Nexos
Alberto Ruy Sánchez
Una tarde de primavera, mientras Octavio servía ginebra para ambos, sobre la mesa donde él escribía vi un altero de cartas que era mucho más grande de lo normal. Le pregunté sobre ellas y me dijo que él tenía un método infalible para que ese montón despareciera. Y me mostró su mano extendida, como midiendo del pulgar al auricular aquello que se llamaba una cuarta. Puso la mano junto a las cartas y me dijo: cuando alcancen esta altura las tiro. El cesto de papeles estaba al lado de su mesa justo al pie de esa esquina, como esperándolas hambrienta. Me extrañó su respuesta y ante mi cara de asombro me explicó: no voy a pasar más tiempo administrando mi obra que creándola.
“La fama, que siempre es burda, arrebata a las personas célebres su humanidad”, oí decir hace poco a la hija de Albert Camus. Y concluía, “muy poca gente quiere escuchar algo que para ellos resulta insustancial, anecdótico, pero que sitúa al famoso entre los otros humanos y a la vez deja ver los indicios de su presencia excepcional”. A Octavio, a la silueta pública de Octavio le sucede lo mismo. Agravado por los juicios previos de todo tipo sobre esa presencia. La invitación a escribir un retrato personal de alguien tan disputado entre quienes con fervor lo idolatran y quienes lo detestan se enfrenta a la dificultad de hacer notar sutilezas, líneas de vida en un rostro situado entre luces opuestas tan intensas que lo aplanan. Tomo el reto tratando de ordenar algunos de sus gestos dispersos y actitudes con sus pasiones, intereses, creaciones e ideas.
Este retrato breve y fragmentario está exactamente en el otro extremo de la invitación que me hizo una editorial estadunidense para escribir el texto que originó la versión actual de mi libro Una introducción a Octavio Paz, donde la forma pedagógica de iniciación a una obra y a un autor, la extensión breve, el uso de fuentes limitado a la obra misma para dar rasgos de una síntesis de ella y no un ensayo crítico, los momentos biográficos clave iluminados con detallada pertinencia por la obra, fueron exigencias rigurosas de la editorial que hacen de ese libro un instrumento de conocimiento. Claro que en ese texto estaban presentes, pero de manera indirecta, como alimentos secretos, los afectos, las conversaciones y las imágenes. Pero nada que pudiera calificarse de demasiado personal, ya fueran ideas o hechos, era considerado allá pertinente. Este retrato personal es, si no lo opuesto sí su sombra, su complemento tácito. Trato de ir aquí de los gestos a las pasiones que delinean su silueta.
Aquella decisión de Octavio Paz de tirar las cartas a la basura era paradójicamente complementaria de un rechazo a tener agente literario. La oferta que alguna vez le hizo Carmen Balcells de “volverlo rico”, recibida en un momento económicamente incierto, dejaba completamente frío a Octavio. Porque tenía conciencia, me dijo, de que la poesía no debe ceñirse a la lógica del mercado. El agente le pediría, por ejemplo, que reconsiderara la larga fidelidad con un editor por recibir un contrato más beneficioso. Por ejemplo, su relación con una editorial independiente de Nueva York, New Directions, estuvo siempre marcada por un agradecimiento y fidelidad elementales. Antes de recibir el Nobel, me tocó revisar un contrato para un grueso volumen de su poesía selecta, con traducciones excepcionales hechas a lo largo de los años sobre todo por Eliot Weinberger y algunas otras por poetas de la talla de Elizabeth Bishop y Charles Tomlinson. La obra de una vida de poeta. El adelanto que le pagó la editorial fue de 500 dólares. Cuando pidió mi opinión le pregunté si pensaba pedir un poco más y se negó rotundamente. “James Laughlin, el editor que fundó New Directions por sugerencia de Ezra Pound, creyó en mí cuando otros no lo hicieron. No puedo desconocer eso. Y si él considera que lo que me ofrece es justo y proporcionado con lo que venderá de la obra, yo estoy de acuerdo. Confío en él completamente”. Es un tipo de decisión, aseguraba, que no puede ser dejada en manos de un agente.
Son muchísimos los gestos aparentemente contrapuestos de Octavio Paz que pueden considerarse significativos de una personalidad compleja que tenía ante la vida posiciones al mismo tiempo radicales y sutiles. Un día me invitó a que eligiera de una caja enorme de libros que le habían enviado en las últimas semanas los que me parecieran interesantes para quedarme con ellos. Elegí un par mientras me explicaba que si conservaba todos los que le enviaban necesitaría dos o tres casas adicionales para guardarlos y dos o tres vidas para leerlos. Vivía obviamente un cierto acoso de autores que querían ser leídos por él. Sin embargo, todos los libros daban muestras de haber sido por lo menos hojeados y leídos parcialmente. Y cuando había alguno excepcional lo recomendaba, pedía que alguien escribiera una reseña o, en casos de verdadera fascinación, él mismo la hacía. Eso sucedió con el poeta Orlando González Esteva. Cuando recibió su libro Mañas de la poesía, editado por una pequeña editorial en Miami, Octavio escribió una reseña de asombro, “Vertiginosas revelaciones del tintero”, donde confiesa que mucho antes de existir el libro recibió dos manuscritos del autor con unas cuantas líneas y que le “impresionaron inmediatamente por su inventiva, su desparpajo, su frescura y su rigor”. Decía que había pensado escribirle pero que pasó el tiempo, perdió los datos y finalmente llegó el libro que lo impresionó de nuevo.
Leía ávidamente todos los manuscritos y poemas que se proponían a la revista. No recuerdo ninguna ocasión en la que juzgara un texto favorable o desfavorablemente sin haberlo leído. Ejercía por supuesto una selección de acuerdo con sus gustos y una cierta idea de la poesía. Pero nunca lo vi juzgar una obra literaria por el prestigio o desprestigio del autor, su cercanía o complicidad con otros proyectos o con el suyo.
Le entusiasmaba lo inesperado, la inteligencia sorpresiva. Como si esperara cada día el asombro. Una mañana lo noté muy cansado y le pregunté si él y Marie Jo se habían ido de fiesta. Me contó que en la madrugada había respondido el teléfono preocupado de que hubiera una emergencia. Era un joven poeta de Torreón que no conocía antes pero como la conversación sobre poesía le pareció de pronto interesante había pasado un par de horas discutiendo con él. Era capaz de un gesto así, lleno de curiosidad y abierto a lo incierto.
