domingo, 3 de agosto de 2014

Cuentos, mitotes, habladurías

3/Agosto/2014
Confabulario
Geney Beltrán Félix

“Aunque a lo mejor todo eso son puros cuentos, como todo lo que aquí se platica: cuentos, mitotes, puras habladurías”, se lee al final de Cástulo Bojórquez (2001), tercera novela de César López Cuadras (1951-2013). La voz que ahí habla es la de la Luisa, madre del personaje que da nombre a la obra y cuyo monólogo, dirigido a su nieto, sirve de epílogo a las tres sagas que integran la estructura del libro.

Con esos fuertes sustantivos la Luisa se refiere a las versiones que corren en el pueblo en torno a las andanzas de su hijo, de quien se murmura incluso la condición de alma en pena. Pero con esos términos la Luisa, también, pareciera despachar tácitamente toda la novela, casi 300 páginas que recorren poco menos de un siglo y dos continentes.

En términos de construcción literaria, Cástulo Bojórquez es la obra más ambiciosa de López Cuadras. En ella, el autor intercaló los episodios de tres líneas narrativas:

Una, a la que llamaremos la “historia del adulterio”, ocurre en la segunda mitad del siglo XIX, en el Real de San Perán, una explotación minera de la sierra norte de Sinaloa. El narrador desarrolla, en consonancia con un tópico de relieve en la novela europea del XIX, la relación de amantes entre Eulogia, esposa del rico dueño del mineral, y Teófilo Carrasco, el administrador. López Cuadras recurre aquí, aunque no exclusivamente, a técnicas de afiliación teatral, como el monólogo narrado y el diálogo.

La segunda línea, a la que llamaríamos la “historia de los diamantes”, sucede a fines de la Primera Guerra Mundial, en Alemania. Un joven de muy pobre familia se entera de la existencia de una secta integrada por hombres pudientes cuyo propósito es restaurar el poder de la Gran Alemania y quienes cuentan con un tesoro de diamantes en un lugar secreto. Al joven lo guía el ansia de riquezas, y esto lo lleva a espiar, mentir, perseguir, robar, hasta que la deriva de los acontecimientos lo fuerza a huir de Europa. Termina viviendo en la sierra de Sinaloa. Él mismo asume la tarea de contar los sucesos. Los capítulos son los literariamente menos audaces; impera la voz efectiva, sí, pero poco matizada del personaje, que desde el recuerdo adulto regresa a esa Alemania convulsa.

En el tercer bloque, al que podemos llamar “la saga de Cástulo”, confluyen los dos anteriores; con la primera línea comparte la geografía sinaloense y el tópico del adulterio, con la segunda la vinculación es genética (Cástulo será el hijo mexicano del joven alemán) y se reitera el afán de la riqueza fácil. Cástulo Bojórquez vive en la sierra de Sinaloa, en el medio siglo XX, y sus oficios y rasgos, en un gesto de audacia fabuladora, se enumeran en el segundo párrafo del libro, a la manera de un locutor de radionovela que, para estimular el interés de sus escuchas, glosa raudamente los pormenores: “Cástulo Bojórquez fue sembrador de amapola, narcotraficante, salteador de caminos, presidiario, policía judicial, parrandero, esposo intermitente, amante furtivo, padre de quince hijos conocidos e hijo pródigo de una madre que moría de desvelo con el rosario en la mano […]. Odió el trabajo tanto como a sus peores enemigos”.

Cástulo habría tenido una vida interior instintiva, dominada por ambiciones básicas que no le abrirían cauce a la dubitación, el desgarramiento ni el conflicto psicológico. Esto no significa que semejante vida no pueda ser analizada; así lo hace el narrador, por ejemplo, apenas ha contado la muerte violenta de Cástulo: “Dinero. Caballos. Armas. Mujeres. Poder, en los últimos años. ¿Pueden dar sentido a la existencia? Cástulo murió en la certeza de que sí. Su alma, empero, nunca fue más que un pozo desfondado que devoraba, insaciable, todo cuanto en él se arrojaba. Un vacío, pues, como la muerte”.

