Jornada Semanal
Gustavo Ogarrio
para Paula y José, vampirizados ya por la crónica
La crónica homoerótica en la era casi apocalíptica del sida
Entre la literatura testimonial y el periodismo narrativo, la crónica hace posible que las claves de interpretación del instante histórico que vivimos se presenten como algo más que una suma de coyunturas. La crónica latinoamericana de las últimas décadas impacta en tres ámbitos de la lectura y la escritura: requiere en primer plano de un lector no letrado, un lector implícito que pertenezca más a una articulación entre cultura popular, cultura de masas y política, que a la autoridad de un lector consolidado en el manejo de los géneros literarios tradicionales o simplemente culto; transforma el arquetipo mismo de la literatura al fusionar el periodismo narrativo con una enfática voluntad artística en el manejo de la prosa; le da plena autonomía tanto al género de la crónica como al cronista. El colombiano Alberto Salcedo lo ha expresado de la siguiente manera: “Los escritores de ficción no son más importantes, per se, que los de no ficción, sólo porque imaginan sus argumentos en lugar de apegarse literalmente a los hechos y personajes de la vida real.” O quizá enfrentamos la terminación de la paradoja sobre el origen de la literatura americana expresada por Alfonso Reyes, al reconocer que la crónica es uno de los “géneros nacientes” de nuestra literatura, aunque no corresponda por sus fines a las “bellas artes”. Martín Caparrós resume el nuevo punto de partida de la crónica en nuestra época: pertenece a “cierto periodismo” que ya es una rama de la literatura.
Pedro Lemebel (1955-2015), quizá el cronista más estridente, poético y acerbo de las últimas décadas en América Latina, diversificó los usos de la crónica al insertarla en el ámbito de la cultura popular y la política, al encuadrarla en una crítica a la cultura de masas entendida como el cautiverio de los estereotipos contra la homosexualidad y el travestismo, pero también como la fuente de una semiótica de la apropiación carnavalesca y trágica de esos mismos estereotipos, tal y como él mismo la describe: “Toda una narrativa popular del loquerío que elige seudónimos en el firmamento estelar del cine. Las amadas heroínas, las idolatradas divas, las púberes doncellas, pero también las malvadas madrastras y las lagartas hechiceras… La poética del sobrenombre gay generalmente excede la identificación, desfigura el nombre, desborda los rasgos anotados en el registro civil.”
La poética narrativa de Lemebel confirma esta transferencia de símbolos y significados provenientes también de las pantallas de televisión y de la radio, al narrar ciertos giros de la identidad erótica y prostibularia que se deciden a adoptar el perfil de las personalidades de la época, en el contexto de exterminio aleatorio que deja el sida en los años ochenta del siglo XX: “Ella sola se puso Madonna, antes tenía otro nombre. Pero cuando la vio por la tele se enamoró de la gringa, casi se volvió loca imitándola, copiando sus gestos, su risa, su forma de moverse. La Madonna tenía cara de mapuche, era de Temuco, por eso nosotros la molestábamos… Pero ella no se enojaba, a lo mejor por eso se tiñó el pelo de rubio, rubio, casi blanco. Pero ya el misterio le había debilitado las mechas.” El “misterio” del VIH, pero también el de la vulnerabilidad homosexual y travesti ante la avalancha de la “plaga” como una nueva forma de “colonización por el contagio”, como una herida que parecía apenas visible ante la memoria de una herida mayor en Chile: el Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973.
Lemebel amplía la evocación narrativa del Golpe al hacer evidentes los gestos íntimos de la época de la dictadura, al estampar en el lienzo del Once su preámbulo de noches casi esperpénticas, con “damas rubias” y “señoras ricas” que golpean con sus pulseras y alhajas para pedir a gritos que estalle La Moneda y terminar, de una vez por todas, con el “escándalo bolchevique” del gobierno de Salvador Allende. Lemebel también registra ese otro mundo de la prostitución gay y de las “locas” sidadas y apaleadas por los clientes, que pestañean por las calles del arrabal de un “Santiago nazi” al tiempo que intentan ocultar con el maquillaje sus grandes hematomas en el rostro, la danza mortal de los cuerpos coagulados por el VIH que dictan su última voluntad de melodrama popular y casi imposiblemente trágico: “Mil Madonnas revoloteaban a la luz de cagada de moscas que amarilleaba la pieza, reiteraciones de la misma imagen infinita, de todas formas, de todos los tamaños, de todas las edades; la estrella volvía a revivir en el terciopelo enamorado del ojo coliza. Hasta el final, cuando no pudo levantarse, cuando el sida la tumbó en el colchón hediondo de la cama. Lo único que pidió cuando estuvo en las despedidas fue escuchar un cassette de Madonna y que le pusieran su foto en el pecho.”
