sábado, 4 de enero de 2014

Tres centenarios: Paz, Huerta y Revueltas

4/Enero/2014
Laberinto
Evodio Escalante

Nacidos en 1914, amigos y compañeros de páginas, de inquietudes literarias y por un instante breve, de luchas sociales, el siguiente ensayo traza el camino que siguieron los dos poetas y el narrador, un sendero teñido de aspereza pero no de enemistad

A mediados de 1943, un joven escritor que se había formado y que había tenido sus primeros éxitos literarios en el sexenio de Lázaro Cárdenas (1934–1940), se siente a tal grado asqueado del giro conservador que ha dado la política nacional con la presidencia de Manuel Ávila Camacho y con el subsecuente ambiente de hipocresía y corruptela que domina en lo que él llama “la casta literaria y artística”, que, pertrechado por una beca Guggenheim que recién ha obtenido con el apoyo de Alfonso Reyes, se dispone a dejar el país. Pero no lo hace sin exponer en público su insatisfacción. Sostiene categórico que México se ha convertido en “el país de la falsificación y la mentira”, que los especuladores se enriquecen a costa de incrementar la miseria de “las clases pobres y medias” y que la crítica literaria vive, de plano, una época abyecta. Chantajistas e inquisidores, en palabras de este angry young man, los plumíferos mexicanos “incapaces de realizar una crítica creadora y honrada, ofenden e injurian a todos aquellos que piensan que la literatura no tiene nada que ver con la charla de los loros, con el mugido de las vacas o con las palabrotas de los matones y pistoleros.” Se simula la democracia en lugar de ejercerla. Cada jefecillo o caudillo literario tiene a su servicio “una diligente manada de perros literarios” listos para ladrar y morder a todo aquel que se opone a los caprichos del tiranuelo. Se trata, en suma, de una crisis de la literatura mexicana “que abarca no solo a los pobres pandilleros sino a todos, sin excluir a las víctimas de las injurias y provocaciones de los gangsters.”

Los poetas chillan en lugar de escribir poemas, los pintores prefieren redactar manifiestos a pintar cuadros, y hasta los filósofos (supongo que se refriere a García Bacca y a José Gaos) dan gato por liebre pretendiendo vendernos su vieja mercancía colonialista en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. ¿Y de la novela y la poesía que escriben sus coetáneos, qué dice? Transcribo su ácida opinión: “las divagaciones místico-indigenistas se visten con el ropaje de la novela y hasta del marxismo; anacrónicos Antonios Plazas confunden sus sórdidos conflictos eróticocabareteros con la poesía y pretenden hacernos creer que esa chabacanería de hampones es la expresión del sano espíritu del pueblo…”
Todo sería entendible y hasta compartible en el autor de estas líneas, un joven iracundo llamado Octavio Paz (1914–1998), si no fuera porque en este último párrafo se está refiriendo al narrador José Revueltas (1914–1976), cuya novela El luto humano acababa de ganar el primer lugar en el premio convocado por la Unión Panamericana de Washington, y el consiguiente derecho de representar a México en este concurso, y si no fuera porque el poeta aludido es ni más in menos que Efraín Huerta (1914–1982), sus dos amigos más cercanos de la revista Taller (1938–1941).

¿Cómo saber que alude a ellos, pese a que no menciona sus nombres? Además de que las referencias resultan transparentes, apenas tres semanas antes el mismo Paz había dado a conocer una severa nota bipolar acerca de El luto humano en el periódico Novedades, hospitalario entonces a sus colaboraciones, en el que condenaba lo que a él le parece un intento frustrado de novela sin dejar paradójicamente de elogiar a la persona que la escribió. José Revueltas, en efecto, le parece talentoso, dotado de fuerza imaginativa y dueño de un vigor y una sensibilidad fuera de serie. Todavía más, reconoce que “es el primero entre nosotros que intenta crear una obra profunda, lejos del costumbrismo, la superficialidad y la barata psicología reinantes.” Lo anterior, empero, no le impide destrozar su texto. Sostiene Paz, resumiendo su juicio: “La novela, como se ve, está contaminada de sociología, religión e historia antigua y presente de México. Otro tanto ocurre con su lenguaje, a ratos brillante, a ratos extrañamente torpe, desaliñado y siempre con un lastre de lirismo sin empleo. También son notables su torpeza para relatar —que nace, seguramente, de esa incapacidad de ciertos escritores modernos para decir las cosas de un modo sencillo— y sus frecuentes confusiones de tiempo y espacio.” No acaba aquí el dicterio. Agrega: “A la novela le falta el sentido del tiempo, de la duración tanto como del suelo. Todo esto contribuye a que la acción deshilvanada transcurra en una atmósfera pantanosa, en la que a veces desaparecen sus fantasmales personajes.”
Hay que decirlo de frente: Paz nunca fue un buen crítico de novela, y resulta curioso que le reproche a Revueltas una torpeza para relatar (sic), no saber manejar el tiempo, proponer una “acción deshilvanada” y que sus personajes desaparezcan como fantasmas, comentarios que pareció calcar Alí Chumacero un decenio después cuando reseñó la primera edición de la gran novela de Rulfo, Pedro Páramo.

