Jornada Semanal
Ricardo Venegas
A quince años de ausencia del gran escritor hidalguense, es justo rememorar sus charlas polémicas. Este 2014 se rememora a Octavio Paz, a José Revueltas y a Efraín Huerta, pero se ha omitido sistemáticamente a Ricardo Garibay, uno de los narradores mayores que mejor llevó el lenguaje a diversos géneros. Justo en esta entrevista aborda la pérdida del padre y lo mucho que se pierde cuando se vive para escribir.
-Dice José Emilio Pacheco que Beber un cáliz es en la narrativa lo que Algo sobre la muerte del mayor Sabines en la poesía...
–Es la muerte del propio padre, es algo evidente y
eminentemente personal, atañe al autor de manera directa; no pude
evadirme de las emociones que los acontecimientos procuraron. El autor
tiene que referirlas a él mismo y no a personajes ficticios que hubiera
creado si hubiera tenido otro plan. La muerte de Iván Ilich,
de León Tolstoi, es la muerte del personaje. El gran escritor ruso
ideó lo que ideó para escribir la obra. Aquí no se ideó prácticamente
nada; se ve agonizar y morir al padre y se transcribe directamente lo
que es eso y las emociones que produce, sólo puede ser un testimonio
íntimo de una intimidad desgarrada, penosa, dolorosa.
–Ha dicho que el arte se hace con el arte y la vida con la vida, ¿en dónde se sitúa Beber un cáliz?
–En hacer el arte de una agonía y de una muerte con
el arte, con la literatura. Normalmente se piensa que el arte se hace
con la vida y no es así; la vida transcurre como transcurre, el arte es
aparte. Si usted quiere hacer arte literario tiene que tener el don de
reunir las palabras. La vida transcurre fuera de la puerta de la calle y
quién sabe qué sea; si no tenemos fe religiosa no nos explicamos de
ninguna manera qué es la vida o por qué o para qué. Esa es una cosa y
otra es querer dar un girón de vida con las palabras, esto sería el
arte literario, esto fue lo que yo busqué (no digo que lo haya
conseguido). Por un lado el arte y por otro la vida, no tienen que ver
una cosa con otra.
–Usted reunió la obra poética de Concha Urquiza, ha impartido conferencias sobre El Cantar de los cantares, ¿qué tan importantes han sido para usted las figuras literarias de la religión y los estudios literarios al respecto?
–Todas las convicciones que uno tiene o que uno
logra reunir con uno mismo influyen poderosamente en lo que se hace y
escribe. Mi formación fue hondamente religiosa, la abandoné después,
pero queda como raíz de toda la textura humana que uno es y como la
posibilidad de invocación para una explicación de la vida. En un
ateísmo radical ilustrado, vamos a pensar en el gran poeta italiano
Giacomo Leopardi, cuyo ateísmo era absoluto, no hay explicación de la
vida. Él tuvo que inventar reverencia o devoción por la vida antigua de
los griegos, porque no tenía a mano nada que pudiera sostener la
existencia que él mismo llevaba. Forzosamente se busca un asidero, una
explicación de lo que es la existencia, y esa explicación,
obligadamente, tiene que ser religiosa. Dado mi comienzo
cristiano-católico, las explicaciones que van apareciendo, también las
ironías, si es que las tengo, derivan de esta formación de mi infancia;
es algo de lo que no puedo desentenderme porque, entonces tanto la
vida como mi propio ejercicio literario carecerían de sentido, no
tendrían una finalidad ni un arranque más o menos preciso; no habría
ningún argumento digno de ser contemplado sin este asidero, sin este
apoyo, vamos a llamarle aquí “sin esta fe religiosa”, que es el
sustento de lo que se vive.
–La casa que arde de noche es una casa non sancta de la que, se ha dicho, lleva en sí un tratamiento exuberante, ¿qué tan religioso es este libro?
–La casa que arde de noche es un burdel,
un prostíbulo. Encierra el problema de la belleza en el mundo, pero,
sobre todo, el de la belleza masculina en el mundo. Ese es el problema
de la novela: cómo la belleza en un hombre, cabalmente hombre, lo
conduce a la facilidad en la vida; esta facilidad que no exige de él
ningún esfuerzo lo lleva al mal, al abuso, a la violencia, al crimen, y
cómo la propia belleza, la llenazón de pecado, lo hace emerger, salir a
la superficie de una vida normal, sana, saludable, buena, donde el
amor de veras se puede dar. Dice Santo Tomás que el pecado de la carne
brutaliza. Aceptemos lo que dice Santo Tomás porque es una frase de
mucho gozo literario ¿no?, que no tenemos por qué mejorar, ya está
acuñada de manera casi perfecta: “el pecado de la carne brutaliza”, y
mientras mi personaje está en el pecado de la carne, que es, para
nosotros los mexicanos, el mayor de todos los pecados, el más anhelado,
está empantanado en el vicio, en el lodazal, y de ahí emerge poco a
poco, buscando, sin saberlo, el verdadero amor. Entonces se junta con
el personaje femenino llamado Sara, que es la virtud, la pulcritud, la
honestidad, la entrega leal, la contemplación del futuro en paz. Pero
antes Eleazar ha tenido que tocar el fondo del pecado hasta el hastío,
hasta la saturación que produce vómito y de ahí va emergiendo poco a
poco. El pecado de la carne requiere cierta monumentalidad, porque si
no se daría de modo muy aburrido, muy inocuo, y la menor monumentalidad
que puede tener es la que hay en un burdel internacional; en un burdel
donde se peca, digamos, a fondo, sin cortapisas y sin hipocresías,
donde se abraza o se asume el pecado con verdadera alegría.
