domingo, 25 de enero de 2015

Emmanuel Carballo y la autobiografía

25/Enero/2014
Jornada Semanal
Vilma Fuentes

Era el año de 1966. Froylán López Narváez entregó el manuscrito de mi primera novela a Emmanuel Carballo, quien andaba buscando “nuevos talentos” para su naciente editorial Diógenes. Mi edad y mi escritura le interesaron. Sería la “José Agustín femenina” y la “Françoise Sagan mexicana”. Por fortuna, no fui ni uno ni otra, pues manuscrito, pruebas de galera y copias fueron devorados por las llamas con mi consentimiento. Sólo me quedaron el contrato y la maqueta de la portada de Autodestrucción, título premonitorio de esa novela.
Antes del justo enojo de Emmanuel ante este acto, nos reímos mucho. Lo conocí en su casa de Copilco, donde vivía con Neus Espresate. Formaban una pareja radiante, ¿no irradiaban amor? Durante los primeros tiempos de su relación, me contó Emmanuel, Neus y él siguieron en un mapa los avances de Castro y sus tropas en Cuba como si fueran los de su relación amorosa.
Escuchar a Carballo durante las tardes asoleadas de 1967 era, para mí, entrar a la caverna de Alí Babá de libros. Emmanuel conocía todos los secretos de la vida tras bambalinas del mundo literario mexicano de la época. Mundillo descrito sin complacencias, con sorna y, sobre todo, ingenio, donde los elogios, raros, sonaban verdaderos, en su “Diario Público”. En persona, su sarcasmo era de una ferocidad sólo comparable, entonces, a la de Salvador Elizondo. “Sans la liberté de blâmer, il n’y a pas d’éloge flatteur” (Sin la libertad de vituperar, no hay elogio halagüeño), señala Beaumarchais con esta evidencia a menudo olvidada por los autores de interminables florilegios de panegíricos laudatorios. Virulento, cáustico, Emmanuel arrancaba la sonrisa a los más escépticos. Su espíritu, de la familia de Voltaire, lejos de la acidez avinagrada del viejo Novo, se expresaba en frases lapidarias donde resonaba los ecos de la verdad.
Carballo decidió crear  una colección de “Autobiografías”. Calibradas, había que contar su vida en cuarenta páginas. El desafío era un vértigo y una fascinación. Los riesgos y peligros eran muchos y mortales. Salvador Elizondo los sorteó con verdadero genio. Su “Autobiografía” es una joya de la literatura sin literatura. En cuarenta páginas toca el milagro del ser y el enigma del tiempo, las interrogaciones sobre la locura y la obra de arte, su vida, el amor, las mujeres. Cuenta su huida de los amores descompuestos que vive con dos hermanas, el recorte de periódico que le envían a Europa, donde aparece la noticia del suicidio atroz, degollándose, de una de ellas. Punto y aparte genial, Salvador prosigue su relato: “La arquitectura en Roma…”
José Agustín logra también narrar su aún corta vida, en ese entonces, sin artificios literarios, insolente: amor y viaje a Cuba. Pitol escribe párrafos magistrales, como ése donde habla de Luis Prieto, sus caminatas y los encuentros insólitos en las calles de México, momentos de epifanía que sólo se viven gracias a la magia de Prieto.
En los años sesenta escribí una segunda “Autobiografía” a pedido de Silvia Molina, quien deseaba renovar la idea de tal colección. Quizás, algún día, si una autobiografía llega a parecer aproximarse más de cerca a la inasible verdad, me decidiré a publicar las solicitadas por Carballo, en los años sesenta, y por Molina en los noventa.
Escribir su autobiografía es una tentación frecuente, no sólo entre escritores, también entre personas que desean contar su vida con la esperanza de comprenderla. La autobiografía es, sin embargo, un ejercicio peligroso. ¿Cómo no caer en la trampa de la complacencia vis a vis de sí mismo? Sobre todo cuando el autor se enternece con recuerdos infantiles, sus descubrimientos de la vida, del amor, convencido de revelar al mundo una experiencia única, sin percatarse que esto es único sólo para él.
Riesgo más grave que la complacencia es la mala fe de la autojustificación. Sus autores parecen, en ocasiones, librarse a un alegato de defensa en una corte: se explica, se justifica, responde a una acusación imaginaria. De alguna manera, quiere ser el juez de sus actos sin dar la palabra a los otros, tratando de usurpar el papel del tiempo e introducirse en la Historia.
Existe un ejemplo de autobiografía perfecta. Se trata, de manera asombrosa, de una obra filosófica. En este monumento del pensamiento, El discurso del método, René Descartes comienza por contar su vida en unas páginas. Libro fundamental, denso en su brevedad. Su objeto es establecer las reglas para distinguir lo verdadero de lo falso, y Descartes se ajusta a sus propias reglas. Con rigor y sobriedad, el filósofo expone unos cuantos hechos verdaderos de su infancia, su educación, la formación de su espíritu, los errores que le enseñaron, y la manera en que aprendió, poco a poco, a dudar de todo. Los lazos entre lo vivido y el descubrimiento de su sistema de pensamiento con un arte llevado a la perfección. No falta ninguna palabra, ninguna está de más.
Se podría evocar también la autobiografía de Virgilio. Se halla contenida en sólo dos versos latinos: Mantua me genuit, Calabri rapuerunt, tenet nunc Parthenope
La cuestión esencial de una autobiografía, como en toda obra de escritura, es la búsqueda de la verdad. Un autor pretende no tener una ambición diferente. Cumplir ese deseo es un desafío: la verdad, como un espejismo, se aleja a medida en que se le aproxima. Rousseau presenta sus Confesiones como el libro más sincero jamás escrito. Pero la sinceridad es una virtud moral, la verdad es un enigma indisoluble.
Esa es acaso la paradoja más misteriosa de la literatura: la verdad se encuentra, a veces, mejor en la invención que en un relato fiel, en apariencia, a lo real. Quizá sea necesario dar algunos rodeos para acceder a la parte más oscura y verdadera de la existencia. Aureliano Buendía y Úrsula tiene más realidad, son más reales, e inolvidables que muchas personas de carne y hueso. Los personajes de Proust siguen vivos y cada uno de ellos encarna la verdad de su autor. Flaubert confiesa su verdad cuando dice: “Madame Bovary soy yo.”
Pero el striptease es un arte y un don que no se da a todos. Qué le vamos a hacer: los dioses son caprichosos.

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