Confabulario
Guillermo Fadanelli
Estuve cerca de Huberto Batis en el suplemento sábado del periódico unomásuno, como colaborador y también como espía en su oficina, intruso o admirador de su oficio de editor. Me tocó presenciar tormentas de toda clase, exabruptos, risas y gozar de largas conversaciones con él. Algunas veces, cuando Batis terminaba su labor en el periódico, me acercaba en su automóvil a mi departamento próximo al metro Ermita. En el camino continuábamos charlando. Y, según yo, creo que nos hicimos amigos en ese entonces. Dije “espía” y lo sostengo: el aprendizaje es también un espionaje y yo ponía meticulosa atención en todos sus actos y palabras. Me informaba acerca de la experiencia vivida con el editor más temido, erudito, intratable y perspicaz que existió en el México de los años noventa, justamente durante la década de mi (de)formación, un mucho tardía y extemporánea. Batis me educó vía la conversación y el relato de anécdotas en apariencia meramente sociales o personales. Era una de sus mayores virtudes: hacer llegar el caballo de Troya a la fortaleza de la ignorancia juvenil de manera sencilla, lúdica y paciente. No se permitía la pedantería ni el adoctrinamiento, y a la manera socrática te llevaba a esforzarte y pensar más allá de tus prejuicios salvajes. Yo no me daba cuenta cabal de su guía, de su inagotable recorrido en los campos de la cultura literaria y filosófica, ni de su capacidad para construirse a sí mismo en el espejo y la atención del otro.
Batis fue animador de buenos conversadores y creador de escritores con el propósito implícito de no estar solo. En la oficina donde cuidaba de sábado, la puerta nunca estuvo cerrada y, a manera de montaje, su secretaria Aída le anunciaba la llegada de los colaboradores más formales. Los amigos y otros confianzudos se colaban y se atenían a su suerte. Podían ser lanzados fuera de la oficina en un santiamén, o quedarse horas dentro charlando con Huberto. Si la visitante era una mujer bella no tenía que preocuparse: Batis le entregaba las llaves de suplemento, del periódico y de la ciudad (y además le tomaba fotografías).
Hacer el recuento de anécdotas, obras, acciones, fábulas y personalidades a las que Batis dio vida no es posible; al menos para mí. Prefiero no jalar de ese hilo porque una montaña se me viene encima. Una acertada analogía de su curiosidad y quehacer mítico e intelectual sería el Árbol de Porfirio: sus ramificaciones y vasos comunicantes no agotan el mundo, más bien lo dibujan, sugieren, y crean otra vez en toda su complejidad e infinitud. Allí están sus numerosos libros como prueba de mi afirmación. Ahora me detengo brevemente en uno de ellos que apenas si es conocido: Ni edad dorada ni apocalipsis. Aquí se reúne parte de su obra alrededor de temas científicos y literarios de gran envergadura: relaciones entre mente y cerebro; especulaciones sobre la ecología y la libertad; la literatura y las drogas; la civilización y la medicina. Batis reflexiona él mismo y expone las preocupaciones intelectuales de muy diversos pensadores a partir de breves piezas literarias que se crearon en el ir y venir de sus tantas lecturas. Allí, por ejemplo, Huberto da cuenta de la obra de Denis de Rougemont, El porvenir es cosa nuestra (una llamada de atención pública ante la inminencia del desastre ecológico); y comenta con erudición y largueza el libro The Natural History of the Mind, de G. R. Taylor. Preocupaciones actuales y latentes de las que Batis se ocupó en sus escritos hace ya varias décadas. Obtengo provecho de este libro —Ni edad dorada ni apocalipsis— para confirmar que el talento e interés filosófico y literario de Huberto no contempló ni tomó una sola dirección pese a ser él académico prominente y especialista en varios temas de la literatura mexicana. La divulgación de altos vuelos es participación en el conocimiento más profundo de las cosas; la filosofía como acción reflexiva de todo lo que es o quiere ser no está concentrada en una disciplina profesional, sino que se expande a partir del lenguaje en la literatura, la crítica literaria y el estudio de la cultura. La curiosidad intelectual de Batis y la lectura casi sádica que hacía de los libros y de los autores que le interesaban eran expuestos en sus obras con precisión, minucia y obsesión formal. No hay desorden en su quehacer: hay gula, erudición, placer y precaución de sabio.