–¿Cómo desarrolla la personalidad de sus personajes?
–Los personajes deben hablar como son, como hablan.
La tarea del escritor es entrar en el personaje, oír su habla y
escribirla. Los personajes habitualmente no piensan o deben pensar muy
poco. A nadie atraería una literatura donde los personajes se la
pasaran pensando, filosofando, esas son mamilas que a nadie atraen. El
personaje vive de modo inmediato o brutal, como usted quiera, y sólo,
de cuando en cuando piensa cosas populares, cosas que están en la
superficie. Está muy lejos de ser un pensador o un filósofo cualquier
personaje; vive, que es lo fundamental. Al vivir tiene que hablar y uno
debe escuchar el habla. Traza el personaje: es un vaquero, un
pistolero, un tahúr o un boxeador, ¡por Dios!, ¿es un vividor
descarado? Si uno lo ha trazado, uno tiene que oír su habla y
reproducirla con fidelidad, con lealtad, tal y como hablan de verdad
las gentes en el mundo, así debe hablar el personaje.
–¿Habría accedido a otro género literario para escribir su obra?
–No, puesto que no accedí no me hubiera sido
posible. Vamos a decirlo de este modo, según está programado desde el
principio de los tiempos. He conocido ya a hombres hechos para la
filosofía que han derivado en la literatura, literatura, por cierto,
muy pobre. He conocido a personas capacitadas para la literatura que
han derivado hacia la filosofía, aquello siempre ha resultado de mucha
pobreza. Uno está hecho para determinada cosa y debe hacer eso durante
muchos años para más o menos hacerlo bien y no traicionarse nunca. ¿Por
qué? No se sabe por qué; unos son escritores, otros filósofos, otros
arquitectos y otros, simplemente, son envidiables padrotes en cualquier
lugar del mundo. Cada quien tira por el camino que tiene prefigurado,
creo, lo que quiere decir que el destino es inevitable, está allí y uno
lo va buscando.
–No hay una unidad en su obra pero sí una descripción de la vida, ¿no lo cree?
–Fundamental. El personaje o los personajes deben
moverse en un girón de vida que uno escoge y allí, pues hay que conocer o
presentir o intuir qué es la vida en esa porción que uno ha escogido.
Digamos que hay que cumplir años, hay que trabajar mucho para conocer
un poco de la vida, y si pone a los personajes en un determinado
terreno o margen vital, puede uno describir esa vida tal como se da.
Por ejemplo, en la obra que llamo Par de reyes había que ver bien, a fondo, qué es la vida de dos pistoleros en el norte de la República a fines del siglo XIX,
que es ahí donde se da mi argumento. He tratado pistoleros, conozco el
norte de la República y traté durante largo tiempo a hombres de allá,
de Tamaulipas, los oí hablar. Oyendo hablar a los personajes uno va
descubriendo cómo es la vida que uno ha escogido para hacerla novela;
el habla es la vida, la lengua es la vida; si uno ve la lengua, la
conoce y la domina, uno sabe cómo es la vida de esos personajes.
–¿Hay alguna obra suya que haya deseado continuar?
–El escritor se echa a escribir una obra, a veces tarda, como en el caso de Par de reyes, veintiséis años; en el caso de Triste domingo, ocho o cuatro (no recuerdo cuántos), a veces, como en el caso de La casa que arde de noche,
un mes; escribí un mes doce horas diarias y salió la novela. Uno pone
el punto final y ese punto es final definitivamente, uno no va a
continuar con esas historias. Hay escritores que sí. Está el caso del
buen escritor Álvaro Mutis con la saga del gaviero, digamos; él sí
sigue un personaje, yo no. Yo termino con un personaje y termino para
siempre. Después hay mucha nostalgia de eso, uno quisiera haber seguido
escribiendo sobre eso, pero ya no dio para más.
–¿Cómo logra el autor ser olvidado para que su personaje sea inmortal?
–Es el ideal de todo escritor, no tanto sobrevivir
él, sino que sobreviva su creatura. Digamos que pocos saben quién es
Cervantes, pero todo mundo sabe quién es el Quijote; es el ejemplo
supremo, a propósito de todo esto. Difícilmente se sabe quién es
Homero. Hay que estudiar en la preparatoria y luego en la Facultad para
saberlo; pero ahí están Héctor y Áyax y Aquiles para siempre.
Sobreviven los personajes, no el autor, nadie sabe quién escribió El cantar de los cantares,
pero ahí está el gran poema inmortal, que en este mismo momento está
sucediendo. En la literatura no hay tiempo, no transcurre, no pasa,
queda fija como un logro: la gran literatura, perfecto. Producido por
un autor, por un ser humano ¡que quién sabe quién será y a nadie le
importa ya!
–¿Usted ha elegido a los personajes o ellos lo han elegido?
–La pregunta es buena porque es las dos cosas. Uno
va buscando un ideal, un ideal que uno quiere para uno mismo; cada
personaje forma parte de un afán personalísimo de vivir como el
personaje, un afán personalísimo y siempre frustráneo porque nunca se
consigue. Yo hubiera querido ser un padrote insigne como mi personaje
Eleazar de La casa que arde de noche, sí, me hubiera gustado mucho; hubiera querido ser un pistolero letal, como uno de mis dos personajes de Par de Reyes, sí, evidentemente; uno querría ser todo un señor de mundo como el Eleazar de Triste domingo; uno quisiera alguna vez haber vivido un amor como el de Fabián por Alejandra en Triste Domingo,
sí, pero uno acaba siendo un pobre escribano que escribe casi el
dictado, ha buscado los personajes, y los personajes han surgido ellos
solos, no sé de dónde. En la autobiografía de Golda Meir, la mujer que
fue primera ministra de Israel, mujer excepcional, ella dice: “No que
Jehová nos haya elegido [ella es judía], como pueblo elegido, sino que
nosotros elegimos a Jehová; como pueblo escogido por él, nosotros lo
buscamos y lo elegimos”. Eso me pareció extraordinario, me pareció un
atisbo hermosísimo.
Jesucristo: si no creemos en su divinidad sí creemos
en su grandeza, se elige a sí mismo como hijo de Dios y Dios mismo,
como el principio y el fin de todo, como el hacedor y como el redentor;
él dice de él eso. Bueno, Jesucristo es una persona y se elige como
personaje; yo elijo a mi personaje, lo vislumbro, conforme voy
escribiendo él se hace. El personaje no se hace solo, no existe fuera
de mis palabras, por su puesto, pero conforme van saliendo mis
palabras, mis diálogos, mis descripciones, el personaje se va haciendo.
¿Yo lo elijo? Sí. ¿Él se elige a sí mismo? Sí. ¿El me elige como
autor? Sí. Uno acaba profundamente agradecido, cuando logra la obra, con
los personajes. Porque cumplieron, por encima de la capacidad y
esperanzas de uno, un papel, y ahí están, existen.
–¿Ha pensado en lo que se convertirá su obra con el paso del tiempo?
–Sí, es probable. Uno escribe todo con el afán de
conseguir, a través de cada renglón, una obra maestra. Ese es el afán.
En algunas obras donde pone especial intensidad o interés o tiempo, uno
siente que ha logrado eso: la obra maestra o la obra ineludible
literariamente hablando. Uno también tiene que reconocer que en algunas
obras, cuando la obra ya es un poco extensa –veo el caso de Juan
Rulfo, que escribe dos brevísimos libros; a Rulfo no le quedaba más que
considerar excelentes sus dos obras–; cuando la obra ya es extensa,
uno tiene que reconocer que en muchas partes se ha quedado en el valle,
no ha llegado a ninguna cumbre. Y muchas veces la proposición
literaria original ya, en sí misma, no es ni puede ser una cumbre,
porque no habría literatura amena, todo sería sensacional, monumental, y
no hay muchas obras excelentes que no rebasan un codo del suelo, ahí
van y son muy dignas de ser leídas además, ¿no? Henry James nunca logra
una obra cumbre, Aldous Huxley tampoco. Muchos escritores contemplan
la vida como una medianía y la reproducen excelentemente, otros la
contemplan como una cima, como una montaña colosal, es el caso de
Tolstoi (¡y lo consiguen!). ¡Qué sé yo! Valles y cumbres, hay eso en
toda obra un poco extensa.
–¿Cómo identifica el lector una obra maestra?
–Yo creo que ahí viene el temperamento del
escritor. Cuando está usted delante de un escritor inmoderado,
desorbitado, digamos de temperamento en cierta forma heroico, estará
ante la posibilidad de esperar una obra cumbre. Si está ante un hombre
muy equilibrado, muy académico, no esperará nunca la obra cumbre porque
nunca se dará. Tenemos el caso de dos o tres buenos escritores
mexicanos que contemplan la vida como una medianía, acaso porque la
medianía les pertenece. No hay el aliento desorbitado de crear algo de
mucho nivel, de mucha altura, y claro, no se consigue. ¿Yo lo he
conseguido? No digo eso. Digo que sí he pretendido hacer obras cumbres,
que he pretendido, no que lo haya logrado, porque luego declaro una
cosa y me ponen otra, entonces me ven como alguien de una pedantería
insoportable.
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