lunes, 15 de diciembre de 2014

Querido Claudio: te debo tanto de lo que soy

30/Noviembre/2014
Confabulario
Héctor Orestes Aguilar

A la memoria de Guillermo Fernández

Querido Claudio:

Esta es una tertulia convocada por la Feria del Libro de Guadalajara para celebrar con amigos tu regreso a nuestro país y para festejar tu Premio en Lenguas Romances 2014, concedido con justicia inapelable. Ya son más de 32 años de tu primera visita, de la que acaso muy pocos se acuerden bien pero de la que dejaste hondo testimonio en dos libros decisivos. Es inolvidable que de aquella experiencia breve e intensa hayas extraído ciertas reflexiones acerca de la compleja identidad de los contemporáneos y sobre el destino y la diversidad del judaísmo, que dejaste plasmadas por escrito.

Acerca de lo primero, es en el sexto segmento del capítulo inaugural de Danubio, “Noteentiendo”, deslumbrante recuerdo de tu visita al Museo de la Ciudad de México, donde, ante esa “especie de juego de la oca del amor y de las estirpes” que son los cuadros de castas, quedaste maravillado por el barroquismo de las combinaciones étnicas novohispanas convertidas en acertijos raciales e identitarios ininteligibles, como dices que, de cierta manera, también lo es el río por ti tan transitado y en cuyos márgenes cavilaste largo tiempo acerca de la universalidad humana.

Sobre lo segundo, fue en la muy emotiva crónica “El baile del rabino”, de El infinito viajar, recuento de tu incursión en una espectacular boda de la comunidad judía mexicana, a donde te llevó —con tu esposa entonces, Marisa Madieri — Esther Cohen Dabah, la filósofa, editora y profesora que ofició como guía por un rito y una fiesta que no sólo te fascinó, sino que te contagió un sentido de la fraternidad y de la pertenencia tal y como si hubieras estado entre compañeros de escuela. Entre los ochocientos invitados que bailaron al compás de cuarenta violines entre diez de la noche y ocho de la mañana, querido Claudio —espero no faltar aquí al espíritu de tu relato—, contemplaste la parábola ejemplar y universal del judaísmo hecha realidad.

De aquella visita te llevaste también el conocimiento, la incipiente amistad y la memoria de Juan García Ponce, ganador del Premio de la FIL Guadalajara en 2001, uno de nuestros escritores más aguerridos, quien compartió contigo la mesa de un homenaje a Elias Canetti organizada en el verano de 1982 por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, el motivo académico para tu primera llegada a estas tierras. Siempre agradecí y valoré que, cuando nos encontrábamos en Trieste un decenio y años más tarde, me preguntaras por García Ponce. Apreciabas, me parece, su entereza, su sentido del humor, sus lecturas devotas de Robert Musil, Hermann Broch y Heimito von Doderer, a quienes, como tú, devoró más o menos en la misma época, a principios de los sesenta. Preguntabas también, por supuesto, por José María Pérez Gay, quien también había terciado en aquel coloquio universitario, y por Fernando del Paso, ganador del Premio de la FIL Guadalajara en 2007, de quien impulsaste la traducción de su novela Noticias del Imperio al italiano.

Traigo a cuenta tus primeros contactos directos con México y aquellos días felices pues pareciera que nos separa de ellos un tiempo incalculable. Por entonces, ninguna de tus obras había sido traducida al español ni eras referencia para nuestros editores ni libreros, aunque hay que decir que uno de tus títulos más peculiares, hoy inencontrable incluso en Italia, L’anarchico al bivio. Intellettuali e politica nel teatro di Dorst (El anarquista en la encrucijada. Intelectuales y política en el teatro de [Tankred] Dorst, 1974) escrito a cuatro manos con Cesare Cases, estuvo arrumbado por años en los anaqueles de la añorada Librería Italiana de la Plaza Río de Janeiro de la ciudad de México, hasta que Tere Meneses lo rescató.

