Jornada Semanal
Verónica Murguía
Hoy que escribo este artículo, murió la escritora española Ana María Matute. Estaba a punto de cumplir espléndidos, llameantes ochenta y nueve años, y tenía un libro en preparación. Voy a extrañar la imagen de su rostro en los periódicos: la nariz de águila, los ojos vivísimos ceñidos por las arrugas, el pelo blanco: la belleza de una anciana que supo ser al mismo tiempo alegre y melancólica, franca y enigmática. Ironizaba ferozmente sobre sí misma y desdeñaba las alabanzas, pero también apreciaba a los buenos lectores y amaba los libros.
Comenzó a escribir muy joven. Terminó su primera novela, Pequeño teatro,
a los diecisiete años, aunque la daría a la imprenta una década
después. Ganaría entonces el Premio Planeta. Fue prolífica –publicó
quince novelas– pero también hablaba con naturalidad de un bloqueo que
le impidió escribir durante dieciocho años, años felices, pero
ensombrecidos porque en ellos no hubo escritura.
Y es que para Matute la escritura no era
solamente un oficio: fue la tabla de salvación que le impidió naufragar
en las tempestades familiares; el lugar desde donde consideraba el mundo
y la pócima para sanar los maleficios de la guerra que la marcó
profundamente. Escribo esto y no puedo huir del lugar común: la guerra
la marcó. ¿Y cómo no? ¿Quién puede cerrar los ojos ante los muertos? El
raro valor que le otorgó después a la vida, a los animales y las
flores, quizás procede del contraste de la tierra yerma a fuerza de ser
quemada y el mundo que construyó con sueños y palabras. Su obra tenía
dos vertientes: la fantasía y la postguerra. Y estas dos vertientes de
signo distinto fluían del mismo venero, la infancia.
En 2010, durante la ceremonia en la que se le otorgó
el Premio Cervantes leyó: “San Juan dijo que ‘el que no ama está
muerto’ y yo me atrevo a decir que el que no inventa, no ha vivido.”
Matute misma se burlaba de la aparente
paradoja de su talante. Se le clasificó como una escritora
neorrealista, pero su discurso de ingreso a la Real Academia de la
Lengua se tituló “En el bosque” y es una apasionada defensa de la
imaginación, en especial la que se expresa en los cuentos de hadas.
Quizás por eso sus relatos están llenos de
imágenes crueles y tiernas, de cadáveres de niños, de árboles
devastados, de jardines donde crece la cizaña. Un día, en una
entrevista le preguntaron por qué hay niños muertos en sus libros y
contestó con sencillez: “Es que da la casualidad de que los niños
también mueren.”
Este aplomo tan poco cursi se despliega en el
diorama de sus cuentos de hadas, muchos de ellos para adultos, como el
inclasificable volumen Los niños tontos de 1956. En este libro,
formado por veintiún cuentos protagonizados por niños, Ana María
Matute se revela como una creadora de mitos: los niños juegan, desean,
sufren, se transforman, tienen celos, matan y son muertos. La relación
de sus protagonistas con la naturaleza es estrecha y tempestuosa,
alejada de toda corrección política. El perro, eterno acompañante del
hombre, es en estos cuentos la sombra benévola del mundo que atestigua a
la distancia los dolores humanos. Es el único deudo en el entierro de
un niño, le trata de salvar la vida a otro que desea morir.
Rara vez callaba sus preferencias: sabía que
muchos críticos y algunos de sus lectores valoraban los libros
realistas sobre los de fantasía, pero ella no. El libro que prefería
de su producción era Olvidado rey Gudú, un tomo de más de
setecientas páginas y que ocurre, naturalmente, en la Edad Media, el
espacio temporal de privilegio para los mitos. En el reino de Olar, Gudú
llevará la corona, pero está maldito. A pesar de su valor y su belleza,
no podrá amar y será condenado al olvido. El ritmo de este libro es
el brioso saltarello medieval: el violento contraste entre la
ternura y la furia, la carcajada y la muerte dolorosa. Abundan las
batallas, los jefes valerosos y crueles, hay un eunuco flaco llamado
Tuzo, jinetes bárbaros que se pierden en la brumas de los tremedales,
una reina que urde conspiraciones tras el trono (Ardid se llama, para
que no haya duda), un príncipe bueno y una princesa tonta. Todo lo mira y
lo impulsa un trasgo aficionado al vino que, a su pesar, se va
alejando del mundo humano, como fatalmente el mundo contemporáneo se
ha ido distanciando del espíritu para sustituirlo por el tosco culto al
dinero y la fealdad.
Matute lo sabía y le irritaba. Por eso escribía. Y por eso la voy a extrañar.
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