La imagen más persistente que conservo del rostro de Octavio se sitúa en la biblioteca de su casa, a la que se llegaba desde la sala principal de su departamento, cruzando una terraza poblada de altas azaleas en macetones de barro. Al departamento se entraba por un pasillo abierto al aire por el lado izquierdo, en un piso alto de un edificio moderno en la esquina de Paseo de la Reforma y Río Guadalquivir. Una puerta de madera al fondo y ya adentro del departamento una larga escalera que descendía dos pisos. Cuadros y grabados siempre interesantes cubrían los muros. Varios de la India, otros de artistas contemporáneos. Recuerdo un cuadro de Soriano, otro de Pedro Coronel y uno más de Roberto Matta. Huellas de amistades pero también de complicidades editoriales. En el primer nivel, del lado izquierdo, una puerta abría hacia un pequeño comedor donde Marie Jo algún tiempo realizaba sus collages. Al llegar al piso más bajo se abría el espacio y del lado derecho estaba la cocina y del lado izquierdo la sala principal. Donde reinaban bellísimos objetos, telas y cuadros de la India, principalmente, pero también de Pakistán y Afganistán. Y que, no lo sabría sino más tarde, era una especie de sitio simbólico, cargado con todos los objetos de esos lugares donde se encontraron y surgieron como pareja. Donde viajaron juntos y conocieron una plenitud que transformó la poesía de Octavio. Era el ámbito privilegiado de la historia y la vivacidad de su amor. Puedo decir que, aún sin saberlo, al entrar a esa sala se sentía que las cosas tan distintas que la habitaban tenían mil historias que contar. Y la belleza de cada una era ya un mensaje para los sentidos: una alerta y una seducción.
Los amplios ventanales de esa sala daban a la calle de Guadalquivir por un lado y por el otro al patio de las azaleas, al que había que descender unos cuantos escalones. Del lado izquierdo, una mesa larga de comedor detrás de un muro de vidrio ocupaba una parte de ese nivel intermedio. Unos pasos más adelante se entraba a su estudio y biblioteca, que no era muy grande. Tenía una proporción justa para los libros elegidos y vueltos a elegir a lo largo de los años. Al fondo, a la derecha, un cuarto aparte tenía los archivos y otra mesa de trabajo que algunos días a la semana ocupaba una asistente que, principalmente, pasaba a máquina los manuscritos de textos y de cartas que había escrito a mano, algunas veces en trozos de papel que iba recortando sin tijeras.
Fue en esa biblioteca donde vi por primera vez a Octavio Paz. Yo tenía poco tiempo de haber llegado a México después de ocho años de vivir en Francia. Por invitación de Huberto Batis escribía una columna semanal, “Al filo de las hojas”, en el suplemento Sábado, que dirigía Fernando Benítez dentro del periódico Unomásuno. Dediqué un par de textos a un profesor vuelto amigo, a quien quise y admiré enormemente, Kostas Papaioannou. “La alegría ante la muerte”. Describí minuciosamente la calle de su casa, que había pertenecido a Matisse. El fantasma que la habitaba, según Kostas. Y la manera en la que ese griego excepcional enfrentó su muerte tomando como ejemplo al pintor. En un segundo artículo, “Por el afecto a la idea”, describí su manera singular de entender y ejercer la enseñanza, a través de los afectos, repasaba sus títulos principales, su trayectoria y mencionaba al final lo que me dijo cuando Octavio Paz le dedicó El ogro filantrópico. Un día que escapó del hospital donde recibía radiaciones, nos dimos cita en el café de la esquina, pidió “un ballon” de vino tinto, que es una copa un poco más ancha de lo normal. Y me mostró su ejemplar. Decía que al principio sólo se dio cuenta de las dedicatorias de cada capítulo y sólo al final se dio cuenta de que el libro entero le estaba dedicado. “Fue una verdadera radiación de alegría”. Kostas me había contado cómo se conocieron. En un café de Saint Germain ambos estaban tratando de seducir a una rubia. Pusieron tanto empeño que terminaron descubriéndose mutuamente y se hicieron grandes amigos. Según Kostas, el primer latinoamericano en escribir con lucidez analítica sobre el Gulag y la verdad detrás de la ilusión soviética fue Octavio Paz (en el número 197 de la revista Sur, 1951), gracias en gran parte a la información que él, viejo comunista y marxólogo, disidente amenazado de muerte más de una vez, le proporcionó y a las discusiones sobre el tema en Francia.
Y una mañana, en la editorial donde yo trabajaba, Promexa, sucedió lo que menos podría haber esperado: recibí una llamada de Octavio Paz. Me comentó mi artículo con precisión. Y varios otros artículos que había publicado sobre otros temas en diferentes revistas y en el mismo periódico. Me invitó a colaborar en Vuelta. Me invitó también a que conversáramos personalmente sobre Kostas y otras cosas y que Enrique Krauze me llamaría para organizar la reunión. Enrique lo hizo puntualmente y con gran cordialidad. Aunque yo tampoco lo conocía personalmente había una relación de parentesco entre ambos. Un hermano suyo casado con una hermana de mi esposa. La invitación para conocer a Octavio era una cita colectiva, con otros escritores que yo tampoco conocía. No me gustó la idea y desistí. Sucedió una vez más y después de eso el mismo Octavio me habló de nuevo para invitarme.
Al entrar a su departamento, después de hacerme bajar hasta la sala, la persona que abrió la puerta me advirtió que después de una hora Octavio tendría que irse. Crucé la terraza de las azaleas y Octavio Paz se levantó de la mesa donde escribía algo para recibirme. Tenía que haberme ido a las seis de la tarde y traté de hacerlo pero Octavio me retuvo. Esa conversación, que duró casi cinco horas, fue sin duda la semilla de todas las que seguirían a lo largo de los años. Marcó tal vez una manera de conversar. Me quedó la impresión de que mucho de lo que hicimos o dijimos en adelante tendría algo del espíritu afable, de la curiosidad y la sorpresa continua, de la complicidad estética que se hizo evidente aquella tarde. Por eso, tal vez, lo recuerdo sobre todo como un gran conversador.
Siempre estaba ávido de escuchar opiniones, de compartir lecturas y experiencias. Le gustaba argumentar y escuchar argumentos distintos a los suyos. Yo no conocía casi a nadie en México del medio cultural después de casi ocho años de vivir en Francia. Y hablamos más bien de la ciudad de París, de poesía de varios horizontes, muy poco de política y mucho de arte. La verdad es que al principio yo no lo admiraba como fui aprendiendo a hacerlo muy poco a poco. Yo tenía ya 32 años y había estado cerca de Roland Barthes, Gilles Deleuze, Jacques Rancière y había escuchado cursos de Michel Foucault, Georges Steiner, Leszek Kolakowski, Milan Kundera y, muy especialmente, de André Chastel. Octavio Paz, al principio, me impresionaba menos pero fue ganando espacio conforme lo fui conociendo. Muy poco después de aquella entrevista, en septiembre de 1983, publiqué por primera vez en Vuelta, una versión de mis Demonios de la lengua. Un año después yo estaría trabajando con él y con Enrique como subdirector, en la redacción de la revista. A partir de entonces hablamos casi diario por teléfono y nos encontrábamos con frecuencia. De nuevo en su casa, atrás de las azaleas, justo antes de comenzar a ser secretario de redacción me dijo: “Este trabajo es en gran parte funcional, no literario, administrativo de textos. Y quiero darle el consejo que me dio a mí Alfonso Reyes cuando comencé a trabajar en el servicio exterior: ‘Recuerde sobre todo que usted es escritor. Por eso el trabajo administrativo rapidito y mal’. No lo olvide. Eso no quiere decir que las cosas dejen de hacerse. Pero estamos aquí editando esta revista porque somos escritores y tenemos una idea de la literatura y de nuestro lugar crítico en la sociedad”. Me sorprendió que eso me dijera mi jefe inminente. Y la verdad es que él mismo asumía cada una de su labores con tal pasión que su consejo dejaba de ser obedecido por él mismo cuando se trataba de leer y editar textos. Pero ahí estaba sobre la mesa, un consejo resplandeciente para el escritor novato que no había publicado todavía su primer libro.
