domingo, 17 de agosto de 2014

José Agustín: permanencia de lo efímero

17/Agosto/2014
Confabulario
Enrique Serna

La aceleración de la historia es un factor que la novela realista contemporánea no puede ignorar, porque también apresura la caducidad literaria. Como los gustos musicales, los estilos de vida, los coloquialismos juveniles, las formas de vestir y los valores de la moral familiar se han transformado a un ritmo vertiginoso en los últimos 50 años, los retratos literarios del presente corren el riesgo de envejecer pronto. El deseo de perdurar parece incompatible con el registro pormenorizado de modismos, localismos, sociolectos y costumbres urbanas, pero rehuir la circunstancia histórico-social que nos ha tocado vivir por temor a escribir una literatura efímera, condenada a morir junto con su época, restringe demasiado el universo ficticio de un escritor, al extremo de secar su principal fuente de historias. Los novelistas anglosajones más reconocidos de nuestra época (Philip Roth, Jonathan Franzen, Martin Amis, Ian McEwan, entre otros) saben que una atmósfera existencial no sólo es un trasfondo, sino un componente orgánico de la personalidad. Por eso no le tienen miedo a las notas de color local, si bien las utilizan como punto de partida para calar más hondo en el espíritu de una época. Limitarse a la mera crítica de costumbres empobrece tanto a una novela realista como ignorarlas por completo. El carácter provisional de la realidad contemporánea no es un obstáculo sino un acicate para transformar las experiencias vividas o imaginadas en una ficción perdurable, siempre y cuando el autor domine el arte de contextualizar, es decir, de situarnos en un escenario bien delineado.

La narrativa de José Agustín podría llevar como epígrafe la frase de Quevedo: “sólo lo fugitivo permanece y dura”, porque desde sus primeras novelas, la captura del instante lo enfrascó en una guerra, no contra el anhelo de perdurar, sino contra la exhibición pedantesca de ese anhelo. La aspiración a la inmortalidad conlleva un engolamiento de la voz narrativa que hubiera dado al traste con su tono desenfadado. Rabiosamente ancladas en la actualidad, La tumba, De perfil Se está haciendo tarde no son novelas reñidas con la idea de perdurar, pero hacen tal mofa y escarnio de las bellas letras, de su pretencioso coqueteo con la posteridad, que algunos críticos las vieron como el equivalente literario del happening. En aquellos años, una parte de la élite intelectual, embelesada con la moda del nouveau roman, creyó que Agustín era un cronista de lo inmediato, una especie de Chava Flores de las letras, condenado a un relumbrón pasajero. Nada es más efímero que las costumbres juveniles, pues cada generación procura diferenciarse de la anterior, y por lo tanto un escritor tan fiel a la suya quedaría descontinuado en pocos años, cuando los jóvenes que lo leían con una mezcla de avidez y morbo se enfrentaran a las responsabilidades de la vida adulta.

La prolongada aceptación de su obra ha desmentido este pronóstico, motivado en gran medida por la envidia y la mala fe de los literatos minoritarios. Cincuenta años después de publicadas, las novelas juveniles de Agustín siguen cautivando a infinidad de lectores que podrían ser sus nietos, pues aunque los chavos de ahora consuman drogas de diseño, oigan música tecno, hayan inventado otra jerga para excluir a los adultos y se enfrenten a una realidad social mucho más injusta y atroz que la de los años sesenta, cuando un escritor escudriña a fondo el carácter juvenil, los lectores de las nuevas generaciones se siguen reconociendo en sus personajes. Por supuesto, el mundo que los rodea ya no existe o se ha transfigurado hasta volverse irreconocible, pero el punto de vista del narrador ha resistido varios relevos generacionales porque la irreverencia, el odio a la hipocresía, el humor cáustico y el romanticismo de la juventud han cambiado muy poco desde los tiempos de Catulo hasta hoy.

