Confabulario
Lucía Melgar
A la luz del Premio Cervantes a Elena Poniatowska, por su “brillante trayectoria literaria en diversos géneros”, en particular “su dedicación ejemplar al periodismo”, y por su compromiso con las realidades del siglo XX, quisiera recuperar, así sea parcialmente, la voz y figura de quien, como se ha recordado en estos días, supo liberarse de la página de sociales asignada a las mujeres periodistas en los años cincuenta, especializándose en el género de la entrevista. Me detengo en sus conversaciones con escritores, compiladas en Todo México, o transformadas en retratos elaborados en ¡Ay vida, no me mereces!, como textos que nos permiten acercarnos a una joven en busca de verdaderos diálogos y a una lectora y escritora más madura que proyecta una imagen original de sus interlocutores, a la vez que va desplegando una voz y un estilo propios. En esas primeras entrevistas destacan ya rasgos significativos de quien, en lo más fino de su obra, supo escuchar y enlazar voces diversas y ver al ser humano —hombre, mujer o niño— detrás de la máscara de la fama, el éxito, el fracaso o la miseria.
En “La entrevistadora entrevistada o el que la hace la paga”, conversación con Lya Kostakowsky de 1957, publicada en México en la Cultura, la joven Elena Poniatowska afirma: “El chiste de mis entrevistas está un poco en decir bobadas o en hacer que los pobres entrevistados las digan. Tal vez se me puede decir que abuso del procedimiento de las preguntas idiotas pero yo puedo contestar que hacer preguntas tontas es el mejor medio de adquirir sabiduría”. Así, explica con cierta ironía, supo que la “flor favorita” de De Broglie era “la nebulosa Andrómeda que va como rosa desmelenada por el espacio sideral”.
El ingenio de la entrevistada, su “agudeza y rapidez”, elogiadas por Kostakowsky, su modestia —y la efectividad de la retórica de la modestia—, evidentes en esta respuesta, se despliegan en sus múltiples conversaciones con personajes tan disímiles como Guadalupe Dueñas, María Félix, Silvia Pinal, Palillo y Borges. Sus entrevistas y retratos constituyen una contribución a la historia cultural de México y de América Latina. Muchos son documentos que nos permiten entrever a los hoy famosos u olvidados antes de ser celebridades o de desaparecer, a veces injustamente, de la luz pública. Son también, desde otra perspectiva, piezas que, como en un rompecabezas, permiten ir formando una imagen, parcial pero significativa, de la propia entrevistadora o retratista.
En los diálogos breves, publicados por ejemplo en México en la Cultura de Novedades, oímos una voz en apariencia más ingenua, y directa, que invita a sus interlocutores a expresarse, no a exhibirse, a explicar las razones y sinrazones de su oficio, su visión del ámbito literario o de la literatura y sus creadores. Su éxito es variable. Mientras que Amparo Dávila se mantiene distante, Guadalupe Dueñas se explaya a partir de preguntas muy breves, y en 1957 señala ya la falta de oportunidades para publicar, que atribuye a factores todavía vigentes: los grupos cerrados, la escasez de lectores y la falta de respuesta a las publicaciones.
A través de Todo México, en que de pronto se ven reunidos Pita Amor, Revueltas y Borges, entre otros, se van delineando los recursos y dinámica que despliega la periodista, y su efecto en los interlocutores. Una constante es la sencillez. Real o asumida, la cuasi ingenuidad llega a sorprender y hasta escandalizar al entrevistado, como es el caso de Mauriac, quien se siente ofendido porque ella no lo ha leído, y cree por un momento que ella espera que “le cuente [sus] novelas para no leerlas”. El escritor francés, al que en 1956 la entrevistadora describe “alto, flaco”, frotándose las manos de frío e irritación, con una voz quebrada, de “ceniza”, y una mirada que casi “mata” a la joven que no está a la altura de su figura connotada, acaba por ceder y se digna hablar de literatura y filosofía. Si esta “no-entrevista” resulta “fracasada” según la propia autora, a la distancia es un documento valioso: nos muestra a un escritor a la vez pedante y coherente, confrontado a la antisolemnidad y a una hábil entrevistadora que obliga al “Mauriac-escritor” a ver y ser el “otro Mauriac”, un nombre ligado a una obra, un oficio, a un ser y estar en el mundo, de quien cabe esperar que hable de literatura, política y religión como pensador y como ser de carne y hueso. En este sentido, la pregunta improvisada no resulta “tonta” sino acertada.
Esto no supone justificar la ignorancia de entrevistadores que no saben si su interlocutor se inscribe en el arte por el arte o en el best-seller… La entrevistadora de Revueltas, Rulfo y Borges sabe que el diálogo supone interlocutores con ciertas expectativas, una pregunta que espera una respuesta, que lleva a otra… En conversaciones más elaboradas, entrelazadas con comentarios posteriores, es evidente que ella sabe y quiere saber más de la obra, del escritor y la persona, por ejemplo del Borges que tiene enfrente y del “otro Borges” al que ha leído y cita. A ambos, como hará luego con personajes populares, quiere darles voz, cuerpo, textura. Por eso, más que simples conversaciones, las entrevistas de Poniatowska son pequeños —o anchos— cuadros en que la mirada y el arte de la autora presentan al personaje bajo una luz nueva. A veces sólo un destello modifica la imagen conocida; otras, el entrelazamiento de voces y reflexiones crea un perfil original.