Durante poco más de dos años hice ese trabajo y esa es una historia que tal vez algún día cuente aparte. La historia de su pasión de editor. Paso a paso, discutiendo con él cada texto y cada manera de presentarlo tuve una enseñanza apasionante y una experiencia única. Es la historia también de cierta idea de la literatura y su presencia en el mundo. Seguimos hablando con frecuencia después de que dejé de trabajar para él, cuando la relación laboral se transformó afortunadamente en una amistad generosa de su parte y de Marie Jo.
No menos apasionantes son sus pasiones polémicas. Algunas políticas, otras menos. Me tocó estar con él en algunos momentos álgidos que también requieren una historia aparte.
Antes de conocerlo personalmente ya había tenido que participar en una discusión polémica sobre su obra. Precisamente con un par de personas que, sin haberla leído, como era evidente en lo que decían, la condenaban con amargura. Mi respuesta no fue ni siquiera una defensa sino una simple precisión en la obra que los desmentía. Si se hubiera tratado de opiniones distintas tal vez no me hubiera impresionado tanto aquella conversación crispada. Cada quien puede opinar lo que quiera, lo que necesite, o más bien lo que pueda. Me interesa la polémica de ideas, no la de creencias o ilusiones, siempre en el fondo irrebatibles. Y se trataba ahí de una airada condena a una figura pública convertida en un mito más que a una persona o a un autor. Me quedé muy impresionado por la rabia de sus detractores. Por la certeza extraña de su ilusión. Yo llevaba casi una década viviendo fuera de México y no me había dado cuenta del fenómeno.
De casualidad, en la casa del amigo en común que nos había invitado a cenar aquella noche, Roger Bartra, había un ejemplar del libro donde estaba el texto en cuestión: El ogro filantrópico. Pero ni siquiera viendo el texto un par de sus invitados cedían a las condenas e insultos. Estábamos en el terreno de la pura sinrazón, de la pasión más bien ciega. Y sobra decir que mi mesurada invitación, secundada por Roger, a la lectura de lo que sí había dicho su monstruo ideológico me convertía automáticamente a sus ojos en parte de lo odiable. Uno de ellos llegó a decir: “Por eso es más peligroso, porque con sus palabras como pirotecnia induce a los jóvenes como tú hacia el campo de los reaccionarios”. Entonces yo tenía 27 años y ellos el doble, habían sido y eran militantes de izquierda, reconocidos en los medios del sindicalismo universitario y sus emanaciones. Esa condena apasionada me lo hacía más interesante como autor perturbador de buenas conciencias. En los años siguientes, más de una vez sería testigo de avalanchas pasionales similares contra Octavio Paz. Si un gesto suyo me impresionaba cuando lo vi recibir ataques irracionales fue su inmediato impulso por llevar todo de nuevo a las ideas. La pasión de discutir, argumentar, polemizar, lo encendían. Era su faceta guerrera. Una larga historia que contar. Pero menos interesante era su faceta amorosa. Ahí está la poesía para demostrarlo ampliamente. Una vida amorosa muy agitada antes de la India y luego intensa y plena. Y La llama doble es apenas un esbozo de los cinco volúmenes con los que Octavio pretendía exponer su reflexión vivida sobre el tema.
Me viene a la mente su manera peculiar de hablar, abriendo y cerrando la mano para dar ritmo a las ideas. Y la mirada distinta que parecía tener al exponerlas. Recurro entonces al emblema de esa mano que se extiende y se contrae. Y a la mirada que la acompaña. Me parece que sobre cada una de las cinco pasiones que lo movían, más que opiniones Octavio Paz tenía visiones. En todo actuaba, vivía como poeta que mira.
Si las grandes pasiones de Octavio Paz se pudieran contar con los dedos de una mano, el arte sería sin duda una de ellas. Al índice, que indica el camino, correspondería enumerar la poesía, la literatura en general y la reflexión sobre ella. Al pulgar, dedo de poder y voluntades, la política y la historia. Al anular, el vínculo profundo del amor y la imaginación erótica. Al meñique, virtuoso, ágil y sensorial, la edición de libros y revistas, que practicó toda su vida. Al arte correspondería sin duda el dedo del corazón, que ayuda a mirar desde adentro y a “pensar con los ojos”, como pedía Damián Bayón; y a recordar provocando que las imágenes, palpitándonos dentro, nos llenen todo el cuerpo formando otra piel con la cual nos relacionamos con el mundo. A este tipo de relación con el arte lo podemos llamar “una mirada cordial”. Y así podría definirse la de Octavio Paz.
No recuerdo un solo día en el que, por muy distintas razones o sinrazones, no habláramos de alguna obra o de algún artista. El arte era, tal vez, la menos aislada de sus pasiones, o la que más confluencias provocaba. Se cruzaba, por supuesto con el amor, con la política y la historia, con la poesía y con la edición.
