domingo, 8 de junio de 2014

José Gorostiza y el nacimiento de Muerte sin fin

8/Junio/2014
Confabulario
Jorge Fernández Granados

Se suele comparar a José Gorostiza con Juan Rulfo. Ambos escribieron poco, lo hicieron con extraordinaria destreza, pero sobre todo, luego de sus respectivas obras maestras, ya no escribieron más. Si, de la misma manera en que Juan Rulfo cerró lo que se ha dado en llamar la novela de la Revolución mexicana, José Gorostiza hizo lo mismo con la etapa literaria de Contemporáneos, cabría preguntarse por qué se habla de cierres, qué perspectiva se inclina a ver a estos grandes autores como crepusculares.

La aparición de las obras maestras asombra; en algunos casos asusta. A los académicos les sirve como puntos de partida o de llegada. Pero las obras maestras, en realidad, sólo suceden: están ahí, como las otras menos magistrales, solitarias y dispersas como las estrellas en el cielo nocturno y ajenas a las constelaciones que nos empeñamos en trazar con ellas. Creo que nacen de un sinnúmero de minuciosas casualidades que, en realidad, tienen poco que ver con el mausoleo de la historia de la literatura.

El caso de Muerte sin fin es paradigmático. Como sus dos principales o más identificables precursores, el Primero sueño de sor Juana Inés de la Cruz y El cementerio marino de Paul Valéry, se trata de un poema metafísico total —o totalizante— de aquellos que rara vez se alcanzan más de una vez por siglo y cuya visionaria ambición se exige a sí misma una forma impecable. No es, por supuesto, la ambición lo que los encumbra sino esa estrella que los equilibra y que conjunta en dichas obras pensamiento, expresión y belleza. Es, en síntesis, esa suma feliz de grandezas y minucias lo que los asimila como admirables en cada lectura.

Pero, ¿cuál es el origen de las obras maestras? ¿Hay en ellas un destino o sólo la dorada cadena del azar? A este respecto, José Gorostiza cuenta así la anécdota que dio lugar, por lo menos en parte, al nacimiento de Muerte sin fin:

Yo era secretario particular del ministro, el general Eduardo Hay, que solía llegar a la oficina entre las diez y once de la mañana. Un día, a las nueve, sonó el teléfono de la red intersecretarial. Contesté y reconocí, inmediatamente, la voz del Presidente de la República, breve, seca, el general Lázaro Cárdenas:

—¿Está el señor ministro?

—No debe tardar, señor Presidente.

Cinco minutos después, volvió a llamar:

—¿Llegó ya el señor ministro?

—Señor, ya viene para acá. Hablé a su casa y me dijeron que ya había salido.

—Bueno, vuelvo a llamar.

Esperó quince minutos y volvió a llamar personalmente.

—No, señor, no ha llegado pero debe entrar aquí de un momento a otro.

Yo ya había caminado como león enjaulado. Estaba preocupadísimo.

—Dígale que habló el Presidente de la República y que deseo que todos los secretarios de Estado estén a las nueve de la mañana en su oficina.

Como yo no sabía cómo darle el recado al general Eduardo Hay escribí a máquina una tarjetita que dejé sobre su escritorio. Él la vio, se la metió al bolsillo y no me dijo una sola palabra. Unos días después lo comentó.

—¿Recuerda usted aquella tarjeta que dejó sobre mi escritorio? No fue cosa grave. Hablé con otros compañeros de Gabinete y a todos les ocurrió lo mismo. Parece que a quien trataba de hacerle llegar la insinuación era al ministro de la Defensa, Manuel Ávila Camacho.

—¡Ah!

—A propósito, ¿a qué horas entra usted?

—A las ocho.

—Bueno, quiero que a partir de mañana llegue usted a las siete, por lo que pudiera ofrecerse.

Resulté el de los platos rotos. Pero como a las siete de la mañana nada sucedía en la Secretaría de Relaciones Exteriores y estaba yo solo, en vez de mirar barrer a los mozos me puse a escribir Muerte sin fin y esto me obsesionó de tal modo que a pesar de que trabajaba yo hasta las diez, once de la noche, a las siete de la mañana estaba yo en mi mesa de trabajo y terminé el poema en seis meses.[1]

Claro que la anécdota cuenta sólo el incidente que propició la escritura de esta obra. Otra es la historia de su gestación y, una que aún se está escribiendo, la de su destino.

Sea como fuere, Muerte sin fin es un poema estremecedor. Estremece por su belleza y por lo que afirma. Se dice que hay hermetismo en él. A mí no me lo parece. Es coherente y clarísimo. Hay momentos, incluso, de entusiasmada reiteración en lo que sostiene. No es el lugar para hacer una exégesis más entre las numerosas que en ocasión del centenario de su autor se han escrito y publicado. Baste decir que este poema es una amplia meditación escrita con un talento, un oído y un rigor extraordinarios en donde cada verso es de una factura impecable y el conjunto, una suma majestuosa tanto de inteligencia como de gracia. Pero mi interés recae sobre todo en lo que afirma este gran poema. Para mí el centro de su poder y de —si es que lo hay— su enigma es justamente lo que dice con toda claridad.

Las dualidades en Muerte sin fin son evidentes. El agua y el vaso, la forma y la materia, la inteligencia y la inconsciencia, la palabra y el silencio, Dios y el Diablo. A partir de estas dualidades la meditación de Gorostiza se desarrolla. Cabe decir que se trata de una verdadera meditación, es decir, un descubrimiento llevado a cabo en el interior de él mismo por su propia conciencia. A lo largo del poema las dualidades se invierten en su valor: lo que parece negativo es en realidad lo positivo. No es la forma sino la materia, no es la palabra sino el silencio, no es el ser sino la nada lo que, por decirlo así, triunfa al cabo. El giro de tuerca nos estremece conforme avanza el poema y llegamos al sorprendente final exhaustos, pero no de fatiga sino de conciencia.

Este ensayo forma parte del libro El fuego que camina, de próxima publicación en la Dirección de Publicaciones de Conaculta.

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