Laberinto
Iván Ríos Gascón
Qué
razón tiene Gabriel Zaid: cuando el éxito es la única meta en la vida,
las mañas para conseguirlo son ilimitadas. En el apartado “¿Qué hacer
con los mediocres?” de El secreto de la fama, Zaid esclarece la
angustia ontológica que provoca la descalificación, el limbo de la
indiferencia o, peor aún, el fracaso estrepitoso. En consecuencia, surge
el trepador cuyo credo dicta winning is all.
Triunfar
a toda costa y sobre el cadáver de quien seaodeloquesea:“La competencia
trepadora no siempre favorece al más competente en esto o en aquello,
sino al más competente en competir, acomodarse, administrar sus
relaciones públicas, modelarse a sí mismo como producto deseable, pasar
exámenes, ganar puntos, descarrilar a los competidores, seducir o
presionar a los jurados, lograr que ruede la bola acumulativa hasta que
nadie pueda detenerla. La selección natural en el trepadero favorece el
ascenso de una nueva especie darwiniana: el mediocris habilis.”
Bastaría
con una breve panorámica del mundillo literario para corroborar que esa
es la lógica imperante. Tirajes, autores, prestigios, galardones y
popularidades (sin soslayar el dudoso Olimpo de las becas en este México
obstinado en las sinecuras) tan perecederos como un bote de leche.
Libros que se venden mal o que si llegan venderse no se leen (se
acumulan, son adornos de repisas para puro título de moda), nombres que
suscitan un efímero interés, pues sus legados no soportan la relectura
ni sobreviven al paso de las generaciones ni tampoco serán la referencia
de absolutamente nada o un ejemplo extremo: trepadores trepados a sus
viejas glorias para exonerarse de sus faltas y conseguir el laurel a
pesar de todo (¿o ya se nos olvidó el affaire de Bryce Echenique y su premio FIL?).
Este
es el siglo de los escaladores. Nada inspira más codicia que los logros
del trepador, mientras más burdas o patéticas sean sus añagazas más
conversos va sumando porque en el trepadero hay una sola regla, y ésa es
la complicidad: tú me ayudas y algún día yo también haré lo propio, al
fin y al cabo, de victorias anodinas para todos hay porque recuerda: la
negación del éxito y la fama es para aquellos que no posean las
herramientas o el talento olagraciaoelkarmaolas relaciones sospechosas
que eufemísticamente llaman afinidades electivas, para mercadearse
provechosamente, no todos tienen (por fortuna) la habilidad del climber.
Zaid
desmenuzó la virtud de la medianía, dilucidó el carácter lapidario que
la moderación adquirió a través de los siglos (el latín mediocris
describe una posición de altura mediana) y sus nociones relativas. Lo
mediocre asumió un sentido de tabú en la cadena alimenticia de los egos,
las únicas poleas para salir de tan horrible fango son el afán de
progreso, la voluntad por la superación cueste lo que cueste porque,
claro, todo hombre común es un winner en potencia.
El mediocris habilis lo
entendió perfectamente: “Desgraciadamente, aquellos que no tienen
interés en lo que están haciendo, sino en ser aprobados, presionan hasta
que se salen con la suya. Muchos años después, cuando llegan al poder y
la gloria, son los modelos de una sociedad reducida a trepar, y la
degradación se extiende desde arriba. Muchos lo lamentan, sin ver que
todo empieza desde abajo: cuando maestros, jurados, editores, para no
sentirse verdugos, se vuelven cómplices del trabajo mal hecho. Y luego
un pobre diablo, aprobado por compasión, cansancio, irresponsabilidad,
se convierte en su jefe, su juez o su verdugo”, observa Zaid en su
disquisición acerca de la mediocridad y sus embrujos, relatos que en el
mundillo de las letras hay de sobra
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