Durante los años en que tuve el privilegio de trabajar con Octavio Paz en la redacción de la revista Vuelta, lo ayudé a hacer algo que él amaba, ofrecer a su audiencia una visión. Introducir una sorpresa, una idea novedosa y removedora de certezas detrás de una forma visual. O simplemente un recordatorio, un acicate para la memoria. Pero no se trataba de publicar cualquier cosa que resultara interesante. Así como había una poética que defender en el campo de la literatura, había una poética artística que no sólo le era cercana sino que consideraba indispensable defender, mostrar y comprender a través de la revista. La revolución de las formas por encima de la revolución de los contenidos, sería una manera de simplificarla. La insignia de Baudelaire como crítico de arte fue un punto de arranque primordial para situarse como poeta que mira con ojo crítico y amante. El historiador y crítico Damián Bayón fue nuestro aliado fundamental en esa tarea, lo mismo que Dore Ashton y muchos más. En Francia Octavio tenía contacto frecuente con Pierre Schneider, con Claude Esteban. Pero además, fueron innumerables los artistas de los más variados horizontes que eran cercanos a él y a la revista. En aquella época tuve el placer de ser primer lector de muchos de los ensayos y poemas que publicaba en otras partes. Y así pude ser testigo de la formación de algunos ensayos fundamentales, como el que escribió para la revista de Franco María Ricci sobre el retratista mexicano del siglo XIX, Hermenegildo Bustos, y sus semejanzas y diferencias con los retratos funerarios de Fayún. Sus re/visiones indispensables de la pintura mural mexicana, del arte surrealista, y de los fenómenos creativos generados desde la locura, como el caso de Martín Ramírez. También sus reflexiones sobre el arte prehispánico ligado a los sacrificios humanos, que es una piedra de toque para entender ese fenómeno. Y sobre el concepto de Mesoamérica como fenómeno cultural creador de formas.
Más adelante me pidió que escribiera los guiones para una serie de programas de televisión en los que hablaba del arte. Y él entendía y practicaba ese trabajo audiovisual como una forma más de la edición. Me correspondía ayudarlo a sintetizar, en un par de emisiones de una hora, su inmenso recorrido por las artes de varios siglos. Traté de localizar en su obra piedras de toque, ensayos y poemas que fueran como su aleph conceptual y sensorial. Partiendo de que se trataba de un esfuerzo paradójico puesto que una de las riquezas de la inmensa obra de Octavio Paz sobre el arte está en esa gran diversidad de contactos, ideas, imágenes.
Una de esas piedras de toque fue su ensayo Risa y penitencia, sobre las caritas sonrientes prehispánicas. En él hay un acercamiento que podríamos llamar fenomenológico a la existencia misteriosa de un objeto antiguo con el que convive. A las preguntas de todo tipo que esa presencia de piedra le plantea. Octavio Paz, insaciable, tan sabio como sensible, sintetiza como suele hacerlo todo lo que se conoce sobre ese arte. Pero lo hace estableciendo vínculos inesperados y explicaciones sorprendentes, hace surgir de la reflexión arqueológica sus implicaciones estéticas y viceversa. Él nada con libertad en varias aguas. Además, puesto que es un poeta neovanguardista mirando arte antiguo, en ese ensayo vemos claramente cómo se opera en él un fenómeno paralelo al de los mal llamados “artistas modernos” europeos y norteamericanos cuando se nutrieron de la presencia formal del arte primitivo, sobre todo africano, para dar al arte contemporáneo una nueva dimensión formal, más osada y más libre. Más depurada también. Uno de esos artistas fue Henri Gaudier-Brzeska quien, según Ezra Pound, sabía detectar en todas las manifestaciones del arte primitivo, ya fuera escultura africana o polinesia, o incluso escritura china, la línea fundamental que hacía de esa forma lo que era. Me atrevo a aventurar que en la elaboración de ese ensayo sobre las caritas sonrientes Octavio Paz adquiere definitivamente o termina de forjar esa visión de “las líneas fundamentales del objeto artístico” que estará presente y utilizará de ahí en adelante en toda su muy variada relación con el arte. El detector de “líneas fundamentales” de su mirada cordial.
En aquella tarea editorial de imágenes televisivas, me correspondía también, en el diálogo que él provocaba, hacerlo hablar de algunos de los artistas sobre los que no había logrado escribir, a pesar de considerarlos importantes y cercanos. Es el caso de Vicente Rojo, con quien incluso años antes había elaborado varios de sus poemas visuales pero cuyo comentario de obra surge por primera vez, muy brevemente, para ser dicho frente a las cámaras en aquellas emisiones que se llamaron México en la obra de Octavio Paz. Dirigidas por Julián Pablo y producidas por Héctor Tajonar para Televisa.
Otra labor editorial cercana al arte la llevó a cabo colaborando con sus poemas y con sus ideas en varios libros de artista a lo largo de los años y en los cuales con frecuencia daba su opinión certera y exigente sobre cómo debían ser hechos esos libros destinados a convertirse en tesoros bibliográficos. Hay en muchos de ellos, de manera explícita primero y luego implícita, todo lo que Octavio Paz pensaba sobre la poesía concreta, sobre el acto de leer hermanado al de mirar, sobre la edición en su aspecto de revelación inteligente.
Cuando en 1988 me convertí en director de la revista Artes de México, tuve en Octavio Paz no sólo un colaborador generoso sino un asesor constante y activo. Durante los 10 años siguientes me comentó cada número, a veces detalladamente. Comprendió como nadie lo que estábamos tratando de forjar con esa revista quienes la emprendimos y nos animó lúcidamente a perseverar en la labor de dilucidar a México a través de su cosas creadas. A sumar, como él hacia en su propia obra, al enorme placer de admirar el placer de comprender. Y así conocí otro aspecto de su faceta de editor, aplicada entonces cien por ciento a una revista de arte.
En marzo de 1990, meses antes de ganar el Premio Nobel, un museo de arte contemporáneo de México dedicó una gran exposición a las relaciones de Octavio Paz con el arte. Una obra inmensa y significativa que, con la ayuda fundamental de Marie José, Octavio editó apasionada y cuidadosamente. Fue una oportunidad única de compartir visiones con un público numeroso y a la vez con muchos de sus colaboradores y seguidores exclusivamente literarios que eran prácticamente introducidos a un atisbo de su mundo estético. En esa exposición y en el catálogo de ella, Octavio paz usó de nuevo como emblema de su actitud y labor frente al arte esa cita de Luis de Góngora que él atesoraba: “ejecutoriando en la revista/ todos los privilegios de la vista”. Lo usaría como título varias veces, en varios libros distintos, comenzando por el tercer tomo de México en la obra de Octavio Paz y en las diferentes ediciones de sus obras completas. Los privilegios de la vista es entonces la insignia antológica bajo la cual quiere ser situado: un privilegiado que mira el mundo como poeta, descubriéndolo. “Ver —dice Octavio Paz—, es un privilegio y el privilegio mayor es ver cosas nunca vistas: obras de arte”.
Si el cruce fructífero de la pasión estética con la edición, en diferentes formatos, fue especialmente fructífera en la vida de Octavio Paz, no lo fue menos su cruce con la pasión política e histórica. Por una parte, Paz era un hombre de batallas y en el arte había dado varias que hicieron historia: a favor de Tamayo y el arte nuevo de mediados del siglo XX en contra del arte oficial, fue una de las más conocidas. A favor del Buñuel de Los olvidados en contra de una burocracia censora. A favor de artistas contemporáneos independientes, constantemente. Pero, evidentemente, las batallas circunstanciales no agotan la dimensión política e histórica de Octavio Paz con el arte. Ahí surge, de manera preponderante, una visión retrospectiva del pasado para comprender y criticar el presente. Su antigua pasión por la arqueología lo mantiene informado y reflexionando constantemente sobre esos temas que no le resultan lejanos o que, más bien, sabe que dan sentido a la vida cotidiana de México de maneras múltiples y sutiles. Aparte de servir para criticar y oponerse a la visión oficialista del arte antiguo del país y de lo que fue antes de ser México. Su comprensión del arte virreinal es profunda y en gran parte debido al camino recorrido mientras escribía su monumental libro sobre sor Juana Inés de la Cruz.
