Confabulario
Rocío Barrionuevo
En Las joyas indiscretas, novela del s.XVIII atribuida a Denis Diderot, el genio de la corte le regala al sultán Gongul un anillo mágico que hace hablar a las vaginas. Sin perder tiempo, el soberano interroga a las “joyas” de las damas para divertirse con sus anécdotas voluptuosas. Procaces y parlanchinas, cada una ofrece al soberano una reseña pormenorizada de los combates de alcoba que ha disputado. Cuento brevemente la anécdota de la novelita de Diderot porque la misma experiencia que vivió el sultán se puede imitar cuando uno se asoma a la producción literaria erótica de Occidente: desde la antigüedad grecorromana hasta nuestros días, un sinfín de voces íntimas nos hablan sin parar del goce lúbrico, no sólo para describirnos con detalle las sensaciones del placer y exaltar nuestro ánimo, sino también para que satisfagamos la imperiosa necesidad de apoderarnos de la intimidad de los demás como un sustituto de las monótonas formas de dar y recibir placer a las que casi todos estamos condenados.
En todos los tiempos ha sido necesario dar voz a las fantasías genitales que calman los ímpetus del deseo sexual. Sin ser los únicos, los escritores han sido los más lenguaraces cuando se trata de proporcionar al lector un catálogo de penes gigantescos, posturas imposibles o sesiones maratónicas de sexo y, como la realidad no es tan pródiga, las fantasías que generan sus descripciones han servido de escape y desahogo a los deseos reprimidos.
Los escritores de literatura erótica nunca han sido discretos y, en ciertos periodos históricos, han hecho una descripción más libre de las posibilidades del deseo. Tal es el caso de los poetas griegos que no tenían empacho en disfrutar la lectura en voz alta de los epigramas que Estratón le dirigía a su amado: “Apoyas tus espléndidas nalgas contra la piedras, oh Cirus. ¿Por qué tentarlas si ellas no pueden nada?” (Estratón).
En plena plaza pública, tampoco los romanos de la época imperial despreciaban los sanos consejos brindados a las mujeres por Ovidio para despertar el anhelo sexual de los hombres: “En la cama la mano izquierda no permanecerá inactiva. Los dedos encontrarán en que ocuparse del lado donde misteriosamente el amor hunde sus líneas” (El arte de amar). Los romanos y los griegos no tuvieron una literatura erótica abundante quizá porque fueron tolerantes con las diferentes expresiones del deseo y de la sexualidad, aunque las pasiones femeninas se mantuvieron calladas en ambas culturas.
Como se sabe, cuando la Iglesia católica logró concentrar el poder durante la Edad Media, la libertad expresiva observada entre los griegos y los romanos se limitó con la introducción del concepto de lujuria, que se desarrolló para calificar el acto voluptuoso como una falta contra el mismísimo Dios, quien aspiraba a tener siervos que procrearan, pero que no se divirtieran en el intento ni que se desmandaran en su búsqueda del goce voluptuoso. Surgió la noción de pecado como dique de control del deseo sexual. Lo que sucedió con la literatura erótica fue muy curioso: las trovas, los cuentos y las bromas lúbricas continuaron cultivándose con gran éxito, mientras sólo narraran los gozos sensuales de artesanos, monjes y prostitutas. La Iglesia renunció a la idea de que sus feligreses fueran castos, pero sí insistió en que se alejaran de los excesos de la carne y no oyeran la voz de sus deseos carnales que podía resquebrajar los modelos sociales de la familia, la monogamia y el matrimonio. Fue precisamente en esta época cuando, entre hábitos monacales y rostros de demonios, apareció la censura de los textos eróticos. Como mencioné, no se condenaron los escritos que narraban los retozos de un hombre y una mujer en la cama, sino los que relataron los episodios de una sexualidad que se alejaba de las normas impuestas por las instituciones del poder; es decir, aquella literatura que mostraba los deseos atormentados y equívocos que no pueden hermanarse con la idea de una sexualidad “honesta”, “sana”. Por eso, la literatura erótica medieval, que circulaba gracias a las lecturas en grupo, no se acercó a temas espinosos como la homosexualidad, el bestialismo o la necrofilia. Esos asuntos no entraban en el esquema del reino de Dios diseñado por la Iglesia. Ni falta que hacía. El público receptor de los escritos lujuriosos “aceptados” no era melindroso y se entusiasmaba con todo lo que le causara un escozor en la entrepierna. Tal vez este fue el germen de la censura practicada en los siglos posteriores, que siempre permitió el inocente desfogue del deseo en las lecturas públicas y, después, en las lecturas privadas cuando despegó la industria del libro. No había nada en esta literatura que infringiera las leyes divinas.
