Laberinto
José de la Colina
Querido Fernando:
Celebro con alegría que el espíritu
de Rulfo (quiéranlo o no los herederos, que al parecer se proponen registrar a
Juan como mera propiedad privada cuando ya es patrimonio universal) haya
soplado a través del jurado del premio de la Feria Internacional
del Libro de Guadalajara y que tal areópago te haya otorgado el muy merecido,
desde hace mucho, galardón estelar: el más importante, creo, de todos los de
tal suerte instituidos en la
América de habla española, y te hago saber que desde que supe
la noticia quise, a modo de homenaje, de ovación individual e íntima, releer
algo tuyo, algo del tiempo en que nos conocimos, como si se tratara de volver a
esa época fundacional de una amistad que si la memoria no me hace trampa
comenzó hacia 1957 en esta Ciudad de México (que aún no era Esmógico City) en la casa temporal de nuestro común amigo colombiano y también escritor Antonio Montaña, que, lo sabes, no es un seudónimo o heterónimo mío sino alguien de carne y hueso (“y un pedazo de pescuezo”, según decía un folclor colegial), a la cual casa en la avenida Sonora casi esquina con avenida Chapultepec llegaste allá por 1956 o 1957 cuando sentados Antonio y yo frente a frente, con mesa, papelerío y máquinas de escribir de por medio, tecleábamos nuestros presuntuosos largos párrafos narrativos dizque conradianos, dizque proustianos, dizque faulknerianos, que de cuando en cuando nos leíamos en voz alta el uno al otro pues competíamos en escribir, a fuerza de gerundios y conjunciones, de incisos y paréntesis, de estirones de la sintaxis, las oraciones más largas (en ocasiones de más de una cuartilla y aún más), y en una pausa del furioso y gozoso tecleo nos dijiste que acababas de escribir unos cuantos sonetos “algo barrocos” que nos leíste ya con la buena voz de locutor en español de la BBC que un día serías en Londres, sonetos en los que ya entonces advertimos tu loco amor por las palabras (pero había método en tu locura, diría el William paradigmático), esa serena furia que, aun en cuartetos y tercetos, y desde los canónicos catorce versos de once sílabas con acento en la sexta de todo soneto leal al género, ejercía un bien llevado delirio verbal, una escritura automática moldeada por la imperiosa rima, más alguna leve intrusión de un neovocablo, como ocurre en ese padre paraguas muy de recomendar a los dolidos de cotidiana música demasiado amorosa, a los aquejados de mañana gris y lloviznosa, a los heroicos cursis extraviados en la ciudad, esos lectores de nubes malignas y de tiernamente chantajistas miradas de perro transeúnte, y aquí va el poema en la totalidad de sus minúsculas: “mi corazón mojado solicita/ ser hijo de un paraguas cotidiano,/ y graduado en sus alas, tan temprano/ enjuagar las escuelas de visita.// en la lluvia, cerrado, se habilita/ un paraguas alférez en lo ufano,/ y a su cuello de alambre, por lluviano,/ adjudico pañuelos en la cuita.// esqueleto de barco giratorio/ que lo enjuago a lo diario y que lo tiendo/ luego de consabido lavatorio,// escurrido de estrellas lo desciendo/ y cobijo le doy en mi jolgorio,/ y a dios componedor se lo encomiendo”, pieza número siete de los nueve Sonetos de lo diario que en cuatrocientos magros y esbeltos ejemplares, con tipos Bodoni de 12/ 14 puntos, con viñeta de unicornio dibujado a partir de la espiral por Héctor Xavier, e impresos en noviembre de 1958 en el taller de los maestros tipógrafos Salido Hermanos (Medellín 36) de México, D.F., componían el número 21 de los Cuadernos del Unicornio editados por Juan José Arreola, ese extraordinario escritor y generoso suscitador de entonces jóvenes escritores como tú y yo, y que a mí en 1955 me había publicado en la colección Los Presentes un librito que a él le pareció bueno (“entre Charles Louis Philipe y Saroyan”, me