Letras Libres
José Miguel Oviedo
Estoy seguro de no equivocarme al considerar al brasileño Rubem Fonseca (Minas Gerais, 1925) uno de los más grandes narradores latinoamericanos de nuestro tiempo, y también uno de los más fecundos. Durante más de cuarenta años ha producido libros de gran originalidad y de perturbadora belleza. Su vasta obra cubre los géneros del cuento y la novela, pero también, ocasionalmente, la crónica (La novela murió, 2008) y una forma muy singular de memorias o “recuerdos atropellados” a los que tituló José (2011).
No comparto la opinión generalizada de que Fonseca es mejor cuentista que novelista. El lector puede sacar sus propias conclusiones después de leer las novelas El caso Morel (1973), Agosto (1990) y Grandes emociones y pensamientos imperfectos (1988), que muestran su habilidad para tejer tramas de gran complejidad conceptual y estructural, con las que diseña un mundo febril y vertiginoso.
Las historias de Fonseca caen, casi siempre, dentro de los formatos narrativos del género negro, el thriller, la novela policial; es decir, con personajes representantes del orden (como el policía o el detective) que enfrentan a los que lo violan. Este esquema está presente en sus relatos, pero con una significativa serie de variantes, la más decisiva de las cuales es el sustrato anárquico: en el terrible mundo de Fonseca todo está perdido de antemano y para siempre. Sus personajes actúan atraídos por el irresistible impulso del mal. Esto refleja tanto la temprana experiencia del autor como comisario policial y sus estudios de derecho penal que le dieron una visión interna del mundo delincuencial y de las limitaciones para combatirlo dentro del marco de la ley. (En un viaje a Brasil conocí a Fonseca. Nos encontramos en un bar de las playas de Río de Janeiro. Allí, animados por unas caipirinhas, le pregunté por qué el asesino en serie de El cobrador (1979) apuntaba siempre “al tercer botón de la camisa”. Con precisión de médico legista, Fonseca me explicó que ese disparo caería sobre el esternón, que al fragmentarse en mil pedazos, como afilados cuchillos de hueso, podrían perforar los pulmones, el corazón, el estómago y otros órganos vitales. Sobrevivir era imposible.) Esa experiencia le permitió ver cómo esa pugna se entreteje con las contradicciones de una sociedad como la brasileña, en la que hay enormes desigualdades que permiten la compra y venta del sistema penal, de cuyos engranajes siempre se escapan los ricos y poderosos mientras los marginados quedan atrapados entre sus ruedas. El cinismo y la sangre fría con la que se ejecutan los crímenes en su obra son característicos del autor; no hay ni un rastro de remordimiento en sus personajes, ni nada que les impida regodearse en el placer morboso de sus fechorías.
El género noir suele ser considerado una especie de subgénero literario, hecho para el puro entretenimiento y afín a los gustos populares. Se podrían invocar los casos de Raymond Chandler y Georges Simenon entre los que dieron al género una gran calidad artística. Aunque el más alto ejemplo es Borges, quien hizo magistrales versiones paródicas del género en “El jardín de senderos que se bifurcan”, “La muerte y la brújula” o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Fonseca, por su parte, suele dar a sus historias un trasfondo intelectual, científico o literario que las convierten en algo más que meras aventuras policiales, pues las ahonda con meditaciones sobre la condición humana y, especialmente, sobre el impulso sexual, que ve como una fuerza imposible de frenar e irremediablemente insensata. Pueden invocarse como sus antecedentes literarios más directos al Marqués de Sade (quizá la más sadiana de sus obras sea Del fondo del mundo prostituto solo amores guardé para mi puro, 1997) y a Georges Bataille; en el campo del arte a Hans Bellmer, en el de la fotografía a Helmut Newton y en el del cine a Luis Buñuel.
El efecto escalofriante que sus historias producen se incrementa porque se evitan las complicaciones accesorias al diseño esencial del relato (técnica que aprendió como guionista de cine); es decir, nos sentimos de inmediato arrastrados por el vórtice de la trama. Este procedimiento in medias res se complementa con otro estilístico: el lenguaje totalmente funcional, casi indiferente al torrente emocional que se descarga sobre nosotros. No falta ni sobra ni una palabra y el ajuste verbal a lo que se narra es completo, sin desperdicio ni demoras innecesarias.
