Laberinto
Ignacio M. Sánchez Prado
En los recientes homenajes dedicados al centenario
de José Revueltas ha emergido una temática que muestra, al tratar de
esconderla, el desafío que su obra constituye para los lectores mexicanos
contemporáneos. Esta temática surge en buena medida como resultado de la
paradójica coincidencia del centenario de Revueltas con el de Octavio Paz,
quien ha sido ya objeto de una mayor (algunos dirían desmedida) serie de
homenajes que han opacado a nuestro gran novelista de izquierda. Se trata de
una retórica escéptica que descalifica la política de Revueltas como
anacrónica: ensayos que ejercen diversos malabarismos retóricos para decirnos
que su obra literaria es de gran potencia, pero informada por una forma de
política radical que ha dejado de ser legítima. Podría argumentarse que si
pensamos en Paz y Revueltas como constructores de dos imaginaciones del país en
debate, el poeta salió más airoso del siglo XX: eso que llamamos “transición a
la democracia” refleja los ideales que Paz expresó en su crítica política. Los
movimientos que Revueltas apoyó —y que no siempre lo apoyaban como recuerdan
algunos comentaristas no sin cierto goce revisionista— parecen haberse disuelto
y los déjà vu puestos sobre la
mesa por situaciones como la masacre de los normalistas de Ayotzinapa (en la
que resuenan tanto Tlatelolco como Lucio Cabañas) muestran que las batallas que
libraba su obra fueron perdidas y deben dirimirse de nuevo. Resulta
indiscutible que la ilegibilidad que la obra de Revueltas parece emanar en
nuestros días, sobre todo aquella relacionada con la doctrina política, se debe
en buena parte a que muchos de sus compañeros de armas en el comunismo fueron
parte de una travesía ideológica en la cual los sobrevivientes de la izquierda
militante de los setenta emigraron a la izquierda institucionalizada, al centro
liberal o a la derecha. Es un proceso que explica esas lecturas cautelosas que
vemos hoy de lectores que no pueden quedarse inermes ante el poder literario de
El apando pero que interpretan
los argumentos sobre el proletariado sin cabeza o la relación entre Marx y el
humanismo como poco más que una jerga extemporánea informada por un sueño antiguo
y derrotado.
Estas lecturas ignoran la real importancia de
Revueltas, autor que no puede ser revisitado con el entusiasmo nostálgico hacia
una forma de la izquierda ya vencida, pero tampoco con el goce irredento de
sentirse parte de una transición que convenientemente ignora a los desterrados
de las fantasías desarrollistas del México actual. La obra de Revueltas
sustenta lecciones críticas y políticas que superan los inevitables anacronismos
de aquellas ideas que en sus años fueron dogmas, y cuyos estrictos límites
ideológicos fueron frecuentemente superados por Revueltas mismo. Es claro que Revueltas
excede por mucho los límites intelectuales de eso que se llamaba “marxismo
vulgar” y que se fundaba en la repetición acrítica de un vocabulario filosófico
cuya sofisticación se difuminaba burocráticamente. Si acaso, la pregunta real
de Revueltas no era una cuestión de doxa
terminológica, sino de la desesperada necesidad de una ideología y una
militancia que dieran cuenta de la enorme deshumanización de la modernidad
capitalista que, en el México que habitó entre los cuarenta y los setenta, bajo
el nombre de “Revolución” sustentaba políticas basadas en el desarrollo
desigual y la exclusión. Desde El luto
humano hasta El apando,
la narrativa revueltiana fue una puesta en escena de las subjetividades y
afectos de aquellos que no pertenecían a los delirios modernizadores del medio
siglo mexicano, confrontando ese llamado “milagro” con aquellos que se
mantenían en el purgatorio de la inequidad. Esto fue acompañado por un
pensamiento político, siempre sin tregua, que se preguntaba sobre las
posibilidades de enunciar y de pelear por un humanismo, una dialéctica de la
conciencia y un México cuya prueba fundamental era la inclusión precisamente de
esos marginales: los presos brutalizados por el sistema penal, los campesinos
atrapados por las llamas inclementes de la guerra cristera, los revolucionarios
derrotados por el peso implacable de la historia.
