Jornada Semanal
Vilma Fuentes
Era el año de 1966.
Froylán López Narváez entregó el manuscrito de mi primera novela a
Emmanuel Carballo, quien andaba buscando “nuevos talentos” para su
naciente editorial Diógenes. Mi edad y mi escritura le interesaron.
Sería la “José Agustín femenina” y la “Françoise Sagan mexicana”. Por
fortuna, no fui ni uno ni otra, pues manuscrito, pruebas de galera y
copias fueron devorados por las llamas con mi consentimiento. Sólo me
quedaron el contrato y la maqueta de la portada de Autodestrucción, título premonitorio de esa novela.
Antes del justo enojo de Emmanuel ante este acto,
nos reímos mucho. Lo conocí en su casa de Copilco, donde vivía con Neus
Espresate. Formaban una pareja radiante, ¿no irradiaban amor? Durante
los primeros tiempos de su relación, me contó Emmanuel, Neus y él
siguieron en un mapa los avances de Castro y sus tropas en Cuba como si
fueran los de su relación amorosa.
Escuchar a Carballo durante las tardes asoleadas de
1967 era, para mí, entrar a la caverna de Alí Babá de libros. Emmanuel
conocía todos los secretos de la vida tras bambalinas del mundo
literario mexicano de la época. Mundillo descrito sin complacencias,
con sorna y, sobre todo, ingenio, donde los elogios, raros, sonaban
verdaderos, en su “Diario Público”. En persona, su sarcasmo era de una
ferocidad sólo comparable, entonces, a la de Salvador Elizondo. “Sans la liberté de blâmer, il n’y a pas d’éloge flatteur”
(Sin la libertad de vituperar, no hay elogio halagüeño), señala
Beaumarchais con esta evidencia a menudo olvidada por los autores de
interminables florilegios de panegíricos laudatorios. Virulento,
cáustico, Emmanuel arrancaba la sonrisa a los más escépticos. Su
espíritu, de la familia de Voltaire, lejos de la acidez avinagrada del
viejo Novo, se expresaba en frases lapidarias donde resonaba los ecos de
la verdad.
Carballo decidió crear una colección de
“Autobiografías”. Calibradas, había que contar su vida en cuarenta
páginas. El desafío era un vértigo y una fascinación. Los riesgos y
peligros eran muchos y mortales. Salvador Elizondo los sorteó con
verdadero genio. Su “Autobiografía” es una joya de la literatura sin
literatura. En cuarenta páginas toca el milagro del ser y el enigma del
tiempo, las interrogaciones sobre la locura y la obra de arte, su
vida, el amor, las mujeres. Cuenta su huida de los amores descompuestos
que vive con dos hermanas, el recorte de periódico que le envían a
Europa, donde aparece la noticia del suicidio atroz, degollándose, de
una de ellas. Punto y aparte genial, Salvador prosigue su relato: “La
arquitectura en Roma…”
José Agustín logra también narrar su aún corta
vida, en ese entonces, sin artificios literarios, insolente: amor y
viaje a Cuba. Pitol escribe párrafos magistrales, como ése donde habla
de Luis Prieto, sus caminatas y los encuentros insólitos en las calles
de México, momentos de epifanía que sólo se viven gracias a la magia de
Prieto.
En los años sesenta escribí una segunda
“Autobiografía” a pedido de Silvia Molina, quien deseaba renovar la
idea de tal colección. Quizás, algún día, si una autobiografía llega a
parecer aproximarse más de cerca a la inasible verdad, me decidiré a
publicar las solicitadas por Carballo, en los años sesenta, y por
Molina en los noventa.
Escribir su autobiografía es una tentación
frecuente, no sólo entre escritores, también entre personas que desean
contar su vida con la esperanza de comprenderla. La autobiografía es,
sin embargo, un ejercicio peligroso. ¿Cómo no caer en la trampa de la
complacencia vis a vis de sí mismo? Sobre todo cuando el autor se
enternece con recuerdos infantiles, sus descubrimientos de la vida, del
amor, convencido de revelar al mundo una experiencia única, sin
percatarse que esto es único sólo para él.
Riesgo más grave que la complacencia es la mala fe
de la autojustificación. Sus autores parecen, en ocasiones, librarse a
un alegato de defensa en una corte: se explica, se justifica, responde a
una acusación imaginaria. De alguna manera, quiere ser el juez de sus
actos sin dar la palabra a los otros, tratando de usurpar el papel del
tiempo e introducirse en la Historia.
Existe un ejemplo de autobiografía perfecta. Se
trata, de manera asombrosa, de una obra filosófica. En este monumento
del pensamiento, El discurso del método, René Descartes
comienza por contar su vida en unas páginas. Libro fundamental, denso
en su brevedad. Su objeto es establecer las reglas para distinguir lo
verdadero de lo falso, y Descartes se ajusta a sus propias reglas. Con
rigor y sobriedad, el filósofo expone unos cuantos hechos verdaderos de
su infancia, su educación, la formación de su espíritu, los errores
que le enseñaron, y la manera en que aprendió, poco a poco, a dudar de
todo. Los lazos entre lo vivido y el descubrimiento de su sistema de
pensamiento con un arte llevado a la perfección. No falta ninguna
palabra, ninguna está de más.
Se podría evocar también la autobiografía de Virgilio. Se halla contenida en sólo dos versos latinos: Mantua me genuit, Calabri rapuerunt, tenet nunc Parthenope…
La cuestión esencial de una autobiografía, como en
toda obra de escritura, es la búsqueda de la verdad. Un autor pretende
no tener una ambición diferente. Cumplir ese deseo es un desafío: la
verdad, como un espejismo, se aleja a medida en que se le aproxima.
Rousseau presenta sus Confesiones como el libro más sincero jamás escrito. Pero la sinceridad es una virtud moral, la verdad es un enigma indisoluble.
Esa es acaso la paradoja más misteriosa de la
literatura: la verdad se encuentra, a veces, mejor en la invención que
en un relato fiel, en apariencia, a lo real. Quizá sea necesario dar
algunos rodeos para acceder a la parte más oscura y verdadera de la
existencia. Aureliano Buendía y Úrsula tiene más realidad, son más
reales, e inolvidables que muchas personas de carne y hueso. Los
personajes de Proust siguen vivos y cada uno de ellos encarna la verdad
de su autor. Flaubert confiesa su verdad cuando dice: “Madame Bovary
soy yo.”
Pero el striptease es un arte y un don que no se da a todos. Qué le vamos a hacer: los dioses son caprichosos.
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