Podríamos aventurar una definición, por supuesto relativa: “El lenguaje hace la crítica de sí mismo mediante la poesía y la literatura”. Yo lo creo así; y también pienso que lo que llamamos literatura abarca y comprende el testimonio, la memoria y el dar cuenta de nuestra vida y época desde el recuento de las personas y hechos sociales que son tejido y exhibición de la cultura de la que uno forma parte. Los ojos que no se conforman habitando la amplia celda de lo interior buscan cualquier ventana para mirar hacia el exterior, husmear y reconocerse en lo otro y en los otros. Fueron muchas las tardes y noches que escuché a Batis contar historias y referirse a toda clase de personajes no ficticios. Él parecía indiscreto, como suele ser normal en un habitante de la narrativa, y gustaba de unir la ficción y la exhibición de lo humano con su experiencia vivida. No difamaba: daba pie a la literatura oral. No era Gracián el que hablaba, sino Gracián pervertido por el diablo. Batis no relataba la historia verdadera de nadie, pues ésta —además de ser una fábula per se— resulta imposible de ser narrada partiendo de una sola y única mirada (las licencias que te ofrece el perspectivismo avalan mi opinión). Algunas de las experiencias de Batis en el medio de la cultura mexicana se hallan plasmadas en su célebre libro Lo que “Cuadernos del Viento” nos dejó; y también en La flecha extraviada. Su desgarbo moral y virtud memoriosa se encuentran en estas páginas que se hacen acompañar de la admiración y sorpresa que causa el bosquejo de la cultura a partir de los gestos sociales de sus actores y de la convivencia y afección singular por ellos: “Yo he encontrado en México la inteligencia femenina en dos personas: Elena Garro e Inés Arredondo” (La flecha extraviada). No es cualquier mirón sin pasado el que escribió estos libros, sino el joven corrector de la Revista de la Universidad de México —a donde Batis llegó por recomendación de Alfonso Reyes—; el director de la Revista de Bellas Artes; el editor y director de la Imprenta Universitaria; y el animador del suplemento sábado en el que arropó a los eruditos, a las glorias académicas y también a los jóvenes más (y a veces menos) talentosos de finales del siglo XX: tormenta e ímpetu en el cambio de siglo. Nadie como él me apoyó en la tarea de editar la revista Moho, de vena subterránea, insolente y dadaísta. Su entusiasmo por mi revista era a veces mayor que el mío.
Ahora Huberto Batis cumple ochenta años: su longevidad se veía venir y yo la divisé desde que lo visitaba en la redacción de sábado hace veinte años —allí donde conocí e hice amistad con Rocío Barrionuevo y con Julio Aguilar quienes, en distintas épocas, acompañaron a Huberto en la confección del suplemento—. No quiero dejar pasar una característica de Batis que espantaba y repelía a tantas personas que se acercaron a él: su vitalidad no contenida en formas predecibles de cortesía y zalamería. En México es sencillo hacerse de enemigos, sólo basta decirles la verdad (o lo que piensas acerca de ellos). Estoy muy de acuerdo con Miguelángel Diaz Monges cuando en la Revista de la Universidad de México escribe que algunos medios e intelectuales han sido mezquinos con Huberto Batis. Claro que lo han sido, pero tal mezquindad es el infierno que da vida y fortalece. La conjura de los necios es un halago que muy pocos merecen. Ojalá que sus enemigos, algunos ganados a pulso, nunca reconozcan públicamente su talento e importancia en la cultura mexicana: en general fueron y son personajes menores subidos a un banquito para prodigarse estatura. Han pasado ya varios años que no me encuentro con Huberto y con Patricia González, su compañera, como acostumbrábamos hacerlo en el pasado. Si la amistad ha sido buena entonces habrá dolor, recuerdos y un mito. Salud, Batis, por ocho décadas de vida y creación.
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