dijo) pero del que prefiero callar el título, y busqué esa plaquette que, descuidado, me dedicaste “Para Pepe con todo cariño”, así, a Pepe a secas, ¡vaya: con tantos Pepes que hay por el mundo, de modo que yo no puedo fehacientemente presumir de amigo de medio siglo con el ahora premiado por el espíritu de Rulfo!, y la leí como acostumbro leer por las noches: paseando de un extremo a otro y vuelta a empezar por el breve pasillo de mi casa, leyendo en voz alta pero susurrada cuando son versos, y a veces también si es prosa, y esta vez, ay, sin que Polvorilla, mi gata inmortal ya fallecida, haya venido suavemente a morderme los tobillos, como hacía en tales ocasiones porque no me reconocía la voz lectora: era que le parecía la voz de otro, la de un impostor (aunque yo no impostaba), y recordé que entonces, es decir hace cincuenta años (“¡Ay, tiempo ingrato, qué has hecho!”, me susurra Guillén de Castro por el hotmail de la sociedad de los poetas del pasado), Antonio y yo estábamos convencidos de que tú ibas para poeta y luego, años después, nos extrañó que derivases hacia la novela, hacia las grandes novelas de chorrocientas páginas: José Trigo, Palinuro de México, Noticias del Imperio, pero qué digo, Fernando, si en realidad lo tuyo, aparte de que hayas escrito otros poemas, es hacerle a la poesía a través de la novela, poéticamente violar el género novela, y allí están, por ejemplo, en Noticias del Imperio para no ir más atrás, esos poemas en prosa que son los monólogos de Carlota, momentos de lírico delirio en los que la emperatriz de la íntima, la oscura y desvariada voz, se desangra y se mea y humea y fluye como un alborotado río de palabras, como una sucesión de arias de la locura en perpetuo fluir oscuro y relampagueante entre trozos y trozos de una documentadísima crónica que viola la Historia y la asesina para revivirla en el tiempo/ espacio de la superrealidad, y habría mucho más que decir, pero qué más decir, Fernando, pero ahora solo: ¡un abrazo, compañero del alma, compañero! (decía Miguel Hernandez, ¿te acuerdas?) (desde Río Mixcoac, a las 3 A. M. del 6 de septiembre de 2007, en ocasión de haber recibido Fernando el premio —que debía y debe seguir llamándose Juan Rulfo— de la Feria Internacional del Libro, de Guadalajara).
comenzó hacia 1957 en esta Ciudad de México (que aún no era Esmógico City) en la casa temporal de nuestro común amigo colombiano y también escritor Antonio Montaña, que, lo sabes, no es un seudónimo o heterónimo mío sino alguien de carne y hueso (“y un pedazo de pescuezo”, según decía un folclor colegial), a la cual casa en la avenida Sonora casi esquina con avenida Chapultepec llegaste allá por 1956 o 1957 cuando sentados Antonio y yo frente a frente, con mesa, papelerío y máquinas de escribir de por medio, tecleábamos nuestros presuntuosos largos párrafos narrativos dizque conradianos, dizque proustianos, dizque faulknerianos, que de cuando en cuando nos leíamos en voz alta el uno al otro pues competíamos en escribir, a fuerza de gerundios y conjunciones, de incisos y paréntesis, de estirones de la sintaxis, las oraciones más largas (en ocasiones de más de una cuartilla y aún más), y en una pausa del furioso y gozoso tecleo nos dijiste que acababas de escribir unos cuantos sonetos “algo barrocos” que nos leíste ya con la buena voz de locutor en español de la BBC que un día serías en Londres, sonetos en los que ya entonces advertimos tu loco amor por las palabras (pero había método en tu locura, diría el William paradigmático), esa serena furia que, aun en cuartetos y tercetos, y desde los canónicos catorce versos de once sílabas con acento en la sexta de todo soneto leal al género, ejercía un bien llevado delirio verbal, una escritura automática moldeada por la imperiosa rima, más alguna leve intrusión de un neovocablo, como ocurre en ese padre paraguas muy de recomendar a los dolidos de cotidiana música demasiado amorosa, a los aquejados de mañana gris y lloviznosa, a los heroicos cursis extraviados en la ciudad, esos lectores de nubes malignas y de tiernamente chantajistas miradas de perro transeúnte, y aquí va el poema en la totalidad de sus minúsculas: “mi corazón mojado solicita/ ser hijo de un paraguas cotidiano,/ y graduado en sus alas, tan temprano/ enjuagar las escuelas de visita.