El lector podrá comprobarlo consultando cualquiera de los libros del autor, donde encontrará infinitas variantes de ese mismo patrón narrativo. Quizá los que tenga ahora a la mano sean dos de los títulos de cuentos publicados en español por Cal y Arena en 2012 y 2014 respectivamente: Axilas y otras historias indecorosas (2011) y Amalgama (2013). El primero alude a la perversión sexual que sufre el protagonista del cuento homónimo, que cree que: “La axila de una mujer tiene una belleza misteriosamente inefable que ninguna otra parte del cuerpo femenino posee. La axila, además de atractiva, es poética.” Ninguno de estos dos libros contiene solo relatos policiales; algunos narran dramáticas historias sobre ambientes y personajes que salen del mundo marginal donde domina la extrema pobreza como único horizonte social, como “Zapatos”. Otros, como el notable “La enseñanza de la gramática”, nos presenta, con filosa ironía, el diálogo en la cama de una pareja sobre cuestiones de retórica que de súbito desemboca en una inesperada revelación. Uno de los mejores cuentos de Axilas es “Belleza”, en el que la acción criminal en la que se empeña un hombre es la consecuencia de una cuestión filosófica, que le plantea una mujer: ¿envejece el alma igual que el cuerpo? “Ventana sin cortina” es un clásico relato policiaco –que recuerda un poco a La ventana indiscreta de Hitchcock– en el que un hombre espía desde su departamento a una muchacha que en otro piso se pasea semidesnuda. El frío esquema policiaco suele acompañarse de reflexiones autorales que citan obras literarias o filosóficas: se cita a Poe, Steiner, Adorno, Goethe, Rousseau, Dickens, Cioran... Este último es mencionado en “La mujer del ceo” cuando el personaje recuerda que el filósofo rumano afirmaba que “la lucidez vuelve al individuo incapaz de amar”.
La amalgama a la que seguramente se refiere Fonseca en su libro homónimo es la alternancia entre el género narrativo y el poético. Aunque podemos encontrar cuentos que fallan porque generan una expectativa que el desenlace abrupto no llega a satisfacer del todo (por ejemplo, “Devaneo”), hay otros textos de altísima calidad literaria. Algunos cultivan el humor negro y el gusto por lo absurdo (“Perspectivas”, “João y María”) que ofrecen una visión distorsionada de lo que llamamos vida moderna. Si tuviese que elegir el mejor relato del volumen, me quedaría con “El aprendizaje”, que usa elementos del relato policiaco, pero en este caso el delito no atenta contra una vida: consiste en la destrucción de un original literario. Además, el autor introduce con maestría un elemento de carácter fantástico o milagroso del que me abstengo de dar detalles.
El 11 de mayo Rubem Fonseca cumple noventa años. Que estas líneas sirvan de modesto homenaje a un escritor de veras excepcional.
No comparto la opinión generalizada de que Fonseca es mejor cuentista que novelista. El lector puede sacar sus propias conclusiones después de leer las novelas El caso Morel (1973), Agosto (1990) y Grandes emociones y pensamientos imperfectos (1988), que muestran su habilidad para tejer tramas de gran complejidad conceptual y estructural, con las que diseña un mundo febril y vertiginoso.
Las historias de Fonseca caen, casi siempre, dentro de los formatos narrativos del género negro, el thriller, la novela policial; es decir, con personajes representantes del orden (como el policía o el detective) que enfrentan a los que lo violan. Este esquema está presente en sus relatos, pero con una significativa serie de variantes, la más decisiva de las cuales es el sustrato anárquico: en el terrible mundo de Fonseca todo está perdido de antemano y para siempre. Sus personajes actúan atraídos por el irresistible impulso del mal. Esto refleja tanto la temprana experiencia del autor como comisario policial y sus estudios de derecho penal que le dieron una visión interna del mundo delincuencial y de las limitaciones para combatirlo dentro del marco de la ley. (En un viaje a Brasil conocí a Fonseca. Nos encontramos en un bar de las playas de Río de Janeiro. Allí, animados por unas caipirinhas, le pregunté por qué el asesino en serie de El cobrador (1979) apuntaba siempre “al tercer botón de la camisa”. Con precisión de médico legista, Fonseca me explicó que ese disparo caería sobre el esternón, que al fragmentarse en mil pedazos, como afilados cuchillos de hueso, podrían perforar los pulmones, el corazón, el estómago y otros órganos vitales. Sobrevivir era imposible.) Esa experiencia le permitió ver cómo esa pugna se entreteje con las contradicciones de una sociedad como la brasileña, en la que hay enormes desigualdades que permiten la compra y venta del sistema penal, de cuyos engranajes siempre se escapan los ricos y poderosos mientras los marginados quedan atrapados entre sus ruedas. El cinismo y la sangre fría con la que se ejecutan los crímenes en su obra son característicos del autor; no hay ni un rastro de remordimiento en sus personajes, ni nada que les impida regodearse en el placer morboso de sus fechorías.