A decir verdad, de los ocho o nueve títulos que habías publicado hasta el año de tu primera visita a México, sólo El mito habsbúrguico en la literatura austriaca moderna, de 1963, Lejos de dónde. Joseph Roth y la tradición judeo-oriental, de 1971, habían sido traducidos y gozaban de atención crítica fuera de Italia. Tuvimos que esperar seis años para que, con la versión de Danubio de Joaquín Jordá en la editorial Anagrama (1988), tu nombre se volviera entre los lectores en español algo más que una seña para iniciados, una referencia de culto entre aficionados a las letras alemanas o sus investigadores, la tribu por suerte cada vez mayor de germanistas mexicanos.

De la amistad considerada como una de las bellas artes

Uno de tus mayores penates, Claudio, Robert Louis Stevenson, dejó muchos aforismos y máximas sobre la amistad, sus implicaciones y significados. “Of what shall a man be proud, if he is not proud of his friends?”, escribió en la dedicatoria de Travels with a Donkey in the Cevennes. La pregunta me ha rondado por la cabeza desde que supe de mi participación en este homenaje, pues estoy por completo convencido de que eres uno de los pocos escritores que conozco que prácticamente sólo tiene amigos.

[Breve excurso: en los ahora lejanos años noventa algunos de tus lectores mexicanos supimos o sospechamos que te habías distanciado de otro escritor italiano de renombre, erudito ensayista, excepcional editor, quien también ha tratado temas parecidos a los tuyos, o que habías tenido alguna diferencia con él. Intuimos que se había establecido una tensión, digamos, deportiva, entre ustedes. Tipo Juventus vs. Mílan, para ser más claro. La reacción unánime de tus continuos en México fue tomar partido totalmente a tu favor, al grado que uno de nosotros, compañero de la tribu referida líneas antes, después de encontrar durante un viaje a Nueva York obras de aquel personaje en la principal mesa de novedades de una librería internacional muy visitada, los llevó a esconder a la sección de libros de autoayuda o algo así de escasa, dudosa reputación.]
Vas a perdonarme esta expresión muy mexicana, querido Claudio, pero los escritores son todos menos monedita de oro. La amistad entre quienes poseen egos tan robustos suele ser extremadamente laboriosa. Puede darse cabal y desinteresada, pero con mayor frecuencia de lo aceptable resulta una serie de componendas, reciprocidades calculadas y alianzas temporales. En tu caso es imposible. Eres de una generosidad incalificable. Jamás he sabido que trates a tus interlocutores con arrogancia, distancia o superioridad. A tus vínculos personales nunca antepones, como casi todos los que se consideran grandes autores y están terriblemente acomplejados, una coraza egocéntrica. Sueles ser espontáneo y abierto, paciente y respetuoso, incluso ante el desconocido bisoño que tiembla o se tropieza ante la agilidad vertiginosa de tu inteligencia.

Tus amistades son numerosísimas y abarcan varias generaciones. Tu primer gran amigo fue, sin duda, tu padre, Duilio Magris, quien, además de ser uno de tus grandes interlocutores durante toda tu vida, animó y siguió tu primer proyecto de escritura, un tratado sobre 335 razas caninas, donde incluías todos los detalles de cada una, hasta aspectos que ni siquiera sabías bien a bien de qué se trataban, como la altura a la cruz de cada perro y donde había dos bandos, como debía de ser: los buenos, como el mastín español; y los malos, como el dogue de Bordeaux, que despertaba tu antipatía.

En esa época tus amigos fueron tu familia, querido Claudio, pues siendo hijo único encontraste en ella a tus cómplices y compañeros de juego, como tu tía Maria, tu tío Nello y Viviana, quien más que tu prima fue como tu hermana. Y por su lado, Pia de Grisogno, tu madre, fue algo más que una cómplice: insaciable lectora, fue quien estimuló tu amor a los libros, de tu afición infantil por Emilio Salgari —a cuyo hijo llegaste a conocer—, Rudyard Kipling, Alexandre Dumas, Jack London y el propio Stevenson, autores que te contagiaron el gusto por la aventura y tu proclividad por las tierras exóticas, los largos viajes y las tierras extrañas. Aprendiste con ellos que los países y los lugares —cito de nuevo a Stevenson— no son los extranjeros, el extranjero es quien transita por ellos.