Hay periodos históricos en los que las fantasías del cuerpo se representan y difunden con generosidad, mientras que en otras se muestran y circulan con mesura. Generalmente, se cree que este vaivén de escasez y abundancia se debe a la censura que ejercen las sociedades de acuerdo a su ideología y sus costumbres. Esta idea es engañosa, baste citar como ejemplos de la exuberancia de la literatura erótica al siglo XVI (Ragionamenti, de Pietro Aretino, Los cien relatos, de Antoine La Sale, Pantagruel y Gargantúa, de Rabelais, etcétera); el Anciene Régime(los cuentos de hadas eróticos, los libelos exponiendo la vida íntima de Madame Du Barry, Las memorias de Fanny Hill, de John Cleland y todo Sade, etcétera); las últimas décadas del siglo XIX (la erotología oriental, Sir Herbert Spencer Ashbee y una cantidad fabulosa de autores dedicados a la las novelas de flagelación, La venus de las pieles, de Leopold von Sacher Masoch, etcétera) o la primera mitad del siglo XX (Pierre Louÿs; Señor Venus, de Rachilde; Collete y sus diarios de Claudine; Delta de Venus, de Anaïs Nin; Historia de O, atribuida a Pauline Réage; Emmanuelle, D. H Lawrence, Henry Miller, etcétera). Cuando se observan los periodos en que fueron escritas las anteriores obras del erotismo, uno puede notar fácilmente que es imposible pensar en la censura como causa directa de la proliferación de literatura erótica en una época determinada, pues equivaldría a meter en el mismo saco los textos voluptuosos del siglo XVI, periodo de costumbres relajadas, y los del Antiguo Régimen, donde se persiguió ferozmente y encarceló a quienes hicieron de los excesos una filosofía.
En su ensayo “Ortodoxia y heterodoxia en las alcobas”, Carlos Monsiváis propone dos causas para la multiplicación de la literatura licenciosa: el paulatino paso de la catolicidad a la laicidad, camino que seguimos recorriendo para actuar de acuerdo con nuestras convicciones y no como las determina la religión. Creo que Monsiváis tiene toda la razón: la expresión del deseo ha progresado precisamente en los momentos históricos en que se ha hecho un ajuste de cuentas con la práctica dogmática y el poder de la Iglesia. Los medios de comunicación disponibles en las diferentes sociedades son la segunda causa, but of course, para que los anaqueles de las librerías de una época precisa de pronto estén saturados con textos que describen escenas de alcoba. Son los medios aquellos que extienden, masifican y socializan la expresión de la sexualidad.
Antes del siglo XX, a la literatura que describe los goces del cuerpo se le consideró un pasatiempo, no cuestionó el orden establecido. Esa fue la razón por la que se convirtió en un fenómeno de masas desde el siglo XVIII, cuando la edición y la distribución, aunque fueran clandestinas, ya se habían consolidado. Se puede decir que la literatura erótica se desarrolló a la par que la industria de la palabra escrita. Los empresarios que producían libros, único medio de difusión de aquellas épocas, comprendieron que existían lectores ansiosos por espiar lo que sucedía en los aposentos reales y en las tabernas como reacción a la represión del deseo, pero también entendieron que cuando las normas y las costumbres se volvían permisivas, podían tener un mercado más amplio para el producto erótico. No había pierde. La literatura erótica se convirtió en un negocio redondo. Para muestra un botón: en Edición y Subversión. Literatura clandestina del Antiguo Régimen, Robert Darnton proporciona una lista de los pedidos hechos de un librero de Poitiers a su proveedor en Suiza: Venus en el claustro o la monja en camisa, Memorias de Mme., la marquesa de Pompadour, Teresa filósofo, Margot la cantinera, La cristiandad al desnudo.
