domingo, 5 de enero de 2014

Tario, el fantástico

5/Enero/2014
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

Escribiré libros. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquiera otra fe o mito.
Francisco Tario
Leer a Francisco Tario es como caminar desnudo y con los ojos vendados por la calle principal de la ciudad a medianoche: puede ser aterrorizante o muy ameno, depende de lo que le divierta. La peculiaridad principal de leer a Tario es que cada texto puede ser una nueva aventura sin ninguna relación con la anterior. Tario el desconocido, Tario el invocado, Tario el incomprendido. Contemporáneo virtual de Arreola y de Rulfo, Tario ha tenido la discutible suerte de no haber sido raptado por la oficialidad, así como el discutible privilegio de ser acogido por cultos y culteranos, algunos de los cuales lo citan sólo para demostrar cuánto saben más que los demás, pero no por el gran público. A estas alturas, a Tario ya no le importa ni le interesa. Como sus coetáneos, ha pasado a mejor vida: ésa donde sólo se le juzga por su tremenda obra literaria, y ya no por sus posibles excentricidades o por su contraposición a las camarillas en el poder editorial, como se puede deducir de la ausencia de becas, reconocimientos o premios durante su vida terrena. La buena literatura es la que está bien escrita; y con Tario se debe añadir: y también bien leída.
Con Tario, el lector se enfrenta a la penosa tarea de adjetivarlo, para quedar mal irremediablemente. Tario conjuga aspectos propios de la postmodernidad, aunque entonces apenas se gestaba ese concepto: escribía de todo aquello que le es ajeno al hombre, pero lo hacía a partir de la individualidad que vuelve universalidad. Más aún, sus textos dan nota de un hombre solitario, ajeno a su entorno, despreocupado de hacerse notar como mexicano. En La noche llega al extremo de narrar las peripecias de objetos y animales humanizados: féretros, perros, trajes, gallinas, etcétera, hablan de sus dificultades cotidianas y existenciales. ¿Cuándo iba a agradar esto a la oficialidad literaria con su necesidad de que la producción cultural fuera lo más mexicana posible, lo suficiente para poderla exportar? Además, Tario gusta de hablar y a veces hasta de mofarse de los delirios humanos: los saca de la clandestinidad, los exagera y, lo que es peor, nos muestra que cualquiera de nosotros podríamos estar en las mismas condiciones que el histérico cruel, o que el creyente de fantasmas que termina de marido cornudo, o que el sociópata empedernido que piensa en cómo hacer repugnante el mundo para todos, o que el hombre que tardíamente descubre que la vida puede no tener sentido, pero que hay que sacarle jugo a cada instante, y sin embargo ya no puede hacer nada por el tiempo perdido.
Los cuentos de Tario van recorriendo el inacabable espectro de lo deshumanizado y, todavía peor, de lo deshumanizante. Mejor aún, no lo hace para dar lecciones de moral o para educar por anticlímax (como decía Kierkegaard por esas fechas en su Tratado de la desesperación), sino para evidenciar que una parte inexpugnable de todo humano estará siempre sola y aislada, ya en el tiempo, ya en su percepción de la realidad, ya de las miles de cosas que involuntariamente o contra su voluntad le pasan por la cabeza (como el mortal castigo de escuchar polkas de la nada, cual tumor maligno musical) tanto en la vigilia como en el otro reino del terror que, nos lo recuerdas, oh, implacable Tario, sin duda es el dominio de lo onírico. Además, con una mano más implacable que la de Rulfo, no por ello menos elegante, nos embarra en la cara nuestra calidad de viles mortales, ya mostrando cómo la longevidad puede ser cosa del engaño más burdo, ya evidenciando que nos morimos cuando le da la gana a alguien más y que en ocasiones ese alguien, sin la menor misericordia, bien nos puede devolver al mundo de los vivos en tal estado que ni siquiera la viuda, o exviuda, quiera estar ahí con el resucitado; o bien ese alguien nos puede poner a penar, incluso por toda Europa, en busca de un lugar (una casa, un pueblo, un país) donde ser fantasma (¿en vida?) no sea tan duro. Si consideramos que buena parte de la obra de Tario se publicó durante el llamado “milagro mexicano”, bien puede comprenderse que en un país donde la esperanza escurría de los sindicatos y la bonanza de las entidades gubernamentales, no se le diera ningún reconocimiento oficial a un autor dedicado a evidenciar los aspectos más sombríos de aquellos lectores.
Esa forma de ver la vida trasmina incluso al amor, tema ineludible. Desde los desconcertantes amores de La puerta en el muro, los angustiantes amores de Yo de amores qué sabía y hasta los aparentemente cursis amores de Breve diario de un amor perdido, Tario insiste en mostrar que junto con esa felicidad que uno supondría en el amor filial o el conyugal, también hay una sombra amenazante que camina al lado del objeto de nuestro amor. Ya lo dijeron los orientales en sus filosofías de la complementariedad: en el amor también está el peor contrario. Y en muchas ocasiones hay que buscar entre las ametralladoras el suave consuelo del estilete: en La mujer en el patio, sin el menor pudor Tario evidencia cómo los padres son la única barrera que nos separa de la muerte y por eso en el amor a la madre está sólo la propia salvación.
El rasgo más desconcertador de Tario es el juego de la muerte, encontrándola en lo más cotidiano y asimilándola a la imaginería nacional en un suspiro que recorre las casas o que se vuelve un rumor, casi un insecto, que presagia la partida de la propia alma. Un inefable rumor es una muestra de esa destreza narrativa que se antoja insuperable, incluso por los surrealistas declarados: el hombre siente que algo se acerca y se aleja, hasta morir indoloramente.
Tario es una presencia ineludible en las letras mexicanas. Su lectura resulta obligatoria para cualquiera que se precie de conocerlas.

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