarme el hocico/ y evitar las calles adyacentes./ Voy exhibiendo la cabeza rota,/ los agujeros de los pantalones,/ el corazón que por barroca vanidad/ espero que algún día sea trasplantado/ a un negro de Sudáfrica./ Debería callarme el hocico/ y escribir solamente en los retretes/ alumbrado por fósforos,/ hacer grandes grafiti con carbón/ y terminarlos con la punta de la nariz./ Yo nací en un mundo tan solemne,/ tan lleno de conmemoraciones cívicas,/ estatuas, vidas de héroes y santos,/ poetas de altísimas metáforas/ y oradores locales,/ en la ciudad que tiene siempre puesta/ la máscara de jade y de turquesa/ y como ahí nací/ debería callarme el hocico/ y pintar solamente en los retretes.

Ahora Hugo es el director del suplemento cultural de La Jornada. Carlos Monsiváis le dijo:

–Te va a hablar Carmen Lira; por favor no vayas a decir que no.

Carmen Lira, directora de La Jornada, llamó para ofrecerle el suplemento cultural La Jornada Semanal a la salida de Juan Villoro, y lo dirige desde hace 15 años.

Cuando Rafael Tovar y de Teresa presentó a Fernando del Paso en la pasada Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, en noviembre, dijo y Santa Socorro pasando a máquina toda la obra de Del Paso, porque Socorro, la mujer de Fernando, ha sido su colaboradora más eficaz y entregada. Lo mismo podría decirse de Santa Lucinda que fue secretaria de Hugo desde que eran novios y le pasó en limpio no sólo su tesis, sino su libro de ensayos Las águilas serenas y su poesía reunida Peregrinaciones cuando no había sino máquinas Remington, se hacían mil copias al papel carbón y si se cometía un error era un espanto volver a copiar todo. Más tarde Lucinda trabajó en la asociación llamada Nosotros Todos, que, en efecto, ayudaba a los que no tienen posibilidades que en nuestro país son millares. Vi a Lucinda en Querétaro defendiendo a las bordadoras, a las costureras, a las indígenas ñañús que viven en las Lomas y conformaron la UNIC. Era bonito verla entrar a la plaza central, alta y hermosa, animar a los manifestantes leyéndoles La suave patria, de López Velarde, y también la de su marido, que después de tantos años se sabe de memoria.

Paula Amor, mi madre, debe estar sonriendo en el cielo ante este Premio Hugo Gutiérrez Vega que recibo como una sorpresa inmerecida. La imagino contenta, porque ella amaba Querétaro. Resulta que casi cada año, en los años 20, cuando venía en barco de Francia a México, su tío Felipe Iturbe la invitaba a la hacienda La Llave, cercana a Tequisquiapan, estado de Querétaro. Mamá solía ir desde La Llave a San Juan del Río a caballo y al descender de su montura refrescaba sus pies en el agua clara a los pies de los sabinos. Pies de agua para pies de niña. Entonces, todo el estado era una maravilla de agua, a veces caliente, a veces fría, y de árboles, y cualquier mexicano habría podido decir como lo hacía Carlos Pellicer cuando se iba a Tabasco: Ya me voy a mi agua. Ahora, por desgracia, al menos en Tequisquiapan, los manantiales se han secado, pero permanecen los sabinos, esos árboles providenciales que dan buena sombra y nos hacen pensar que la vida también es buena y nos da mucho más de lo que nos merecemos.

También le daría gusto que el premio me lo entregara Hugo Gutiérrez Vega por todo lo que Hugo tiene de Maximiliano y lo poco que tiene físicamente de Benito Juárez. Mamá me contó que en el cerro de las Campanas el mismo emperador aclaró que era un bello día para morir y que su última orden al escuadrón de fusilamiento fue: Soldados, disparen al corazón. Entonces separó su barba y mostró su pecho. No recuerdo si lo consigna Fernando del Paso en su libro Noticias del imperio, pero sí recuerdo la expresión en el bello rostro de mi madre, cuando me lo contó.

–Murió como un valiente; también fueron valientes sus dos seguidores, los generales Miramón y Mejía.

Querétaro para ella representó su infancia, ese lugar sagrado en el que nos adentramos a medida que pasan los años como a un refugio que nos protege de ausencias, derrotas y sinsabores. Querétaro fue su estado, el más bello, el más noble, el más inteligente de toda la República Mexicana, el de las misiones de fray Junípero Serra y el de la reserva de la biosfera de sierra Gorda con sus casi 400 mil hectáreas que ahora cuida con tanta inteligencia y cariño Pati Ruiz Corso.

Para mi madre, ir a Querétaro desde su casa que se llama Los Nogales, en Tequisquiapan, era un retorno a los años más felices de su vida, los de su amor (y ella se apellidaba Amor) al campo de México, a sus árboles y a sus sembradíos.

Por tanto, recibir esta noche en el Teatro de la República el Premio Hugo Gutiérrez Vega es abrazar de nuevo a mi madre muerta en 2002 y visualizarla joven y sin una sola preocupación en el campo del estado de Querétaro y en las calles de San Juan del Río, en las que los ópalos y las piedras preciosas traen muy buena suerte, y ese don inapreciable se lo debo a ustedes aquí presentes. También es una alegría profunda compartirlo con mi única hermana, aquí presente, Kitzia. La palabra Gracias es una de las más bellas que podemos pronunciar los humanos y yo se las repito aquí con alegría: gracias, Querétaro, gracias.

Texto leído por la escritora Elena Poniatowska el 11 de diciembre de 2012, cuando recibió el Premio Hugo Gutiérrez Vega



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