domingo, 12 de julio de 2015

Poesía, vanidad y relaciones públicas

12/Julio/2015
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Quienes venden muchos libros y gozan de gran publicidad por parte de sus empresas editoras (¡precisamente porque mantienen viento en popa el negocio!), tienen resuelto el asunto del denominado “público lector”, un público que no sólo está compuesto por lectores sino también por fans y parroquianos dispuestos a menear el botafumeiro que inciensa no sólo las obras sino también la figura idolatrada del escritor.

Es el público que está siempre a la expectativa de qué hace y deja de hacer su autor predilecto y que compra ansiosamente en la librería o adquiere por internet el nuevo libro de su ídolo. En general, se trata de autores literarios de bestsellers y especialmente de escritores de novelas, que es a esto, muchas veces, que se reducen los términos “escritor” y “literatura” incluso para las instancias institucionales.

La revista Forbes publicó a principios de 2015 la lista de los escritores que más dinero ganan en el mundo, considerando sus ingresos anuales por la venta de libros y por sus derechos de traducción y adaptación cinematográfica. El primer lugar es para el estadunidense James Patterson, quien gana cerca de 90 millones de dólares anuales, con novelas como La hora de la araña y El coleccionista de amantes, entre otras muchas que se han llevado al cine. Le sigue el también estadunidense Dan Brown, con ingresos por 26 millones de dólares anuales que le reportan las ventas y derechos de sus novelas Ángeles y demonios, El código Da Vinci, El símbolo perdido y otras que igualmente se han adaptado al cine. Estadunidenses son también las novelistas de temas “románticos ” Nora Roberts y Danielle Steel, cuyos ingresos anuales alcanzan 23 y 22 millones de dólares respectivamente. Los siguientes en la lista de Forbes son los novelistas estadunidenses John Grisham (El informe pelícano, El cliente, Tiempo de matar, etcétera) y Stephen King (Carrie, El resplandor, La danza de la muerte, Cujo, Insomnia, etcétera): cada uno de ellos tiene ingresos anuales estimados en 17 millones de dólares. Finalmente, están las novelistas británicas J. K. Rowling (la creadora de Harry Potter) y E. L. James (la autora de 50 sombras de Grey), con 14 y 10 millones de dólares anuales, respectivamente.
Siendo así, cualquiera que gane al año un millón de dólares por sus libros es realmente un pobretón, y ya ni se diga los que ganan uno o dos milloncitos de pesos y que ya se sienten en los cuernos de la luna y hasta quieren cobrar por entrevistas. Lo cierto es que, por muy mal que les vaya a los narradores y especialmente a los novelistas de mediano éxito, gozan de algún porcentaje de regalías anuales que los hacen sentirse pequeños Balzacs (y enormes escritores).

No es el caso de los poetas, que en el mercado no pintan para nada. Sus mayores ingresos no están en los libros que vendan, sino en las becas y en los premios que obtengan. Por ello son los poetas, sobre todo (y los narradores de poco éxito), quienes han perfeccionado los mecanismos de las relaciones públicas. A falta de lectores (que no de editores), la poesía y la literatura minoritaria en general (ensayistas literarios, cuentistas y novelistas de bajo rating, cronistas, etcétera) se desplazan por sus propios medios y, en muchos casos, por la eficacia de sus contactos. Así, aunque muy poca gente los lea, algunos dan la impresión (por los ecos y las olas que hacen) de haber publicado verdaderos bestsellers, y este fenómeno se debe en gran parte al uso de las redes sociales.

No hay artista sin buena autoestima, pues ésta (y no la modestia) es una de las fuerzas que llevan a emprender la “obra”, sea pictórica, literaria, musical, escultórica, etcétera. Pero siempre están los que exageran: aquellos que lo único que tienen en abundancia no es talento sino vanidad. Es obvio que los escritores millonarios de la lista de Forbes están hoy más allá de la vanidad, pues ésta puede sustituirse por el dinero. Y, si lo vemos bien, entre esos ocho grandes millonarios, Stephen King parece un Shakespeare si lo comparamos con los otros que sólo tienen dinero. No es improbable que alienten alguna duda sobre la calidad de su literatura, pero, a cambio, no tienen duda alguna sobre la calidad y la cantidad de su dinero.

En cambio, los escritores que casi no venden libros (entre ellos, muy especialmente los poetas), a falta de dinero, cotizan más alto en la bolsa de la vanidad. Probablemente ni siquiera vean su “éxito” en un centenar de lectores, pero confían en la posteridad. No les falta razón si tomamos en cuenta que Emily Dickinson (1830-1886) no ganó un solo dólar con sus poesías que, por otra parte, apenas publicó (únicamente siete, contra más de mil 500 inéditas). La diferencia es que Dickinson se aisló del mundo, mientras que los poetas de hoy sólo quieren estar en el mismísimo centro del universo.

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