Su visión del arte mexicano del siglo XIX y principios del siglo XX está vinculada a su idea de cómo se fue forjando esta nación, de sus paradójicas hazañas de la Independencia y la Revolución. Sus puntos de vista siguen siendo polémicos para quienes en el campo del arte están dispuestos a sacrificar la estética por la política. Pero también para quienes quieren ver en la forma sólo forma: “canto de pájaros en su garganta”. Una buena parte de su labor es trazar de qué manera historia y creación artística se relacionan por hilos sutiles que no pueden ser ni menospreciados ni sobrevalorados hasta el grado de esconder al bosque detrás del árbol. Como suele suceder incluso en los críticos contemporáneos que estudian y defienden el arte conceptual, las instalaciones y los nuevos formatos.
También se alimenta de sus cruces con la pasión histórica y política su comprensión de las artes de Oriente, como lo demuestran sus visiones sobre el arte de China, de Japón y, sobre todo, de la India, donde vivió, fue embajador para ese y otros países de la zona, se enamoró, renunció dramáticamente a su carrera diplomática por motivos políticos y escribió más tarde un libro que es indispensable aquí y allá, a pesar de su título modesto: Vislumbres de la India.
En un “oriente interior” de México, según la expresión de Alfonso Alfaro, gracias al pensamiento complejo pero nítido, iluminador, que desencadena El laberinto de la soledad, Octavio proporciona elementos definitivos para pensar y apreciar fenómenos artísticos populares como la fiesta mexicana y lo que alrededor de ella se produce artesanalmente, así como las artes aplicadas. Octavio Paz alcanzó a señalar pero no a desarrollar otro de los grandes temas políticos e históricos que atañen al arte: su relación conflictiva y voraz con el mercado, substituto implacable de las dictaduras políticas que pretendían determinar y controlar las formas del arte tanto como a los artistas.
La confluencia del arte con la poesía tiene dos aspectos complementarios: el polen multiforme de la cantidad de poemas que Octavio escribió sobre obras y artistas. Y que ocupa una parte capital de su obra poética, comprensible al lado o después de sus poemas extensos. La otra cara es la actitud fundamental ante el arte, que es la de un poeta y que se inspira en Baudelaire como crítico de arte, retomándolo pero también tomando distancia con respecto a él. De esta confluencia se puede tirar la línea cronológica de su visión estética. Pero antes quisiera mencionar el otro dedo cruzado de la mano paceana: el cruce del amor con el arte encarna en Marie José Paz. Y no sólo porque es artista y porque Octavio comentó su obra y escribió algunos de sus últimos poemas acompañándola, sino porque fue al lado de Marie José, con su mirada cómplice, que Octavio miró al mundo sus últimas cuatro décadas y construyó eso que él llamó “la casa de la presencia”, y que podemos interpretar libremente como la condición de ser poeta en el mundo, de mirarlo todo como poeta, de existir así, sin más, abierto y disponible a mirar con el corazón.
Me atrevo a formular una hipótesis osada: Marie José y Octavio construyeron dentro de su casa un espacio muy especial donde estaban las cosas más bellas y significativas que recogieron juntos por el mundo, en la India, en Afganistán. Arte de ahora y de antes, de aquí y de allá, de amigos y de desconocidos que se vuelven cercanos a través de las cosas creadas por sus manos: todas esas cosas bellas o sorprendentes, vueltas familiares, coincidían armoniosamente dispuestas en esa sala que era, me atrevo a elucubrar, una especie de templo o altar de su encuentro, de su amor, de su entretejida presencia erótica. De su relación con el mundo a través del arte. Y ese templo para budista, esa casa de la presencia, fue lo que se quemó principalmente con el incendio que sufrió su casa antes de su descubrimiento de la enfermedad que le sería fatal. Hay quienes creen que lo que se quemó principalmente fue su biblioteca y es cierto que sus primeras ediciones y los lomos de los libros elegidos de la biblioteca de su abuelo estuvieron bajo el fuego. Pero lo que consumió el fuego para siempre fue el sitio excepcional, fuera del tiempo, el ámbito cifrado por objetos artísticos usados como signos de su encuentro amoroso, vital. El cruce intenso del arte con el amor encontró, simbólicamente, su unión con el fuego. Como esas “emas” de papel, esos exvotos de colores intensos que se queman con el incienso al frente de algunos templos shintoistas del Japón.
Si bien Octavio Paz escribió abundantemente sobre el arte, se preocupó por señalar siempre que no lo hacía como un crítico profesional sino como un escritor a quien el arte apasiona. La mayoría de los textos son respuestas a exhibiciones precisas, a preocupaciones obsesivas, contribuciones a alguna edición de arte, celebración de artistas. En la historia reciente del arte cada vez cuenta más lo que poetas y narradores escriben sobre pintores, escultores o dibujantes. Más de una vez los poetas han dado nombre o definición a un movimiento artístico de vanguardia. De la literatura ha salido constantemente la voz que traduce la materia creada por los artistas. Voz que se ha vuelto muchas veces conciencia crítica y estética de las corrientes artísticas de nuestro tiempo.
De hecho, la poesía moderna, desde Charles Baudelaire, siempre ha tenido un ojo puesto en el arte de su época. Al grado de que es ya una tradición que ciertos grandes poetas sean también críticos de arte apasionados y certeros. Octavio Paz pertenece de lleno a esa tradición. La ha hecho suya con decisión renovada. Y en su biografía dialoga constantemente el arte con su poesía. Desde Baudelaire hasta Breton, pasando por Mallarmé, Apollinaire y Reverdy, los poetas han dado testimonio de la novedad del arte moderno. Más cerca de nosotros en esa línea a Octavio Paz le ha correspondido dar testimonio del ocaso de esa novedad. De cualquier modo, en él sigue viva la tradición de ver al arte contemporáneo desde el cristal de la poesía.