Más injuriante, si cabe, es el juicio acerca de Efraín Huerta. La comparación con el poeta populachero Antonio Plaza (célebre entre otras cosas por su poema “A una ramera”) tiene por supuesto un ánimo denigratorio. Huerta, según esto, confunde los “sórdidos conflictos eroticocabareteros con la poesía” y llevado por sus impulsos populistas quiere hacernos creer que esa “chabacanería de hampones” expresa el “sano espíritu del pueblo.”
¿Qué es lo que provoca esta descarga de moralina? Sin duda, la publicación en revista de “La muchacha ebria”, que Huerta incluiría en Los hombres del alba (1944), considerado por muchos críticos como su mejor libro de poemas. Trascribo el arranque:

Este lánguido caer en brazos de una desconocida,
esta brutal tarea de pisotear mariposas y sombras y cadáveres;
este pensarse árbol, botella o chorro de alcohol,
huella de pie dormido, navaja verde o negra;
este instante durísimo en que una muchacha grita,
gesticula y sueña con una virtud que nunca fue la suya.
(…)
Ah la muchacha ebria, la muchacha del sonreír estúpido
y la generosidad en la punta de los dedos,
la muchacha de la confiada, inefable dulzura para un hombre,
como yo, escapado apenas de la violencia amorosa.
Resulta bizarro que este poema que Paz abominaba sea uno de los que le habrá de merecer, treinta años más tarde, la admiración incondicional de la naciente tropa infrarrealista encabezada por Mario Santiago y Roberto Bolaño. Los infrarrealistas, que detestaban con fervor a David Huerta, y a todo lo que sonara a poesía exquisita, no solo adoraban a su padre, Efraín, sino que de algún modo lo “incorporaron” a su empresa de agitación cultural. La publicación del libro de Santiago Papasquiaro, Jeta de santo (Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2008) no me deja mentir. Hay ahí cuando menos tres textos de homenaje a “Infraín Huerta (1914–1982)” elevado al rango de mentor y santo patrono del movimiento, como lo prueba este fragmento:

Es 1 viejo jipi estalinista/ atlantista & erotómano
Encerrado en su semidesnudez & sus libracos
No posee joroba
Pero sus hijos/ sembrados en el amanecer de los caminos
Lo tenemos por sagrado

Menciono, así sea de paso, el “rescate” de los infras, que solían frecuentar a Huerta en su departamento de Polanco, porque ellos han sido prácticamente los únicos hasta ahora que han reclamado ser no solo los herederos sino los “hijos” de su poética callejera y a menudo ríspida.

Vuelvo a la historia inicial. Lo que llama la atención es que ni Revueltas ni Huerta le tomaron rencor a su amigo por estos ataques, ni hay huellas, hasta donde sé, que hubieran respondido a sus críticas. Al revés, siempre le guardaron enorme admiración y respeto. Un breve repaso a Aquellas conferencias, aquellas charlas (UNAM, México, 1983) de Efraín Huerta, permite corroborarlo. De nadie se expresa el Cocodrilo con mayor entusiasmo que de la figura de Paz. De sus años de juventud: “¿Qué era y cómo era? Era fervor puro, inquietud pura; era un alucinado, era un impetuoso, un hombre ardiendo, un poeta en llamas. Era un hombre animado por una pasión, consumido por una pasión.” Empero, es también un torbellino que lo mismo despierta veneración que repudio. Lo registra Huerta en estas conferencias de finales de los años sesenta: “Octavio Paz, como poeta nacido en México, tiene en México sus más feroces y despiadados detractores, al par que sus adoradores más fanáticos. Negarlo tercamente, es tan dañino como venerarlo.” El comentario final no podía ser más elogioso: “Octavio ha cumplido cincuenta y tres años. En estos segundos, en su hora, en su tiempo, es el más joven entre todos nosotros, sus más fieles contemporáneos; es el más joven entre los jóvenes, el más poeta entre todos los poetas de su tiempo.”