Podría mencionar, sin exagerar, a docenas de tus amigos, como los que te rindieron un gran homenaje en 2009 por tus 70 años; pero además de ellos, entre los que evoco a Ernestina Pellegrini, gran especialista en tu obra, y escritores como César Antonio Molina, Mercedes Monmany, Javier Marías, Predrag Matvejevic, Maurice Nadeau y Giorgio Pressburger, quiero remontarme a las grandes figuras que fueron tus profesores y primeros lectores, Claudio, porque nuestros jóvenes lectores de tu obra acaso ignoran su enorme relevancia, la irrepetible calidad humana e intelectual de quienes impulsaron tu obra desde muy temprano.

Aquí tengo que hacer otra pequeña indiscreción, otra más de las que he venido mencionando y que están presentes en la fascinante Cronología elaborada por Ernestina Pellegrini que acompaña al primer tomo de la edición de lujo de tus Obras, publicada hace dos años por Mondadori en su exquisita colección I Meridiani. Debo revelar que eres “bígamo”; es decir, que tuviste y conservas dos amores cruciales para tu formación como germanista, escritor, periodista y político: Trieste y Turín. Es una pena que se hable y escriba poco, al menos en español, de la inagotable influencia que tiene Turín para ti. Hago memoria: en 1957, el presidente de la comisión de tu examen de matura, el gran erudito Giovanni Getto, te convenció de abandonar el vago proyecto de estudiar dirección de cine en el Centro Experimental de Cine en Roma y de que marcharas a Turín para estudiar letras y filosofía. Getto —experto, entre otras cosas, en Torcuato Tasso, la literatura del Barroco y Alessandro Manzoni— fue quien te abrió la perspectiva de los estudios literarios como práctica integral y te introdujo a los “misterios” de la crítica.

Turín fue decisivo porque desde allí pudiste apreciar la compleja evolución de la realidad social italiana de esa época, la plena Guerra Fría. Allí, además de Getto, tuviste a una pléyade grandiosa de profesores, Giorgio Melchiori, Ladislao Mittner, Sergio Lupi, Franco Venturi y, en fin, Cesare Cases, a quien ya mencioné, y al gran Leonello Vincenti, quien dirigió tu investigación doctoral que daría pie luego al Mito habsbúrguico. La capital del Piamonte, cuna de Antonio Gramsci y otro gran amigo tuyo, Norberto Bobbio, fue el observatorio privilegiado para que pudieras revalorar la importancia literaria de Trieste, donde vivían o habían vivido grandes figuras de las letras italianas como Italo Svevo, Roberto Bazlen, Gianni Stuparich, Pier Antonio Quarantotti Gambini, Umberto Saba y tus cercanos Anita Pittoni, Giorgio Voghera y tu entrañable maestro en las letras y la vida, el poeta Biagio Marin, con quien cruzaste una correspondencia maravillosa a partir de 1958, reunida este año para la editorial Garzanti con un título que plasma a la perfección tu generosidad y que retomo para decírtelo a ti, querido Claudio, Ti devo tanto di ciò che sono.

Egregio Professore, Carissimo Claudio Magris de Grisogno: te debo mucho de lo que soy, en virtud de tu influencia debo las mejores cosas que me han pasado en la vida, como traducir muchos de tus textos periodísticos de Il Corriere della Sera a cuatro manos con María Teresa Meneses, haber quedado hechizado por la fascinación de la Viena moderna, la literatura austriaca, las letras en alemán y el espacio cultural y geográfico danubiano, haberme animado a vivir en y viajar por Austria, Hungría, Eslovenia, Croacia, Eslovaquia y por supuesto la amadísima Trieste, donde me hospedé casi siempre en la Via del Lazzaretto Vecchio, una calle que debe resultar también entrañable para ti y para Jole Zanetti. Estoy totalmente feliz al volver a verte, celebro por completo que esta Feria te reconozca con uno de los premios más importantes de México y me siento el más afortunado del mundo al ser tu contemporáneo.

*Texto preparado para la mesa de homenaje “Amigos de Claudio Magris”, celebrada hoy, 30 de noviembre de 2014, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

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