En su libro Loco afán. Crónicas del sidario, Lemebel documenta las mil y una muertes que deja el sida en la era neoliberal. Las jeringas, el AZT, el sarcoma, los símbolos de la plaga que se enfrentan a la dignidad camaleónica de los gays, de los travestis y de una moral homosexual de la emergencia que deja en los nombres artísticos de sus propias “estrellas” sidadas un testimonio de su renuencia a morir de manera solemne, tan sólo para arrebatarle al patriarcado exterminador la última palabra sobre la vida: la Desesperada… la Cuando No… la Carmen Miranda… la Totó… la Tacones Lejanos… la Licuadora… la Ilusión Marina… la Perestroika... la María Sarcoma… El sobrenombre “empluma, enfiesta, traviste, disfraza, teatraliza o castiga la identidad”. Loco afán es un libro cuya unidad narrativa está también marcada por el catálogo de cuerpos sidados y narrados que van desapareciendo, como si el poder desaparecedor de la dictadura encontrara un aliado en el VIH, como si el travestido y su carnaval de anos, penes y muslos fueran también “formas ilícitas” de un deseo sexual que resiste, a su manera, el embate cotidiano y policíaco de la dictadura. Para Jean Franco, las “instantáneas verbales de las víctimas del sida” de Lemebel transforman la epidemia potencialmente trágica en una farsa, “cuerpos dolientes” grotescamente macerados por los “traumas de la subjetividad” dentro de la globalización pero temerariamente dignos en su caída humanizada por el maquillaje exasperado, el taconeo travestido y los pestañeos platinados ante la muerte. Lemebel y sus testimonios insobornables en la era neoliberal del VIH: “la plaga es una luciérnaga errante por los arrabales de Santiago”.
El narrador de la transición chilena y su arqueología de la pobreza
Pedro Lemebel nació en el Zanjón de la Aguada, una de las “poblaciones”, ciudades perdidas, de los suburbios del Santiago de Chile de los años cincuenta del siglo XX. Su lugar de nacimiento se transformó en uno de los puntos de partida de su narrativa, en su propia “arqueología de la pobreza”, y de una prosa absolutamente poética: “Y si uno cuenta que vio la primera luz del mundo en el Zanjón de la Aguada ¿a quién le interesa? ¿A quién le importa?... Más aún a los que no saben, ni sabrán nunca, qué fue ese piojal de la pobreza chilena… Y a partir de ese sólido barro, fue armando el nido garufa que en pleno invierno cobijó mi niñez y le dio alero a mi núcleo parental.” Para Lemebel, infancia no es destino sino desfiguración del presente; la evocación de ese amanecer infantil en medio del lodazal proleta y de la “leche turbia” del Zanjón le dan al cronista poderes metaletrados o infrapopulares: Lemebel se afirma como un artista y narrador popular que no tiene la obligación de ser culto. En este sentido, Lemebel se emparenta con Roberto Arlt, Osvaldo Lamborghini y con pensadores como el mismo José Revueltas: una tradición de escritores latinoamericanos que se mantienen en la “lucha real” contra los efectos económicos y subjetivos del capitalismo, y que de paso se sacuden el tufo suntuario del arquetipo de escritor letrado.
Sin embargo, el escritor con el que mayor afinidad establece Lemebel es Carlos Monsiváis. En el prólogo al libro de crónicas La esquina es mi corazón, titulado “Pedro Lemebel: el amargo, relamido y brillante frenesí”, Monsiváis establece tres criterios para comprender la obra de Lemebel: “Se trata de una literatura de la ira reivindicatoria… de la experimentación radical… de la incorporación festiva y victoriosa de la sensibilidad proscrita.” Junto con el poeta Néstor Perlongher, Lemebel es para Monsiváis un escritor de atmósferas barrocas muy cercanas al mismo Lezama Lima: “En Lemebel, la intencionalidad barroca es menos drástica, menos enamorada de sus propios laberintos, igualmente vitriólica y compleja, igualmente abominadora del vacío, pero menos centrada en el deslumbramiento del vocabulario que es la forma exhaustiva.”