Habiendo dimitido de la Embajada de México en la India a raíz de la represión contra los estudiantes orquestada por el gobierno de Díaz Ordaz el 2 de octubre de 1968, Paz, en su doble faceta de poeta y ensayista, se convirtió como por arte de magia en el Herbert Marcuse que teníamos a nuestro alcance: un faro moral e intelectual que podía orientarnos en nuestra resistencia contra el poder establecido. Despertaba una fascinación irrestricta en gran parte de los universitarios de aquella época. Anunciarse una lectura de Octavio Paz en el Auditorio Justo Sierra de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y presenciar un lleno completo era un símbolo de los tiempos, tan sencillo como esto. Me tocó estar en una multitudinaria lectura que debería tener lugar, precisamente, el 10 de junio de 1971. Estaba por iniciarse el acto cuando Paz anunció que le llegaban noticias de que grupos paramilitares estaban golpeando a los estudiantes en la Ribera de San Cosme, y que este hecho obligaba a suspender el acto. Nunca tuvo entre nosotros un rating como en esa época.

Las posiciones políticas de Paz, una vez establecido en México, empezaron a identificarse con las de los neoliberales en el poder. Recuerdo mi impresión un día que pasé a saludarlo en su departamento de Paseo de la Reforma a principios de los años 80, ya en pleno régimen de Miguel de la Madrid, y lo primero que me dijo fue: “¿La estamos haciendo bien, no le parece?” El implícito de su frase, al menos así lo interpreté, es que él se consideraba parte, así sea no oficiosa, del gabinete que entonces gobernaba el país. Este giro que desmentía su anterior posición disidente, por supuesto que afectaba su imagen pública. No es de extrañarse que los mismos estudiantes que lo veneraban en 1971 lo recibieran con rechiflas pocos años después, en mayo de 1977, cuando Hugo Gutiérrez Vega, entonces director de Difusión Cultural de la UNAM, organizó una lectura colectiva en el Palacio de Minería, en la que participarían los poetas más reconocidos del momento: Sabines, Bañuelos, Labastida, García Terrés, el propio Gutiérrez Vega, etc. Los poetas entraron en fila a ese auditorio que los aguardaba con expectativa… Cuando Octavio Paz, seguido inmediatamente por Efraín, entró en el lugar, fue abucheado por la multitud. La reacción de Huerta no se hizo esperar: se giró de inmediato y manoteando y haciendo gestos de que nos calláramos (una operación por un cáncer en las cuerdas vocales lo había dejado afónico) logró aplacar las muestras de disgusto. Lo sorprendente aquí no fue que los estudiantes rechazáramos a Paz, sino que, muy obedientes, nos calláramos ante este decidido gesto de su gran amigo de juventud. En efecto, a Huerta, pasara lo que pasara, siempre le tuvimos ley, como se dice en el norte.

José Revueltas, salvo una breve anotación en su Diario, donde a la letra afirma “el pensamiento de Octavio Paz se dispara al aire”, con lo que da a entender que como ensayista, sobre todo en su aspecto filosófico, Paz se deja llevar a menudo por impulsos rapsódicos, mantuvo hasta el fin una relación muy cordial con su compañero de generación. Las otras referencias que existen se remontan a los días en que Revueltas se encontraba en la cárcel de Lecumberri en calidad de preso político, castigado por su participación en el movimiento del 68, por supuesto. Le anota en carta a su hija Andrea: “El domingo pasado vino a verme Octavio Paz. Vino en compañía de Montes de Oca. Como siempre magnífico, limpio, honrado, este gran Octavio a quien tenía más o menos ocho años de no ver o algo así.”

Más conocida es la carta pública que le envía Revueltas a Paz desde Lecumberri en 1969. Entresaco un primer párrafo indicativo: “Martín Dozal [este es el nombre del estudiante con el que José compartía su celda] lee a Octavio Paz; tus poemas, Octavio, tus ensayos, los lee, los repasa y luego medita largamente, te ama largamente, te reflexiona, aquí en la cárcel todos reflexionamos a Octavio Paz, todos estos jóvenes de México te piensan, Octavio, y repiten los mismos sueños de tu vigilia.”