La literatura voluptuosa siempre ha tenido una excelente aceptación tanto en sociedades conservadoras como en las liberales. Con el paso de los siglos, son muchos los hechos sociales que han permitido aumentar la libertad de expresión, y, por consecuencia, hay una mayor presencia de textos licenciosos; sin embargo, y a pesar del proceso de secularización que se ha experimentado en muchos países católicos, el fondo no ha cambiado: los escritos que aplauden las relaciones heterosexuales superan la censura, mientras que aquellos que se alejan de los preceptos morales se condenan al ostracismo para no alejar al lector del camino hacia la virtud. Que en la actualidad haya libertad de expresión no significa que se hayan eliminado las normas morales heredados de otras épocas. Hoy, la censura se ha vuelto taimada y apela al bon goût para clasificar una obra como erótica o pornográfica. ¿Descripciones precisas, detalladas, casi gráficas, animales? Está usted leyendo pornografía y en esta época no es políticamente correcto. ¿Exposición sugerente, metafórica, casi alada? Lo felicito, está usted leyendo una obra de erotismo contemporáneo donde no se describe el deseo sin freno ni se reflexiona sobre su esencia como lo hizo Bataille, Miller o Mandiargues.
Desde luego, que cuando la libertad de expresión es mayor, también crece la explotación de la temática erótica no sólo en la literatura, sino en todos los campos del arte y de la vida diaria. “Talk me dirty”, oigo en el radio; “Nueve errores que no debes cometer cuando tienes sexo en la regadera”, leo en la portada de una revista de moda; observo una mujer de senos opíparos sonriendo desde el aviso oportuno que promete enseñarle a quien se comunique a su teléfono cómo usar los juguetes sexuales más novedosos. Cuando me enfrento a todo lo anterior en una sola mañana, supongo que estoy en el mejor de los mundos posibles donde todo se puede decir y, además, se puede comunicar al instante con las nuevas tecnologías. ¿Será que el marketing ha creado un universo de mentiras para los losers, aquellos que no participan de los dictados culturales vigentes y de las normas morales que todavía no nos sacudimos por completo? ¿Será que el verdadero deseo se ha quedado mudo por obsceno y escandaloso? Son preguntas para las que no tengo respuesta. Lo que sí sé es que hay un extraño estremecimiento de miedo en la sociedad actual que tiene que ver con todo lo que se publica, con lo que se ve en las pantallas de la TV, en el cine y en el monitor de las computadoras. Ingenuamente, se cree que los valores morales que han reprimido la sexualidad durante siglos están a punto de desaparecer. No lo creo. Ahí siguen, agazapados, ofreciendo un universo paralelo donde el sexo está entronizado y nos obliga a creer que estamos liberados de la tortura del deseo, donde vigila que cada contenido ofrecido por los medios apuntale su imperio.
A finales de los 70, se convocó por primera vez al Premio La Sonrisa Vertical y se suspendió en 2004. Parece increíble que en épocas donde el sexo es omnipresente la principal colección de literatura erótica salga de las librerías. Según los editores no hubo más convocatorias porque los textos recibidos no tenían calidad literaria alguna. Ese tipo de literatura erótica es precisamente la que siempre circuló con libertad en todos los siglos. El público que siempre quiere entretenimiento lo encontrará entre títulos como Diarios de una ninfomaníaca,Cómeme, 50 sombras de Grey, Pídeme lo que quieras, Los 100 golpes y un largo etcétera. Aunque ya no existan los Infiernos, la literatura que integra más niveles de experiencia a los juegos de alcoba no está en el Top 10 de los libros más vendidos. Como siempre, la industria, los medios de comunicación, la mojigatería producen pasatiempos. En el ensayo “Lenguaje y silencio”, George Steiner dice acerca de nuestro tiempo y la literatura licenciosa: “Donde todo se puede decir gritando, se pueden decir cada vez menos cosas en voz baja”. Y sí, ni el sultán de Las Joyas indiscretas podría obtener una confesión real del deseo de la pornografía edulcorada que hoy circula.
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