Cuando el poeta ha lanzado su mirada hacia otros tiempos, ha sido para explicar de qué manera nos es cercano el arte primitivo, por ejemplo. De qué manera la idea misma de la belleza tiene que ser ahora plural, diversificada. La atracción por el arte, la fascinación, son en el poeta más fuertes que la curiosidad escolar o la sed de justicia pública estética. Porque si el historiador erudito clasifica o desentierra al arte, y si el crítico lo juzga y califica, el poeta dialoga con el arte y muchas veces baila con él al ritmo de su tiempo. Sabe ejercer la crítica porque ésta es esencial a su propio arte, el de las letras. Sabe armarse de erudición si es necesario, pero en él impera la atracción pasional por el arte. Lo mira más desde dentro. El poeta, que viaja también en el tren de los artistas conviviendo con los pintores, muchas veces está en posición de saber antes que otros lo que éstos traman, lo que éstos piensan y anhelan, lo que crean y por qué lo hacen.
Octavio Paz escribió ininterrumpidamente sobre el arte. Acompañó en la afirmación de sus obras, dentro y fuera de México, a los artistas que fueron sus contemporáneos. Y difundió en su país el arte vivo de otros horizontes, tanto occidentales como orientales. Pocos poetas se han interesado tan sinceramente como él en el arte prehispánico haciéndolo más próximo a nosotros: nos lo ha traducido con pasión, comunicándonos su asombro y la fuerza de sus enigmas. Ha criticado las falsificaciones ideológicas del movimiento muralista mexicano y precisado sus aciertos estéticos, señalando incluso, antes que nadie en México, la influencia de los muralistas mexicanos sobre los pintores del expresionismo abstracto norteamericano. Ha explorado las fronteras minadas que unen y separan al arte de la locura. Al descifrar obras únicas, como la de Marcel Duchamp, gran enigma del arte de este siglo, nos ha hecho ver cómo todo arte, incluyendo las artes visuales, tiene su fundamento y su fin en una zona invisible, profundamente paradójica. La zona donde surge para Duchamp la necesidad de lo escaso de su obra y de su silencio. Al final del tiempo lineal, cuando está en crisis la idea misma de modernidad y de progreso, surge el pensamiento en blanco, el arte cuya libertad está en ser camino, no programa. Y así surge uno de los temas más importantes en los ensayos de este poeta sobre el arte: su análisis del fin de la idea misma de arte moderno.
Porque si bien Octavio Paz ha llevado a cabo un recorrido incesante por el arte de este y otros tiempos, ha hecho también una crítica profunda a la orientación, al sentido del arte de nuestro siglo. Desde 1961, en un texto publicado en París, habló de lo que ahora se llama con inexactitud “posmodernismo”, el fin de las vanguardias estéticas fundadas en el culto al cambio, la transgresión y la ruptura.
Cada uno de los acercamientos de Octavio Paz al arte ha sido una reacción a algún estímulo externo o interno: los llamados del siglo que han encontrado en él quien les responda. Sin embargo a lo largo de muchas décadas sus respuestas variadas muestran una asombrosa coherencia. Parecen ser los episodios de un destino en las artes. Entendiendo destino como la suma de circunstancias que hacen una vida. El poeta responde a las circunstancias y reta al destino, crea. Mientras habla de otras creaciones crea su propia obra sobre el arte. El crítico de arte es inseparable del poeta, pero también del crítico literario y del crítico de las ideologías de su tiempo. Y así los itinerarios de su mirada forman parte obviamente de sus otros itinerarios.
El primer texto de Octavio Paz sobre el arte es de 1939, cuando él tenía 25 años de edad. Se llama “Isla de Gracia” y es un ensayo breve sobre la cultura de Creta. Se publicó en el primer número de la revista Artes Plásticas. En él ya está presente una fuerza de expresión notable, aunada a un entendimiento muy reflexivo del arte. El siguiente, de 1941, es sobre Juan Soriano y un tercero, de 1942, es sobre José María Velasco. En los dos, de nuevo, impresiona el poder reflexivo de un joven apenas iniciado en la crítica del arte. Y si bien estos textos son respuestas de circunstancia, en ellos aparece ya un vínculo con la concepción poética que desarrollaba entonces Octavio Paz. Porque desde el principio, tanto en los muchos otros ensayos sobre literatura como en éstos sobre arte que escribió en sus inicios, Octavio muestra su voluntad de hacer de su mirada una visión. Ya que la visión, como él mismo lo explicaría años después, “no es sólo lo que vemos. Es una posición, una idea, una geometría: un punto de vista en el doble sentido del término”.
Su generación se sentía diferente de las generaciones anteriores por tener una conciencia más viva del tiempo que vivía. Y su literatura tendrá que responder a esa exigencia. En la poesía de esa generación, y especialmente en la de Octavio Paz, la respuesta fue tomando una configuración cada vez más definida pero no menos rica y variable: la ciudad moderna, con sus ruinas y promesas, fue el motivo a través del cual surgió una poesía ante y dentro de la historia. En el paisaje poético de México y Latinoamérica se había introducido un nuevo espacio que no haría sino extenderse con el tiempo.
Con esta visión del poeta en la ciudad moderna, no es extraño que la iniciación artística de Octavio Paz haya sido en la estética de la ciudad. En varios textos recientes, pero principalmente en su prólogo al primer libro titulado Los privilegios de la vista, y que se llama “Repaso en forma de preámbulo”, Paz recuerda esa iniciación al arte de mirar en la ciudad, que era también una lección de historia. Vivía en el pueblo de Mixcoac e iba al centro de la ciudad de México, primero con su abuelo y luego solo. El viaje mismo en trolebús era una experiencia estética.
Con amigos descubrió la riqueza artística e histórica del centro. Entre ellos, Salvador Toscano, que después sería historiador del arte y con quien Octavio Paz visitaría, en la ciudad y fuera de ella, conventos, iglesias, capillas, pirámides. Siendo adolescente entrevió la privada obra mural de Joaquín Clausell en el edificio que hoy es Museo de la Ciudad.
En la preparatoria de San Ildefonso, al lado del Templo Mayor, se familiarizó cotidianamente con la obra de los muralistas. Se hizo amigo de pintores: Manuel Rodríguez Lozano, Agustín Lazo, Carlos Orozco Romero. “Ellos me mostraron —escribe Octavio Paz— que la pintura no podía ser únicamente la pintura mural: había otros mundos, otros planetas, otras revelaciones. En esos años llegó de Guadalajara un joven brillante, casi un adolescente: Juan Soriano. Pronto fuimos amigos. Su conversación era un surtidor de fuegos de todos los colores, algunos quemantes; su pintura tenía la poesía de los patios con altos barandales por donde se asoman, ojos grandes y moños enormes, niñas con cara de vértigo”.
El año de 1937 fue fundamental para el joven poeta: abandonó la escuela, la casa familiar y la ciudad de México. Pasó varios meses en el suroeste del país, en Yucatán, fundando con algunos amigos una escuela para trabajadores. Entonces, estando tan cerca de las ruinas mayas, abrigó brevemente el deseo de convertirse en arqueólogo. Tuvo la experiencia de la miserable vida cotidiana en los campesinos mayas y de la grandeza caída de su pasado prehispánico. Y trató de plasmar en su poesía lo que vio.
Ese mismo año hizo un viaje legendario a España, al Congreso de Intelectuales Antifascistas, al que asistieron muchos de los más importantes escritores del momento. Visitó los museos de Nueva York y de París. Comenzó a abrirse al mundo.
A su regreso a México, viviría una transformación de su visión del arte. Le sería más evidente la retórica ideológica de los muralistas que antes tan sólo admiraba. Buscaría nuevas salidas para su propio arte. Y fue luego de ese regreso y antes de su siguiente salida, en 1943, que escribió sus primeros textos sobre el arte.
En el ensayo mencionado sobre el arte de Creta está su sed de nuevos horizontes formales y conceptuales; en el que escribió sobre Juan Soriano está la proximidad poética de una obra y un artista que lo fascinan; en el ensayo sobre José María Velasco comienza a esbozarse una filosofía de las formas pictóricas y además un paralelo entre la obra de Velasco y los paisajes en la poesía de Manuel José Othón. En su última crítica de arte antes de salir de México por muchos años, en noviembre de 1943, habla de la obra de Jesús Guerrero Galván y critica las clasificaciones existentes de la pintura mexicana de entonces. Muestra ya en ese texto un conocimiento apasionado del arte de México y la necesidad exasperada de corregir una comprensión que él consideraba errónea.
A finales de 1943, Octavio Paz salió de México y no regresó sino 10 años después. Pidió y obtuvo una beca Guggenheim para vivir en Estados Unidos. Un año disfrutó de ella y otro llevó a cabo trabajos variados. Vivió un tiempo en San Francisco y otro en Nueva York: nueva iniciación al arte. En el Museo de Arte Moderno se familiarizó con las vanguardias artísticas de este siglo. Picasso, Braque, Gris, Matisse, Klee, Chirico, Kandinsky fueron nuevas revelaciones para su sensibilidad y su visión del arte y de las formas posibles en el mundo.
En Nueva York le encargaron una conferencia sobre el poeta mexicano José Juan Tablada, quien acababa de morir. Fue el motivo de un ensayo importante en la obra de Octavio Paz y trascendental en la revaloración de Tablada. Fue la primera lectura moderna de su obra, más o menos despreciada antes, incluso por Alfonso Reyes o Xavier Villaurrutia. A través de Tablada se abrió en Paz una curiosidad que luego sería pasión por las literaturas y las artes orientales. Además, Tablada es uno de los poetas que son a la vez notables críticos de arte; autor de una Historia del arte de México y de un libro sobre el artista japonés Hiroshigué, quien tanto había marcado a Monet y en general a los impresionistas. Al dejarse impregnar lúcidamente por la obra de Tablada, Paz lo hizo su tradición y entró de lleno en la línea de los poetas que saben mirar el arte y decirlo.
En esos años conoció a Rufino Tamayo. De inmediato sintió que la respuesta de este artista oaxaqueño que vivía en Nueva York a la disyuntiva que el siglo le planteaba al arte en general era la mejor. “Ante su pintura percibí clara e inmediatamente que Tamayo había abierto una brecha. Se había hecho la misma pregunta que yo me hacía y la había contestado con esos cuadros a un tiempo refinados y salvajes. ¿Qué decían? Yo traduje sus formas primordiales y sus colores exaltados a esta fórmula: la conquista de la modernidad se resuelve en la exploración del subsuelo de México. No el subsuelo histórico y anecdótico de los muralistas y los escritores realistas, sino el subsuelo psíquico. Mito y realidad: la modernidad era la antigüedad más antigua. Pero no era una antigüedad cronológica, no estaba en el tiempo de antes, sino en el ahora mismo, dentro de cada uno de nosotros”. Octavio Paz sería, frente a la estética oficial de los muralistas, el más férreo defensor de la vía estética tomada por Tamayo. Porque, además, de alguna manera también era la suya.
En 1945 ingresó al servicio diplomático con un cargo en París. Ningún lugar más estimulante para el joven poeta de 31 años. Entre sus mejores amigos de aquel tiempo estaba el griego Kostas Papaioannou, entonces exiliado en Francia. Erudito festivo, tenía a la vez la pasión por el análisis político y por el arte antiguo. Fue uno de los más lúcidos críticos de los sistemas totalitarios pero también fue autor de libros sobre el arte griego y el arte bizantino. Además de que era cercano al ámbito de Matisse y vivió y murió en una casa que había sido su estudio.
También en París, la atracción por el surrealismo fue una de las marcas más profundas en Octavio Paz. En el surrealismo él veía no tan sólo una escuela estética, sino “un foco secreto de pasión poética en nuestra época vil”, una subversión de la sensibilidad, un movimiento de liberación radical del arte, del erotismo, de la moral, de la política. Es decir, sobre todo, una aventura vital. “Un antídoto contra los venenos de esos años: el realismo socialista, la literatura comprometida a la Sartre, el arte abstracto y su pureza estéril, el mercantilismo, la idolatría de los grandes tirajes, la publicidad, el éxito. Contra el tiempo: contra la corriente”.
En casi todo lo que Paz escribiría sobre el arte de ahí en adelante es distinguible la huella, no de los contornos precisos del surrealismo, sino de la profundidad con la que éste tocó al poeta mexicano. Su redescubrimiento pasional y poético del arte antiguo de México fue de cierta manera paralelo a la revaloración que el arte surrealista hacía de las artes primitivas, africanas o esquimales, por ejemplo.
Al final de los años cuarenta y principios de los cincuenta publica tres libros fundamentales en su obra y en la historia de nuestras letras: la primera formulación que él considera madura de su poesía, en Libertad bajo palabra; el ensayo ya clásico sobre la naturaleza del mexicano y sus expresiones, El laberinto de la soledad; y la serie de poemas en prosa de ¿Águila o sol?, exploración de mundos y submundos, externos e internos, personales y de México y del mundo. Este último se publicaría significativamente con una portada de Tamayo.
El arte, para Octavio Paz, en este momento, está en el torbellino de significaciones de lo nuevo. Cada uno de sus deslumbramientos en artes plásticas —de pintores aislados, de movimientos, de época— es descubrimiento de uno de esos instantes privilegiados desde los cuales es posible ver las fuerzas más poderosas de la vida, antiguas y de ahora.
En 1952 Octavio Paz viajó a Japón y a la India casi durante un año. Tuvo así la revelación del Oriente, que más tarde dejaría una huella muy profunda en su obra. Entre 1953 y 1958 regresó a vivir a México, convirtiéndose en una de las personalidades más activas de la cultura mexicana, introduciendo en ella nuevos escritores y pintores de fuera, o viendo desde un nuevo ángulo, una nueva visión, a los pintores y escritores de México. Con varios otros artistas, entre ellos los pintores Juan Soriano y Leonora Carrington, fundaría el grupo de teatro experimental Poesía en Voz Alta. Su impulso sería definitivo para la Revista Mexicana de Literatura, dirigida en su primera época por Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo. Sus primeros volúmenes de ensayos sobre temas diversos recopilarían siempre algunos sobre arte escritos en esta época.
En 1956 publicó otro libro fundamental, El arco y la lira. Un extenso ensayo donde define lo que para él es la naturaleza de la poesía pero también, tangencialmente, del arte. Más que un libro de teoría, que lo es con certeza, Octavio Paz quería que ese ensayo fuera visto como el testimonio del encuentro con algunos poemas. A partir de la edición de 1967, un nuevo texto llamado “Los signos en rotación” cierra el libro. Es un nuevo manifiesto de poética donde se muestra de qué manera en la poesía moderna está su propia crítica. Y cómo la poesía no es invención sino descubrimiento de los otros, de la otredad que nos rodea.
Después de residir de nuevo en París de 1959 a 1962, Octavio Paz fue nombrado embajador en la India. Allá permanecería hasta 1968. Ese descubrimiento de la otredad en su poesía, que siempre fue de alguna manera un principio erótico, se vio enfatizado ante la otredad radical de otra civilización que, sin embargo, permitía ser comparada con la mexicana. Similitudes y diferencias: en el encuentro con la otredad es también encuentro con un espejo y con su transparencia táctil. Algunos de los ensayos de Octavio Paz sobre el arte antiguo de Mesoamérica son iluminados por una comparación con las civilizaciones de la India. Esa época es para el poeta, además, encuentro con el amor: en la India conoce a Marie José, que muy pronto y de manera apasionada se convertiría en su esposa, y la huella que deja ese encuentro está en su poesía y en el resto de su obra. Hay todo un periodo oriental en la obra de Octavio Paz donde el poema breve y luminoso es grano de esplendor y de paz sonriente en un paraíso de imágenes. Ladera este es el libro donde están muchos de esos poemas. En él, los procedimientos poéticos adquieren una inmensa calma, como si el torbellino de innovación trabajara ahora más por dentro y muy a fondo, y en silencio todo lo transformara. Sus ensayos sobre el arte participan entonces en gran medida de ese esplendor y tranquilo asombro ante la otredad y se vuelven comunes los poemas sobre los pintores que tocan al poeta.
El círculo se rompe en 1968 cuando, luego de la matanza de Tlatelolco, Octavio Paz renuncia a la embajada y regresa a México, luego de dar un curso en una universidad estadunidense. A diferencia de su regreso anterior, éste porta un signo oscuro, nocturno. Mientras en los años cincuenta se trataba de poner a México en la modernidad, al comenzar los sesenta se trata de cambiarlo criticándolo. Viene, para Octavio Paz, una época del regreso, en libros como Vuelta o como en Pasado en claro, toma un tono de nostalgia, o más bien de Nocturno, de búsqueda del tiempo de la infancia y la adolescencia, de búsqueda del México que ha sido destruido por los devoradores fantasmas de la modernidad.
Y es justamente en ese regreso cuando toma forma con mayor fuerza una idea que Octavio Paz había venido explorando y exponiendo desde 1961: su análisis del ocaso de las vanguardias. Fue precisamente en su texto Presentación de Pedro Coronel, en París, donde expuso la idea principal de eso que, en nuestra lengua y nuestra cultura, es un error llamar “posmodernismo”. El modernismo nuestro es un movimiento diferente y anterior al modernismo de los americanos, como el mismo Octavio Paz lo ha explicado varias veces. La idea de que “la rebelión de las vanguardias se volvió pasatiempo”, y de que es necesario volver a otra realidad pictórica, más llena de significados, “la imaginación encarnada en un ahora sin fechas”, comenzó a ser expuesta en 1961, pero tuvo formulaciones sucesivas en Los signos en rotación, recogido en volumen en 1967 pero escrito en 1965; “La nueva Analogía” y “Baudelaire crítico de arte”, recopilados en la sección “la modernidad y sus desenlaces” del libro El signo y el garabato, de 1973. Y ese mismo año se publicó el libro donde la idea se expone de modo más sistemático: Los hijos del limo. El volumen es una versión del curso que Paz dictó en la Universidad de Harvard en 1971, al inicio de su regreso de la India.
Hay en sus escritos de entonces la idea de lo moderno en el arte como una tradición, y precisamente una tradición hecha de ruptura. La idea del ocaso de las vanguardias se actualiza cuando se piensa que ya no es posible creer en el tiempo lineal y progresivo: la idea de lo moderno está en crisis y de ahí que se disuelvan tanto la noción de futuro como la de cambio. Octavio Paz fue con frecuencia invitado a participar en coloquios y bienales, entre ellas la de Venecia, cuyo jurado presidió en 1988. Su mirada cordial fue orientadora para mucha gente en muchos ámbitos. Y en todos sus últimos libros, sobre el amor, sobre la India, aparecen las formas del arte como una manera indisociable de cualquier comprensión de lo que es sustancial en el mundo. La exploración de Octavio Paz sobre la modernidad y sus desenlaces se ha desarrollado en literatura y especialmente en la poesía, pero también en el arte y sobre todo en la pintura. Como comentarista y pensador del arte, Paz abrió en México un campo nuevo a la modernidad y a sus fantasmas, que no tan sólo informó de lo que se hacía en el mundo, sino que ayudó a entender la obra de los pintores mexicanos. Gracias a él, el arte prehispánico fue visto de pronto con otros ojos porque la suya es una mirada que, habiendo pasado por el surrealismo, sabe apreciar los valores de “lo primitivo” como arte auténtico y asombroso. Y lo mismo hace con el arte de otros continentes, nos lo volvió cercano y significativo.
Cuando el futuro ya no puede ser tierra prometida del arte, comienza la exploración del presente intenso, del ahora donde están todos los tiempos. En una de nuestras últimas conversaciones, en el espléndido jardín de la casona antigua de Coyoacán donde pasó sus últimos meses, ya sabiendo que pronto moriría, me dijo: “Ahora, más todavía que antes, pienso cuánto vale la pena defender la vida. Y el sentido de vivir se multiplica si uno deja atrás un poco de lo que ha hecho con pasión, a veces con amor, y que llamamos arte. El arte a veces intensifica el presente y nos ayuda a pensar mientras nos ayuda a sentir de otra manera. Lo aprendí en la India y lo confirmé en México y me viene a la mente cuando miro los ojos de Marie Jo y las cosas que con frecuencia ella me acerca. El arte ayuda a vivir y ésa es su magia, no otra”. Y, tal vez, ése sea el último rasgo que define en Octavio Paz su mirada cordial, la que comencé a conocer detrás de las azaleas y que sigo invocando y viendo al leerlo.
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