Pedro Lemebel: deslumbrante artista total de la escena más proletaria chilena. Con Francisco Casas alteró el “uso burgués” del perfomance y lo transformó en una feroz cachetada de terciopelo contra la moral implacable, solemne y patriarcal, de la sociedad chilena en pleno fin de la dictadura y de transición a la democracia, esto al crear en 1987 el colectivo artístico de las Yeguas del Apocalipsis: artes plásticas, fotografía, instalación, performance, subversión audiovisual de la moral victoriana de la época. Sobre las Yeguas del Apocalipsis, el mismo Casas ha transformado en ficción novelizada su alcance perturbador: “La osadía de las Yeguas del Apocalipsis, como se hacían llamar, muchas veces puso en peligro incluso la veracidad del regreso a la democracia. Como la vez que llegaron al teatro Cariola interrumpiendo la proclamación presidencial de Patricio Aylwin, trepándose al escenario vestidas de vedettes o algo así… besaron a la fuerza y en la boca al futuro ministro de Educación, Ricardo Lagos” (Francisco Casas, Yo, yegua). Los besos de Lemebel fueron también una constante en su obra narrativa yperformativa. Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Manu Chao y el mismo Joan Manuel Serrat fueron los blancos perfectos de un besuqueo con “sabor a hierba”; “besos de fuego” que Lemebel coleccionaba para perfomancear y narrar su propio frenesí del reconocimiento político, la homosexualidad que juntaba violentamente sus labios con la “sed carmesí” del chupón patriarcal en su versión “progre”. Lemebel fue un coleccionista de lugares, canciones y un retratista narrativo de personalidades de la cultura política y popular: Sybila Arredondo, Carmen Soria, Gladys Marín, Marcia Alejandra, Luca Prodan, Lucho Gatica, Rock Hudson, Fredy Mercury, Lucho Barrios… la Plaza Italia, la Plaza de Armas, amores narrados desde Arica, Iquitos, La Habana… serenatas sentimentales en medio de la estridencia glam o de la balada de un rock homosexual que todavía, a finales del siglo XX, no se atrevía a gritar su nombre.
Pedro Lemebel fue también el gran cronista de la transición chilena, que narró su tiempo a través de una prosa de matizados alcances barrocos: abundante pero nunca ensimismada, delirante pero puntualmente poética y política, de sintaxis retorcidamente artística y al filo siempre del frenesí melodramático, pero ineludiblemente trágica. Basta citar el comienzo de su crónica “Baba de caracol en terciopelo negro” en la que describe, con ese poder narrativo de barroco infra-urbano, la atmósfera y la acción libidinales de un cine de bajos fondos que proyecta una película de Bruce Lee: “Más adentro, cruzando el umbral de cortinaje raído la manga algodonosa que rodea a tientas, a ciegas, a flashazos de pantalla el pasillo relumbra como baba de caracol en terciopelo negro. Ni siquiera el tiraje luminoso del acomodador que pulsa la linterna y recorta con luz sucia un giro de espaldas, un brillo de cierre eclair, una mano presurosa que suelta el comando, sólo por rutina, porque el acomodador sabe que esa es la función y de lo contrario nadie viene a ver a Bruce Lee porque lo tienen en video.”
Lemebel relató el mosaico demencial de un país como Chile, que fue de una dictadura de exterminio y desaparición a una democracia enamorada del cotilleo aldeano, de la simulación perfumada del presente político y de una armonía linajuda que prefirió olvidar –sin acto alguno de justicia y en medio de la impunidad de torturadores y desaparecedores– el pasado inmediato de terror para museificara los muertos y a la memoria misma: “el coro de la convivencia social parece campanear en el sonido de las copas”. En su magnífica crónica “La inauguración del Museo de la Solidaridad Salvador Allende”, Lemebel le toma el pulso a la entonces recién estrenada transición chilena y, en tres actos y un epílogo, abre la cortina del show cultural de la convivencia “civilizada” entre derechistas y exmiristas, los pechos perfumados del jet set pinochetista que tiene que “tolerar” a las personalidades del allendismo, entre ellas a Hortensia Bussi, viuda de Allende. La transición democrática fue también una “embriagante atmósfera de cóctel”, el frenesí de la nueva clase política que “irradia esa popularidad de rating” en aquel “festín democrático” del olvido: “En estas reuniones del jet-piojo, se amasa coquetamente el espectro artístico-político del país, saludándose con la boca chueca (‘Qué bien le hizo el exilio a este marxista rotoso’), apretándose la mano mientras comentan en voz baja (‘Por dios qué gorda que está la Titi. Pura depresión, linda, pura depresión’).”
Pedro Lemebel: la huella de nuestro sublime carnaval de la dignidad postdemocrática en América Latina; el pestañeo platinado de la crónica que es también la voz estridente de las minorías: “Para vivir mejor la escarcha indiferente de estos tiempos, vale dormirse soñando que el Tercer Mundo pasó por un zapatito roto, que naufragó en la corriente del Zanjón de la Aguada, donde un niño guarisapo nunca llegó a ser princesa narrando la crónica de su interrumpido croar.”
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