Pero en la obra de Agustín, la apuesta por capturar lo efímero encubre un deseo de trascenderlo. Desde sus primeras novelas y cuentos tuvo una marcada proclividad a desviar la mirada de su circunstancia cambiante y caótica hacia el principio ordenador del universo. Esa búsqueda espiritual ha ido ganando terreno en sus obras de madurez, principalmente en Viuda con mi viuda, pero ya estaba presente desde La tumba. La discordancia entre su estilo coloquial y alburero, lleno de retruécanos, modismos y extranjerismos, y el vislumbre de un poder sobrenatural también contraviene las normas de la literatura seria, porque generalmente los místicos emplean un lenguaje sublime y buscan alejarse de la realidad cotidiana, mientras que el misticismo de José Agustín nunca pretende ocultar su origen plebeyo. Esta combinación de sentimiento religioso y humor juglaresco había empezado a manifestarse ya, por ejemplo, en las novelas autobiográficas de Henry Miller (un maestro en el arte de ligar disertaciones filosóficas con escenas eróticas), y fue uno de los rasgos fundamentales de la generación beat. La contracultura no respeta el prestigio cultural, pero sí la intuición de lo sagrado, y por esa ventana la eternidad se filtra en las arenas movedizas de lo cotidiano.

A pesar de su gozosa y carnavalesca inmersión en el tráfago mundanal, el protagonista de De perfil siente nostalgia de un orden cósmico cuya fijeza lo absolvería de la confusa maraña de impulsos contradictorios que lo jalonean en la adolescencia. La gran piedra empotrada en el jardín trasero “del mundo en que habita” es un espacio mágico donde se siente a salvo del vértigo provocado por su encontronazo con el mundo adulto. La piedra no tiene un significado preciso para el lector, pero sí para el protagonista, que desde las primeras líneas de la novela se ufana de comprender esa atracción magnética, si bien es incapaz de explicarla. Remanso de paz espiritual, a veces la piedra lo quema, como si estuviera contagiada de su combustión interna, pero ni en esos momentos le inspira inquietud o zozobra. Gran admirador de Jung, a quien ha dedicado varios ensayos, Agustín pudo haberse inspirado en un pasaje de su autobiografía Recuerdos, sueños, pensamientos, para cimentar la novela sobre este motivo simbólico (si alguno de los hispanistas que han estudiado su obra lo había señalado ya, le cedo el crédito por el hallazgo). También Jung tenía una piedra empotrada en la pendiente de su jardín, donde le gustaba sentarse para practicar un juego mental:

“Yo estoy sentado sobre esta piedra —pensaba— y ella está debajo. Pero la piedra también podría pensar: él está sentado sobre mí. Entonces surgía la pregunta: ¿Soy yo el que está sentado sobre la piedra o soy la piedra sobre la cual él está sentado? Esta cuestión me embrollaba siempre y dudando de mí mismo me levantaba, cavilando acerca de quién era quién. Eso era algo que no estaba claro, y mi inseguridad iba acompañada de una sensación de misterio, curiosa y fascinante”.

En De perfil, este enigma no se plantea, pero es indudable que el protagonista utiliza la piedra como una especie de altar donde comulga con las fuentes de la vida. La nostalgia de lo absoluto que se respira en toda la obra de José Agustín busca reconciliar al individuo con la divinidad y a la parte con el todo. A partir de Cerca del fuego, la experimentación con la estructura de sus obras apunta hacia el mismo fin, con una dislocación del relato convencional desconcertante para los lectores de sus primeras obras. Obligado a reinventarse para no repetir eternamente los hallazgos de su narrativa juvenil, el Agustín de la madurez exige un mayor esfuerzo creativo por parte del público. La simbología de una novela fantástica como Vida con mi viuda no es fácil de entender, porque la lógica asociativa del sueño envuelve a los personajes en una especie de bruma alegórica. Haber corrido ese riesgo en vez de complacer a los fans y a los editores que le exigen más de lo mismo es un gesto de honradez intelectual que al hacer un balance general de su obra, la crítica no debe pasar por alto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario