Confabulario
Javier García-Galiano
“El desarrollo de mi biografía”, escribió Juan García
Ponce en una de sus autobiografías, “está forzosamente
ligado al de mis lecturas y en un sentido personal la
casualidad que fue llevándome de un libro a otro y
mostrándome mi manera de ver y sentir las cosas de
acuerdo con el sentimiento que me obligaba a aceptarlos
o rechazarlos es tan importante como los cambios que
se produjeron al ir de una ciudad a otra, al trabar nuevos
amigos y conocer, gozándolos, diferentes ambientes, al
tiempo que la edad y las circunstancias me imponían
exigencias y servidumbres desconocidas hasta entonces”.
Se consideraba “un lector tan voraz y atento como
desordenado; pero quizás en las lecturas existe un orden
secreto que, bajo la apariencia exterior del desorden,
nos va conduciendo a las metas que oscuramente
buscamos. Todavía hoy creo que uno encuentra los
libros en el momento que los necesita por el camino de
una casualidad que en el fondo está determinada por las
exigencias de una búsqueda que puede no ser consciente,
pero existe, y cuyo verdadero sentido es la necesidad
interior”.
Todavía podía adivinarse cierta fascinación en él
cuando recordaba el primer libro que leyó: Tarzán de los
monos de Edward Rice Burroughs. Se lo había entregado
su abuela, en Mérida, quizá en un ejemplar de la editorial
Tor, para que distrajera el tedio de una enfermedad que
lo obligaba a permanecer postrado en cama. Lo leyó
en un día, “sin soltarlo ni siquiera para comer la dieta
de sopa a que me sometían ante cualquier enfermedad,
desde la gripe hasta la tifoidea”. Poco después, en
Ciudad del Carmen, donde vivían sus padres, con los que
estaba de vacaciones, su madre le facilitó un volumen
que contenía las aventuras de Pistol Pete Rice. Ignoraba
si entre esos dos primeros recuerdos de lector hubo
otros libros, pero sabía que esos dos relatos propiciaron
que esa experiencia se repitiera con las historias de La
Sombra, Doc Savage, Bill Barnes y, luego, Salgari,
Karl May, Mark Twain, Dickens, Dumas y Victor
Hugo, “aunque los dos últimos tenían el casi invencible
impedimento para mi abuela de estar en el Índice”.
Antes de conocer la calle de la colonia Condesa, en el
Distrito Federal mexicano, combatía la soledad con el
descubrimiento de los libros de Maurice Leblanc y la
personificación a Arsenio Lupin. Sólo las iniciaciones
callejeras y eróticas lo apartaron por un tiempo de la
lectura, que terminó por imponérsele como un destino
placentero.
Fue, sin embargo, su obsesión por el arte la que
lo condujo al Doctor Faustus de Thomas Mann.
No olvidaba que terminó de leerlo por primera vez
“deslumbrado por las últimas páginas una noche en
que debería salir hacia Acapulco con mis amigos y que,
gracias a que tenía el poder de ser el dueño del coche
en que íbamos a ir, los hice esperar hasta que logré
terminarlo, sin que pudieran entender mi idiotez”.
Confesaba que había escrito su primer cuento “de una
manera que se puede considerar involuntaria. Al terminar
una novela que me había seducido totalmente, me puse
a escribir algo que de alguna manera la continuaba”.
También sus ensayos procedían con frecuencia de libros
y cuadros que lo seducían; algunos de ellos, como los de
Thomas Mann, como los de Robert Musil, como los de
Heimito von Doderer, se convirtieron en algo semejante
a una obsesión.
Cuando escribía acerca de los escritores que
frecuentaba, también escribía acerca de sí mismo. En los
textos de otros hallaba formas varias de ideas que lo
atraían incitantemente como el de la naturaleza del arte,
que también le importaba a Hermann Broch y que García
Ponce advertía constantemente en los libros de Thomas
Mann. Como Tonio Kröger creía que “la literatura es la
muerte y para escribir hay que estar como muerto”, por
lo que debe elegir entre vivir “en un mundo sin
conocimiento o en un conocimiento sin mundo”.
También Ulrich, el protagonista de El hombre sin
cualidades de Robert Musil, a la pregunta acerca de lo
que haría si fuera dueño del mundo, responde: “abolir la
realidad”. Luego reconoce que ignora lo que eso
significa en verdad, pero que seguramente estaría
relacionado con la excesiva importancia que le damos al
aquí y al ahora, al momento actual. La abolición de la
realidad equivaldría a la liberación del espíritu. García
Ponce consideraba que se trataba de “una respuesta
desesperada, que busca una solución extrema; pero
plantea admirablemente la lucha abierta entre la
contemplación y la acción, entre el puro quietismo
dentro del que el espíritu puede gozarse a sí mismo
como único absoluto y la necesidad de encarnar y
ponerse en movimiento para tener vida”.
En algunos de sus cuentos y novelas como “El gato”,
como La invitación, Juan García Ponce parece haber
querido abolir la realidad, intentando que transcurra
perennemente, sin futuro ni pasado que la determinen, y
en la cual sus personajes permanecen entre la acción y la
contemplación, como acaso es la posición del lector.
En La errancia sin fin: Musil, Borges, Klosowski,
García Ponce recuerda que en El hombre sin cualidades
de Musil, Ulrich le confiesa a su hermana Agathe que
una vez vio en un tranvía a una niña de doce años cuya
total belleza lo persiguió siempre, y a la cual perdió de
vista entre la multitud cuando ella se bajó del tranvía.
Musil vio a esa niña, “en cambio sólo soñó a Agathe
y quiso hacer real su sueño a través de las palabras.
Ese sueño llegó a ser tan real, que en realidad terminó
imponiéndosele a la voluntad del autor. La grandeza
de Musil se encuentra precisamente en la decisión de
seguirlo, aun a costa de la identidad que la literatura
podría entregarle al hombre sin cualidades que es el
autor de El hombre sin cualidades”. Juan García Ponce
persiguió las ideas que lo fascinaban a veces en los
libros de escritores y en cuadros de pintores a los que
admiraba, a veces en su narrativa, a veces en la mera
contemplación, logrando lo que pretendía: “que mi obra,
cualquiera que sea su posible valor, pudiera verse como
una especie de biografía de mis ideas”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario