Laberinto
Ana Ruiz
Cuando
en 2010 ganó el Premio Cervantes, el más importante en lengua española,
con- movida, Ana María Matute dijo: “He dado toda mi vida a la
literatura”. No le importaba si el jurado había realizado hasta seis
votaciones porque no se ponía de acuerdo en sus méritos. Ella tomó el
premio como un reconocimiento a su entrega total, al esfuerzo que
durante más de seis décadas —desde que tenía diecisiete años, cuando
escribió su primera novela, Pequeño teatro — dedicó a la
literatura. La novela tuvo que esperar once años para ser publi- cada.
Sin embargo, Matute perseveró como había perseverado para salir adelante
en una sociedad hostil en la que había nacido el 26 de julio de 1925.
Lectora
compulsiva, amante de los autores rusos desde que se inició en los
cuentos de Anton Chéjov, Matute se dio a conocer en la revista Destino publicando cuentos, a los dieciséis años. En 1948 publicó su segunda novela, Los Abel, finalista del Premio Nadal, y un año más tarde En esta tierra, censurada por el gobierno franquista y reeditada en los años noventa con el título de Luciérnagas.
Se
dedicó entonces a la labor docente fuera de España, en Estados Unidos.
Fue un silencio largo, pero ella mantuvo su decisión de seguir
escribiendo. Publicó en los años cincuenta y sesenta novelas como Fiesta al noroeste y libros de cuentos como La pequeña vida.
En
los cincuenta se casó y tuvo un hijo, Juan Pablo, al que dedicó todos
sus libros infantiles. El naufragio de su matrimonio la llevó a perder
no solo la custodia sino la posibilidad de ver a su hijo, lo que la
sumió en una primera depresión que marcaría su carácter y su
personalidad.
Matute se refugió en la literatura y publicó novelas como Los soldados lloran de noche (1963) y El río (1973), y libros de cuentos como El arrepentido (1961) y El aprendiz
(1972). Al rememorar sus inicios, comentaba: “La osadía que impulsa a
los adolescentes y a los ignorantes y a los fabricantes de inventos y
sueños, todo eso me empujó a llevar mi primera novela a probar fortuna
en una editorial. Pero mi mayor osadía era no solo llevar una novela
casi adolescente a una importante editorial, sino que encima la llevaba
escrita a mano, en un cuaderno escolar”.
Matute
decía que desde su primer cuento —a los cinco años— hasta su último
libro, que los recoge casi todos, comprobó satisfecha que por fin el
cuento había ingresado a los géneros respetados de nuestra literatura,
aunque lamentó “que aún en nuestros días los cuentos de hadas sean
mutilados bajo pretextos inanes de corrección política. Me estremece
pensar que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño
significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos
no solo mortalmente aburridos, sino, además, necios. ¿Y aún nos
preguntamos por qué los niños leen poco?”
En
su discurso de aceptación del Premio Cervantes, Matute no olvidó citar
la dura experiencia de la Guerra Civil española, que vivió cuando tenía
once años y marcó profundamente su vida y su obra: “Solo recuerdo que el
mundo se había vuelto del revés, que por primera vez vi la muerte, cara
a cara, en toda su devastación”.
En
1984, un tanto reconciliada con su país natal, Matute recibió el Premio
Nacional de Literatura Infantil y Juvenil de España por su libro Solo un pie descalzo,
lo que representó su vuelta al primer podio del ruedo literario. Pero
su depresión no había acabado y volvió al silencio, del que regresó en
1996 con la que se considera su gran obra, Olvidado Rey Gudú:
“Gracias al Rey Gudú y a Carmen Balcells, que me animó a que terminara
ese libro, volví a ser la Matute. Las depresiones son muy duras, no se
sabe de dónde vienen, porque yo era muy feliz. Y el médico me dijo que
la vida pasa factura. Pero la verdad es que no lo sé”.
Había
encontrado un particular método para salir de sus depresiones: la
lectura, a la que dedicó la mitad de su vida. “Sin literatura no podría
vivir —dijo alguna vez—. La literatura es y ha sido el faro salvador de
muchas de mis tormentas”.
En
una rueda de prensa celebrada tras conocerse la decisión de otorgarle
el Premio Cervantes, Matute aseguró haber vivido un estallido de
felicidad al recibir la noticia y confesó que durante la noche anterior
no pudo dormir por los nervios que le provocaba su candidatura.
Matute
aseguraba que “toda la música del mundo, la audible y la interna, nos
la inventamos, y que quien no inventa, no vive”. Resumía su vida
literaria confesando que, tras la revelación de que sería escritora
gracias a una chispa azul que vio cuando partía un terrón de azúcar,
comenzó a inventar: “Y me permito hacerles un ruego: si en algún momento
tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que
transmiten mis libros, por favor, créanselas. Créanselas porque me las
he inventado”.
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