// en la lluvia, cerrado, se habilita/ un paraguas alférez en lo ufano,/ y a su cuello de alambre, por lluviano,/ adjudico pañuelos en la cuita.// esqueleto de barco giratorio/ que lo enjuago a lo diario y que lo tiendo/ luego de consabido lavatorio,// escurrido de estrellas lo desciendo/ y cobijo le doy en mi jolgorio,/ y a dios componedor se lo encomiendo”, pieza número siete de los nueve Sonetos de lo diario que en cuatrocientos magros y esbeltos ejemplares, con tipos Bodoni de 12/ 14 puntos, con viñeta de unicornio dibujado a partir de la espiral por Héctor Xavier, e impresos en noviembre de 1958 en el taller de los maestros tipógrafos Salido Hermanos (Medellín 36) de México, D.F., componían el número 21 de los Cuadernos del Unicornio editados por Juan José Arreola, ese extraordinario escritor y generoso suscitador de entonces jóvenes escritores como tú y yo, y que a mí en 1955 me había publicado en la colección Los Presentes un librito que a él le pareció bueno (“entre Charles Louis Philipe y Saroyan”, me dijo) pero del que prefiero callar el título, y busqué esa plaquette que, descuidado, me dedicaste “Para Pepe con todo cariño”, así, a Pepe a secas, ¡vaya: con tantos Pepes que hay por el mundo, de modo que yo no puedo fehacientemente presumir de amigo de medio siglo con el ahora premiado por el espíritu de Rulfo!, y la leí como acostumbro leer por las noches: paseando de un extremo a otro y vuelta a empezar por el breve pasillo de mi casa, leyendo en voz alta pero susurrada cuando son versos, y a veces también si es prosa, y esta vez, ay, sin que Polvorilla, mi gata inmortal ya fallecida, haya venido suavemente a morderme los tobillos, como hacía en tales ocasiones porque no me reconocía la voz lectora: era que le parecía la voz de otro, la de un impostor (aunque yo no impostaba), y recordé que entonces, es decir hace cincuenta años (“¡Ay, tiempo ingrato, qué has hecho!”, me susurra Guillén de Castro por el hotmail de la sociedad de los poetas del pasado), Antonio y yo estábamos convencidos de que tú ibas para poeta y luego, años después, nos extrañó que derivases hacia la novela, hacia las grandes novelas de chorrocientas páginas: José Trigo, Palinuro de México, Noticias del Imperio, pero qué digo, Fernando, si en realidad lo tuyo, aparte de que hayas escrito otros poemas, es hacerle a la poesía a través de la novela, poéticamente violar el género novela, y allí están, por ejemplo, en Noticias del Imperio para no ir más atrás, esos poemas en prosa que son los monólogos de Carlota, momentos de lírico delirio en los que la emperatriz de la íntima, la oscura y desvariada voz, se desangra y se mea y humea y fluye como un alborotado río de palabras, como una sucesión de arias de la locura en perpetuo fluir oscuro y relampagueante entre trozos y trozos de una documentadísima crónica que viola la Historia y la asesina para revivirla en el tiempo/ espacio de la superrealidad, y habría mucho más que decir, pero qué más decir, Fernando, pero ahora solo: ¡un abrazo, compañero del alma, compañero! (decía Miguel Hernandez, ¿te acuerdas?) (desde Río Mixcoac, a las 3 A. M. del 6 de septiembre de 2007, en ocasión de haber recibido Fernando el premio —que debía y debe seguir llamándose Juan Rulfo— de la Feria Internacional del Libro, de Guadalajara).
No hay comentarios:
Publicar un comentario