Un ejemplo de configuración matizada y sugerente es precisamente el collage de entrevistas con Borges. Si bien se refiere a la cara casi impasible y a la ceguera de éste, Poniatowska evita la representación fácil de la celebridad seria y distante. Lo muestra primero en medio de una conversación animada, en que ríe, esquiva preguntas, emite juicios breves y certeros. En el diálogo a solas que sigue, la cortesía de Borges y la sensibilidad de la periodista favorecen la fluidez. Aunque lo considera “reaccionario”, ella se centra en el escritor, respeta sus obvios silencios sobre temas políticos y retoma lo que favorece la conversación. Le recuerda, por ejemplo, la broma de haber respondido que si fuera inglés sería “imperceptible” y así lo lleva a hablar de las letras inglesas y argentinas, de su familia, a emitir juicios personales, como su admiración por su madre. Esta conversación contrasta con la ya comentada con Mauriac. Aquí, el sorprendido es Borges y quien cede —olvidando sus prejuicios— es Poniatowska. En el texto publicado en Todo México la escena se enriquece con acotaciones acerca del tono de voz del escritor, su tartamudeo ocasional, sus facciones cambiantes. En vez de cerrar con una nota admirativa, Poniatowska recupera con humor la cercanía lograda, y cuenta que salió corriendo del cuarto helado para pedir que pusieran calefacción, y se alegró al volver y ver que el sol se había acercado a Borges, y lo librara de una pulmonía.
El acercamiento a la figura pública y al personaje privado se despliega con la madurez del oficio literario en ¡Ay vida, no me mereces!, donde destacan tres perfiles de escritores consagrados, con recursos y resultados distintos. La imagen de Fuentes que nos da la autora es la más semejante a la que el escritor proyectó de sí mismo: el escritor de éxito. En los retratos de Rulfo y Castellanos los matices son más variados, tal vez porque la autora quiso mostrar facetas menos conocidas o, en el caso de Castellanos, esbozar una imagen distinta, más viva y compleja que la que algunos tenían de ella en los años setenta y ochenta.
Las entrevistas a Carlos Fuentes proyectan una imagen de éste como “el monstruo de la naturaleza” que se come el mundo, el elegido de los dioses del arte, de las mujeres y de los famosos. Desde la lejana entrevista con quien acababa de publicar La región más transparente, hasta las que cristalizan en el admirativo retrato “Si tuviera cuatro vidas, cuatro vidas serían para ti”, el entusiasmo de Poniatowska es evidente. A la luz de este texto más conocido y del “magnetismo” de Fuentes, es interesante recordar el elogioso y matizado comentario de Poniatowska sobre esa novela en México en la Cultura en 1958, donde una observación crítica va seguida de un paréntesis, como si la crítica no quisiera darle mayor importancia a su lectura: “Para mí, quizá sea éste el defecto de la novela de Carlos. Tiene algo de cuaderno de citas, ésos donde se apunta puntualmente, cada media hora, lo que hay que hacer durante el día. Fuentes se lleva al lector a través de una cabalgata furiosa, como un tropel de caballos desbocados [...] (pero no soy crítica y además ni siquiera he terminado la novela. Esto es tan sólo una primera impresión, y quizá, sea presuntuoso decirlo)”. Si las preguntas “tontas” permiten aprender, la retórica de la modestia permite entreverar con elegancia apuntes críticos.
En cuanto a Rulfo, lejos de reproducir la imagen pétrea y muda de un ser ensimismado, Poniatowska recupera y realza el humor que también se encuentra en sus libros. Rulfo aparece como un escritor hondo, duro, al que ella admira, y como un hombre que ha amado y ha reído. Un escritor que ha puesto a sus personajes femeninos en situaciones terribles, que ha creado a un personaje tan onírico y desgarrado como Susana San Juan, y a otros tan desparpajados como la Nieves y la Pancha de “Anacleto Morones”. Aunque en esta rememoración de escenas “atroces” para las mujeres, Rulfo entrevé una crítica feminista, su interlocutora más bien sugiere que el escritor ha representado lo que implica ser “un pueblo sin compasión y sin ternura”. Poniatowska humaniza a Rulfo sin trivializarlo ni minimizar su obra. En este perfil las voces se multiplican, unen, chocan, como si la autora buscara recrear el ámbito rulfiano, unir todas sus voces y silencios. La mirada cálida, admirativa y crítica de Poniatowska capta y proyecta a un Rulfo vivo.
De la figura de Rosario Castellanos, