Nexos
Héctor Aguilar Camín
Ha muerto el mayor autor y el más querido de las letras españolas. Lo quisieron por igual los lectores y las musas. Y lo quiso también la historia que le dio una vida digna de su imaginación.
La vida de García Márquez se parece a una novela suya. Su abuelo fue un coronel que perdió una guerra luego de pelearla, entre otros, contra dos de sus hijos “ilegítimos”, nacidos fuera del matrimonio.
El abuelo derrotado casó luego con su prima hermana y, andando el tiempo, mató al hijo de una de sus amantes. Tuvo como oficio familiar la orfebrería, crió a un nieto de padre ausente que sería escritor de fama mundial, y murió a resultas de una caída cuando trataba de bajar un loro prófugo de un árbol del patio de su casa.
El padre de García Márquez fue un Don Juan itinerante, dedicado a embaucar pueblos y mujeres con pócimas homeopáticas de su invención. Manes de la homeopatía: deploraba inconsolablemente la proclividad de su hijo mayor a inventar y magnificar. Creía saber con exactitud en qué parte del cerebro se alojaban las facultades del alma y durante un tiempo consideró seriamente la posibilidad de trepanarle el cráneo a su hijo para ajustarle el sitio “donde se ubican conciencia y memoria”.
Todo esto puede leerse en la biografía de Gerald Martin, Gabriel García Márquez. Una vida (Debate, 2009). El personaje central de esa biografía nace en un pueblo perdido de la costa colombiana, conoce a su madre hasta los siete años, aterroriza a sus compañeros de internado con sus sueños y alaridos nocturnos. Tiene el don de la lengua pero no el de la ortografía. Decide casarse con la mujer de su vida el día que la ve, todavía niña, por primera vez. Fuera de su país, pasa hambre y llega a pedir limosna. Tiene la convicción de ser un escritor fracasado justamente en los meses previos a la aparición en su cabeza de una novela que diecisiete años después de publicada lo hace Premio Nobel de Literatura, y cincuenta años después le otorga la confirmación de sus pares como el escritor de lengua española más celebrado y reconocido del siglo XX, comparable sólo a Cervantes, aunque no sabe escribir diálogos.
Las historias de García Márquez han tomado carta de naturaleza en la literatura mundial con la etiqueta de realismo mágico. Pero no hay nada mágico en García Márquez, en el sentido de un mundo paralelo de fantasía de juegos pirotécnicos; tampoco hay realismo simple, en el sentido de la consignación verosímil de historias y personajes de la vida real. Lo que hay es una mirada que ve lo que otras no ven, una imaginación que une lo que otras no unen, un idioma decantado hasta la transparencia, cuya precisión linda con la taxonomía, cuyas reverberaciones tienen la fuerza de la intuición poética y cuyo humor transmite una visión a la vez trágica, límpida, sonora y desordenada de la vida.
“El Gabo no inventa nada”, dice Mercedes Barcha, su mujer: “Todo está ahí”.
Antes de cumplir ochenta años García Márquez se puso a releer sus libros. Regresó de ellos con la misma sorpresa adánica, alucinada, de sus primeros lectores. Preguntaba a su mujer y a sus hijos: “¿Cuando yo escribí esto, no estaba loco?”. La respuesta era no. Él insistía: “¿Parecía loco?”. En absoluto. “¿Tomaba mucho, fumaba mota?”. Nada, salvo café y cigarrillos, y algún trago, pero nunca mucho y jamás para escribir, cosa que hacía como director de escuela por la mañana, de nueve a tres, con regularidad solar, mientras se lee y se consulta todo lo que hay que leer y consultar sobre lo que se escribe.
Nada me impresionó tanto en el trato del Gabo como la tranquilidad que fluía de su persona, su falta de prisa, la redonda calma con que pasaba por la vida diciendo cosas inesperadas, inconfundiblemente suyas. Por ejemplo: “Lo malo de la vida no es que dure poco sino que siempre termina igual y, además, se va muy rápido”.
Pensé mucho tiempo que aquella tranquilidad soberana era la conclusión de una vida cumplida: la serenidad de un hombre que nada más tenía que pedir a la vida. No es así, desde luego. Siempre hay algo más que pedirle a la vida.
La parsimonia vital de García Márquez creo que era el fruto de un don aparte, el don de la concentración y la paciencia propias del artesano que alcanza la redondez de su vida en la redondez sin prisa de su oficio. Dice un proverbio náhuatl: “El artista todo lo saca de su corazón, obra con tiento, con cuidado”. Ese proverbio está unido en mi cabeza al oficio de escribir de Gabriel García Márquez. Y, desde que pude tratarlo, a su oficio de vivir.
El milagro de la escritura de García Márquez ha creado un milagro mayor, más difícil, si cabe, de hallar en el mundo: el milagro de un escritor tan admirado como querido, cuyos logros celebran como propios millones de lectores y, más raro aún, miles de colegas.
Un día García Márquez me preguntó mi edad. Cuarenta y cinco, le dije y él me contestó: “Si yo tuviera cuarenta y cinco años, me comía el mundo”. Tenía sesenta y cinco entonces. El día que cumplió ochenta me preguntó de nuevo cuántos años tenía: “Sesenta”, le dije. “Si yo tuviera sesenta años en este momento”, me dijo, “me comería el mundo”.
La verdad es que se había comido el mundo a los cuarenta y cinco años, se lo seguía comiendo a los sesenta y se lo sigue comiendo ahora que se ha ido, mientras lo celebra universalmente la lengua española con las primeras planas de su inmortalidad.
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