Confabulario
Carmen Boullosa
El buen maestro transmite a sus alumnos su verdadero amor, su impulso primordial. Con Huberto aprendí a llenar fichas bibliográficas —él nos daba ejemplares del suplemento de Novedades que dirigía Benítez para que hiciéramos la tarea en casa—, pero no fue ésa la herencia insustituible que le debo.
Vivo en deuda con Huberto. Me cambió la ruta —en mi joven fragilidad adolescente, pude haberme dejado seducir por una carrera académica como hicieron algunos de mis pares, aunque sin duda (como los más de ellos) habría regresado a ser fiel a mi vocación de poeta o narradora (si es que no son lo mismo), después de haber perdido años irreemplazables (el tiempo es para el homínido el único bien no renovable)—, Huberto me dio el empujón (de modo algo agresivo) para dejarme llevar por lo que era y es mi pasión y razón de ser: escribir. Yo no soy sino lo que mi maestro reconoció, una poeta y narradora que necesita escribir como una forma de comprensión, de asombro, de duda, de sobrevivencia, de victoria y derrota. De juego. De alegría. De furia, de venganza, de celebración, de fiesta.
En el salón de clase, en la Ibero, oí las clases de Huberto azorada, porque él no escondía sus pasiones, porque usaba un calcetín beige y el otro azul marino, porque conocía a escritores. En mi diminuto universo no existían seres como él ni como aquellos de quienes hablaba, no había cabida para estos últimos, de no ser por las portadas de los libros. Nos contaba anécdotas de García Ponce, de Onetti, Elizondo, Arredondo, Tomás Segovia, Arreola, Cortázar, García Riera, José de la Colina, Octavio Paz; de Villaurrutia, de Gorostiza, de Cuesta; nos los presentaba como personas de carne y hueso. Yo pensé, por él, que se podía ser de carne y hueso (eso me parecía bastante apetecible, sobre todo por la primera —yo no era sino puros huesos—) y ser lo que yo soñaba: una escritora. Me señaló, me alentó, me lanzó.
No me enseñó lecciones de “éxito”. No de cómo hacer “vida literaria”. Esas cosas nunca las aprendí, ni de él ni de nadie. Vivo para mi obra y para leer, y eso fue su lección porque para Huberto escribir no es un asunto de poder y conquista de medallas, de territorio o de emulación, sino un arte íntimo. Me publicó en la revista literaria que hacía en la Ibero mi primer poema. Me pidió —a mis 19— una autobiografía literaria que me obligó a mirarme lectora y a entender por qué escribo. Juzgó también mis primeros poemas. Son pininos que nunca publiqué, porque también de él aprendí un ojo crítico. No hay escritor sin esto. Si fuera más fiel mi aprendizaje, no publicaría estas líneas, avergonzada de que no tengan la especial, única, resbalosa calidad de la lección que obtuve de Batis.
Además, otro motivo para vivirle agradecida: Huberto escribió la primer reseña de un libro mío, la plaquette El hilo olvida que publicó Federico Campbell en La Máquina de Escribir, le dedicó unas páginas soberbias, de crítica brillante, electrizada, generosa y mayor. Me dio identidad literaria, de altura. Casi inmediato, publicó en su suplemento un ensayo de Francisco Segovia sobre La memoria vacía que había publicado Juan Pascoe en su Taller Martín Pescador. Me apoyó con todo.
Un punto último que con los años he aprendido no es insignificante: me dio trato de igual. Yo no era de otra liga por ser mujer, mi género no me descalificaba. Ya sé que ahora suena a hojadelata, pero no lo ha sido, he debido cargar con ésa, ser mujer escritora me obliga a hacer tres veces más méritos para que me sigan viendo tres escalones menor a mí misma. No lo hizo Huberto. Gracias a él tuve un escudo y tardé mucho tiempo en saber el desprecio con que se nos valúa a las de letras.
Vivo en deuda con él. No he sabido jamás retribuir a su magnánima persona lo que él me dio. Gracias, Huberto.
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