El género noir suele ser considerado una especie de subgénero literario, hecho para el puro entretenimiento y afín a los gustos populares. Se podrían invocar los casos de Raymond Chandler y Georges Simenon entre los que dieron al género una gran calidad artística. Aunque el más alto ejemplo es Borges, quien hizo magistrales versiones paródicas del género en “El jardín de senderos que se bifurcan”, “La muerte y la brújula” o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Fonseca, por su parte, suele dar a sus historias un trasfondo intelectual, científico o literario que las convierten en algo más que meras aventuras policiales, pues las ahonda con meditaciones sobre la condición humana y, especialmente, sobre el impulso sexual, que ve como una fuerza imposible de frenar e irremediablemente insensata. Pueden invocarse como sus antecedentes literarios más directos al Marqués de Sade (quizá la más sadiana de sus obras sea Del fondo del mundo prostituto solo amores guardé para mi puro, 1997) y a Georges Bataille; en el campo del arte a Hans Bellmer, en el de la fotografía a Helmut Newton y en el del cine a Luis Buñuel.
El efecto escalofriante que sus historias producen se incrementa porque se evitan las complicaciones accesorias al diseño esencial del relato (técnica que aprendió como guionista de cine); es decir, nos sentimos de inmediato arrastrados por el vórtice de la trama. Este procedimiento in medias res se complementa con otro estilístico: el lenguaje totalmente funcional, casi indiferente al torrente emocional que se descarga sobre nosotros. No falta ni sobra ni una palabra y el ajuste verbal a lo que se narra es completo, sin desperdicio ni demoras innecesarias.
El lector podrá comprobarlo consultando cualquiera de los libros del autor, donde encontrará infinitas variantes de ese mismo patrón narrativo. Quizá los que tenga ahora a la mano sean dos de los títulos de cuentos publicados en español por Cal y Arena en 2012 y 2014 respectivamente: Axilas y otras historias indecorosas (2011) y Amalgama (2013). El primero alude a la perversión sexual que sufre el protagonista del cuento homónimo, que cree que: “La axila de una mujer tiene una belleza misteriosamente inefable que ninguna otra parte del cuerpo femenino posee. La axila, además de atractiva, es poética.” Ninguno de estos dos libros contiene solo relatos policiales; algunos narran dramáticas historias sobre ambientes y personajes que salen del mundo marginal donde domina la extrema pobreza como único horizonte social, como “Zapatos”. Otros, como el notable “La enseñanza de la gramática”, nos presenta, con filosa ironía, el diálogo en la cama de una pareja sobre cuestiones de retórica que de súbito desemboca en una inesperada revelación. Uno de los mejores cuentos de Axilas es “Belleza”, en el que la acción criminal en la que se empeña un hombre es la consecuencia de una cuestión filosófica, que le plantea una mujer: ¿envejece el alma igual que el cuerpo? “Ventana sin cortina” es un clásico relato policiaco –que recuerda un poco a La ventana indiscreta de Hitchcock– en el que un hombre espía desde su departamento a una muchacha que en otro piso se pasea semidesnuda. El frío esquema policiaco suele acompañarse de reflexiones autorales que citan obras literarias o filosóficas: se cita a Poe, Steiner, Adorno, Goethe, Rousseau, Dickens, Cioran... Este último es mencionado en “La mujer del ceo” cuando el personaje recuerda que el filósofo rumano afirmaba que “la lucidez vuelve al individuo incapaz de amar”.
La amalgama a la que seguramente se refiere Fonseca en su libro homónimo es la alternancia entre el género narrativo y el poético. Aunque podemos encontrar cuentos que fallan porque generan una expectativa que el desenlace abrupto no llega a satisfacer del todo (por ejemplo, “Devaneo”), hay otros textos de altísima calidad literaria. Algunos cultivan el humor negro y el gusto por lo absurdo (“Perspectivas”, “João y María”) que ofrecen una visión distorsionada de lo que llamamos vida moderna. Si tuviese que elegir el mejor relato del volumen, me quedaría con “El aprendizaje”, que usa elementos del relato policiaco, pero en este caso el delito no atenta contra una vida: consiste en la destrucción de un original literario. Además, el autor introduce con maestría un elemento de carácter fantástico o milagroso del que me abstengo de dar detalles.
El 11 de mayo Rubem Fonseca cumple noventa años. Que estas líneas sirvan de modesto homenaje a un escritor de veras excepcional.
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