En el país del siniestro cacique de Cempoala, como se lee en el poema de Paz titulado “El cántaro roto”, esto es, en el México represor de Díaz Ordaz, de Echeverría y de Gutiérrez Barrios, los poemas y los ensayos de Paz son como una lámpara en las tinieblas. Por eso Revueltas añade ahí mismo, en clara alusión a este glorioso poema de La estación violenta del propio Paz: “No, Octavio, el sapo no es inmortal, a causa, tan solo, del hecho vivo, viviente, mágico de que Martín Dozal, este maestro, en cambio, sí lo sea, este muchacho preso, este enorme muchacho libre y puro.”

En medio de la desesperación más espantosa, “cuando ya creíamos perdido todo, cuando mirabas a tus pies con horror el cántaro roto”, parece agregar Revueltas, he aquí que existen los estudiantes rebeldes y he aquí que tus poemas confirman y alientan esta rebeldía. “Hemos aprendido desde entonces —asegura Revueltas ya casi para concluir— que la única verdad, por encima y en contra de todas las miserables y pequeñas verdades de partidos, de héroes, de banderas, de piedras, de dioses, que la única verdad, la única libertad es la poesía, ese canto lóbrego, ese canto luminoso.”

Teniendo tras de sí una larga carrera como novelista, cuentista, periodista, dramaturgo y guionista de cine, José Revueltas escribirá en Lecumberri lo que es sin duda su testamento y su obra maestra: El apando (1969). Yo había participado como estudiante por esos años en un movimiento popular en contra el gobernador del estado de Durango y había sido secuestrado por elementos del ejército federal, en compañía de algún otro estudiante y de un pintor de brocha gorda al que de cariño apodábamos “Siqueiros”. Desperté en el Campo Militar número 1 y fui interrogado por Miguel Nassar Haro. Entiendo que algunos periódicos dieron noticia de las manifestaciones que había en mi natal Durango, exigiendo a las autoridades que devolvieran a los “desaparecidos”. Como era, y desafortunadamente sigue siendo, la costumbre en la política nacional, estas “desapariciones” forzadas se realizaban al margen de la ley y por decirlo así “en lo oscurito”. Solo el gobierno, en dado caso, podría saber dónde estábamos.
Por esas fechas, Revueltas había salido de la cárcel gracias a un indulto de Echeverría y se había internado en el Hospital de Nutrición de la Ciudad de México, con el fin de hacerse unos estudios pues padecía del páncreas. Ahí coincidió con una estudiante de Durango, internada igualmente en el hospital. Se hicieron de plática y Revueltas le preguntó si me conocía. A la respuesta afirmativa de la estudiante, Revueltas le dio un ejemplar dedicado “de su puño y letra”, como luego se dice, de la segunda edición de El apando, para que me lo entregara al regresar a provincia. Esa dedicatoria fue para mí un regalo muy especial, pues Revueltas no me conocía sino de nombre. Rebosante de idealismo optimista, escribió en la dedicatoria: “Para Evodio Escalante y a través suyo, a los universitarios de Durango —valientes, intrépidos, insobornables. José Revueltas. Febrero, 1972.”
Seis años más tarde, Efraín Huerta, cuyos “poemínimos” le habían labrado una nueva notoriedad entre la gallera literaria, me puso esta dedicatoria en un ejemplar de sus 50 poemínimos (Taller Martín Pescador, México, 1978): “Para Evodio, escalantemente poeta, ¡ay carajo! Efraín.” Mi nombre, por cierto, lo escribió con una caligrafía intencionadamente temblona, como si le evocara una película de horror. Sin duda era un tipo sumamente querible. Aunque conversé un par de veces con Octavio Paz, a quien en lo fundamental siempre admiré, nunca me pasó por la mente pedirle que me autografiara uno de sus libros.
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EL CÁNTARO ROTO (fragmento)
Octavio Paz

El dios–maíz, el dios–flor, el dios–agua, el dios–sangre, la Virgen,
¿todos se han muerto, se han ido, cántaros rotos al borde de la fuente cegada?
¿Sólo está vivo el sapo,
sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco,
sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?

La estación violenta (FCE, México, 1958), p. 50

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