Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer
Escribiré libros. Libros que
expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo
execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la
familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de
cualquiera otra fe o mito.
Francisco Tario
Francisco Tario
Leer a Francisco Tario
es como caminar desnudo y con los ojos vendados por la calle principal
de la ciudad a medianoche: puede ser aterrorizante o muy ameno, depende
de lo que le divierta. La peculiaridad principal de leer a Tario es
que cada texto puede ser una nueva aventura sin ninguna relación con la
anterior. Tario el desconocido, Tario el invocado, Tario el
incomprendido. Contemporáneo virtual de Arreola y de Rulfo, Tario ha
tenido la discutible suerte de no haber sido raptado por la
oficialidad, así como el discutible privilegio de ser acogido por
cultos y culteranos, algunos de los cuales lo citan sólo para demostrar
cuánto saben más que los demás, pero no por el gran público. A estas
alturas, a Tario ya no le importa ni le interesa. Como sus coetáneos,
ha pasado a mejor vida: ésa donde sólo se le juzga por su tremenda obra
literaria, y ya no por sus posibles excentricidades o por su
contraposición a las camarillas en el poder editorial, como se puede
deducir de la ausencia de becas, reconocimientos o premios durante su
vida terrena. La buena literatura es la que está bien escrita; y con
Tario se debe añadir: y también bien leída.
Con Tario, el lector se enfrenta a la penosa tarea
de adjetivarlo, para quedar mal irremediablemente. Tario conjuga
aspectos propios de la postmodernidad, aunque entonces apenas se gestaba
ese concepto: escribía de todo aquello que le es ajeno al hombre, pero
lo hacía a partir de la individualidad que vuelve universalidad. Más
aún, sus textos dan nota de un hombre solitario, ajeno a su entorno,
despreocupado de hacerse notar como mexicano. En La noche
llega al extremo de narrar las peripecias de objetos y animales
humanizados: féretros, perros, trajes, gallinas, etcétera, hablan de
sus dificultades cotidianas y existenciales. ¿Cuándo iba a agradar esto
a la oficialidad literaria con su necesidad de que la producción
cultural fuera lo más mexicana posible, lo suficiente para poderla
exportar? Además, Tario gusta de hablar y a veces hasta de mofarse de
los delirios humanos: los saca de la clandestinidad, los exagera y, lo
que es peor, nos muestra que cualquiera de nosotros podríamos estar en
las mismas condiciones que el histérico cruel, o que el creyente de
fantasmas que termina de marido cornudo, o que el sociópata empedernido
que piensa en cómo hacer repugnante el mundo para todos, o que el
hombre que tardíamente descubre que la vida puede no tener sentido,
pero que hay que sacarle jugo a cada instante, y sin embargo ya no
puede hacer nada por el tiempo perdido.
Los cuentos de Tario van recorriendo el inacabable
espectro de lo deshumanizado y, todavía peor, de lo deshumanizante.
Mejor aún, no lo hace para dar lecciones de moral o para educar por
anticlímax (como decía Kierkegaard por esas fechas en su Tratado de la desesperación),
sino para evidenciar que una parte inexpugnable de todo humano estará
siempre sola y aislada, ya en el tiempo, ya en su percepción de la
realidad, ya de las miles de cosas que involuntariamente o contra su
voluntad le pasan por la cabeza (como el mortal castigo de escuchar
polkas de la nada, cual tumor maligno musical) tanto en la vigilia como
en el otro reino del terror que, nos lo recuerdas, oh, implacable
Tario, sin duda es el dominio de lo onírico. Además, con una mano más
implacable que la de Rulfo, no por ello menos elegante, nos embarra en
la cara nuestra calidad de viles mortales, ya mostrando cómo la
longevidad puede ser cosa del engaño más burdo, ya evidenciando que nos
morimos cuando le da la gana a alguien más y que en ocasiones ese
alguien, sin la menor misericordia, bien nos puede devolver al mundo de
los vivos en tal estado que ni siquiera la viuda, o exviuda, quiera
estar ahí con el resucitado; o bien ese alguien nos puede poner a
penar, incluso por toda Europa, en busca de un lugar (una casa, un
pueblo, un país) donde ser fantasma (¿en vida?) no sea tan duro. Si
consideramos que buena parte de la obra de Tario se publicó durante el
llamado “milagro mexicano”, bien puede comprenderse que en un país donde
la esperanza escurría de los sindicatos y la bonanza de las entidades
gubernamentales, no se le diera ningún reconocimiento oficial a un
autor dedicado a evidenciar los aspectos más sombríos de aquellos
lectores.
Esa forma de ver la vida trasmina incluso al amor, tema ineludible. Desde los desconcertantes amores de La puerta en el muro, los angustiantes amores de Yo de amores qué sabía y hasta los aparentemente cursis amores de Breve diario de un amor perdido,
Tario insiste en mostrar que junto con esa felicidad que uno supondría
en el amor filial o el conyugal, también hay una sombra amenazante que
camina al lado del objeto de nuestro amor. Ya lo dijeron los orientales
en sus filosofías de la complementariedad: en el amor también está el
peor contrario. Y en muchas ocasiones hay que buscar entre las
ametralladoras el suave consuelo del estilete: en La mujer en el patio,
sin el menor pudor Tario evidencia cómo los padres son la única
barrera que nos separa de la muerte y por eso en el amor a la madre está
sólo la propia salvación.
El rasgo más desconcertador de Tario es el juego de
la muerte, encontrándola en lo más cotidiano y asimilándola a la
imaginería nacional en un suspiro que recorre las casas o que se vuelve
un rumor, casi un insecto, que presagia la partida de la propia alma. Un inefable rumor
es una muestra de esa destreza narrativa que se antoja insuperable,
incluso por los surrealistas declarados: el hombre siente que algo se
acerca y se aleja, hasta morir indoloramente.
Tario es una presencia ineludible en las letras
mexicanas. Su lectura resulta obligatoria para cualquiera que se precie
de conocerlas.
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