El tercer bloque trae las mayores piruetas narrativas. Se acude aquí también al monólogo y al diálogo, con gran don para trasfigurar la oralidad. El autor se apoya en una operación riesgosa: mantenerse, en la mayor parte de esta historia, fuera de la conciencia del protagonista y de su padre, Herbert Kron. La naturaleza violenta, intrépida, dionisiaca de Cástulo estaría, pienso, en el origen de esa decisión técnica: no adentrarse en su percepción, no restituir los movimientos de su sensibilidad, no registrar sino los hechos, y las interpretaciones en torno a sus hechos, que familiares, amantes, vecinos y enemigos, casi todos ellos víctimas de su temperamento desbordado, habrían conocido, y que recuentan en su oportunidad.

Ceder la voz a varios personajes secundarios y hacer coincidir en sus monólogos el tiempo del enunciado con el tiempo de la enunciación implican suspender la referencialidad, congelar la acción y hacer reposar el interés en el fino hilo del discurso presente. Significa permitirse saltos temporales, prolepsis y analepsis, regidos no por una lógica estructurante que potencie la progresión dramática sino por el devenir arbitrario de las voces. Esto desdramatiza el avance de la trama y da pie a la transmisión de versiones que, al contrastar con las previamente registradas, exigen al lector cuestionar lo que cada discurso propone.

Aunque hallemos en el título el nombre de Cástulo Bojórquez, y con ligereza nos refiramos a él como el protagonista, habría que decir que la ausencia de unidad dramática, causada por el desarrollo alternado de tres líneas, potencia la creación de robustos personajes secundarios, como ocurre en “la historia de la adulterio”, en la que Teófilo y Eulogia se dibujan con fuerza mientras sueltan sus versiones, usualmente ante un interlocutor mudo pero real y aquiescente dentro de la diégesis. Con desplante de virtuoso, López Cuadras hace participar este grupo de voces, todas ellas solistas, cuyos monólogos (no exagero) valen por sí solos en tanto piezas literarias al tiempo que integran un caleidoscopio complejo pero no incomprensible, con puntos de vista tan discordantes que alguien podría considerar no del todo insensato el juicio de la Luisa, de que todo lo que se cuenta son mitotes y habladurías.

Sin embargo, no es así.

La Luisa, juez y parte al gin, es falible en su conocimiento y sus dictámenes. Durante su monólogo, le asegura a su nieto que Cástulo no puede andar de aparecido. “Por aquí los únicos aparecidos de que se sabe son los difuntos viejos, de los que vivían en las casonas; y ésos, uuuuh, murieron hace muchos años. Con decirte que todavía ni nacía yo”. Y, aunque acaba de confirmar que ella ni había nacido cuando los participantes en “la historia del adulterio” vivieron, refrenda la veracidad de las leyendas en torno de ellos: “Y ésos sí tienen razón de andar en pena: se mataban por el oro de la mina, y por andarse quitando las mujeres unos a otros”.

La ironía dramática es contundente. La Luisa adjudica al siglo XIX, a Teófilo y Eulogia, las dos pasiones (el dinero y las mujeres) que señalaron las pautas salientes de la vida de su hijo Cástulo. ¿Significa que las leyendas, al proliferar, impiden la apreciación exacta del presente? Para los personajes, sí; no para los lectores. Frente a las leyendas, Cástulo Bojórquez emprende la tarea de hacer visible la disputa entre la percepción y la fabulación, entre lo que se vive en el momento presente y las contrapunteadas exégesis que habrán de surgir. Esto no significa, pienso, aceptar la derrota de la ficción en su posibilidad de dar conocimiento sobre los hechos humanos, sino confiar en las prerrogativas de la escritura fabuladora para amalgamar dinámicamente, con la sutileza de la desconfianza, lo que las múltiples versiones en torno a ellos dicen no del pasado sino del presente. No porque los descendientes no sepan qué pasó puntualmente con sus ancestros deja de tener pertinencia que siga funcionando la fábrica de ficciones con que se asedian los hechos del ayer, pues la vocación de narrar no tiene por qué exigirse siempre la exactitud del testimonio verídico: las invenciones contradictorias lo que traducen son las pulsiones, cegueras e incertidumbres de quienes narran desde el ahora, proclives a descalificar como mitotes y habladurías esos relatos que, teniendo su origen en sagas pretéritas, siguen prohijando un eco en la verdad íntima de los sucesos y los individuos más inmediatos.

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