Ante el cinismo de aquellos que quisieran que
Revueltas dejara de existir, y ante las fantasías de un país para el cual las
subjetividades capturadas por su obra son excedentes prescindibles en la vuelta
al PRI, Revueltas sigue encontrando lectores que muestran su potencia. Vienen a
la mente Bruno Bosteels, cuyo trabajo restituye a Revueltas en una tradición
intelectual del marxismo del que parece siempre excluido; José Manuel Mateo y
su cuidadoso estudio del mito de Antígona que aparece tanto en Revueltas como en
muchas ideologías militantes; Rebecca Janzen y su agudo trabajo sobre la forma
en que la religiosidad narrada por Revueltas imagina formas de resistencia a la
homogeneización modernizante del Estado; Francisco Ramírez y su enfoque sobre
la poderosa polifonía que permite a Revueltas dar voz a los marginados; Rodrigo
García de la Sienra y su estudio sobre la cárcel y la distopía y, por supuesto,
Evodio Escalante, el precursor de la lectura política de Revueltas. Revueltas
no es estrictamente un “raro”, sino un escritor cuya inteligencia política y
estética, identificada por todos estos críticos, ha dejado de resonar en el
espacio público mexicano en parte porque la pregunta fundamental de Revueltas
sobre aquellos sujetos sin representación política a los que buscó otorgar
agencia simbólica se ha disuelto en el México de la supuesta transición.
Leer a Revueltas en los días posteriores a Ayotzinapa,
y hacerlo en diálogo con los críticos mencionados, es un triste recordatorio de
que carecemos de esa literatura interesada en capturar a aquellos que viven en
lo que la teoría política actual llama el “Estado de excepción”, despojados de
identidad y ciudadanía. No dejo de pensar qué podría decirnos Revueltas o un
escritor de su estirpe sobre los migrantes centroamericanos que son
secuestrados, extorsionados y asesinados en una tierra sin ley, sobre los
jóvenes normalistas que son desaparecidos y desollados ante los ojos de una
sociedad que los explica como delincuentes o carne de cañón, sobre los 130 mil
muertos y desaparecidos que son números en la imaginación pública, o gente que “se
lo buscó”, o cualquier cosa que le permita a nuestro país abdicar de su
responsabilidad frente a los cadáveres y a los ausentes.
No sé si Revueltas como escritor sería posible en la época actual, de literatura becada y corporativizada, de criminalización de la protesta pública; si sería posible en este país donde el dogma político ya no se llama proletariado o comunismo ni arriesga el equívoco en nombre de los que menos tienen, sino que recibe nombres como reformas estructurales, democracia electoral, neoliberalismo, y que se ejerce en nombre de la pauperización de los más vulnerables. Sin embargo, hay que decir que si algún sentido tiene leer a Revueltas hoy, recuperarlo, homenajearlo, a él puede accederse solamente a través de la pregunta sobre cómo humanizar a quienes han sido derrotados por la deshumanización neoliberal, cómo darles voz a aquellos que muchos en nuestro país perciben como revoltosos que “se buscaron” ser quemados vivos o a los que estorban con sus luchas y su existencia misma la comodidad de quienes viven obstinadamente en la fantasía de un país moderno que solo los beneficia a ellos. Esa es la pregunta incómoda que nuestra cultura actual es incapaz de contestar, y que hace que Revueltas, cuyo anacronismo es resultado del riesgo que nadie toma hoy de pensar una sociedad para los más excluidos, sea más vigente que cualquier otro escritor, cualquier otra prosa, cualquier otra inteligencia y cualquier otro homenaje.
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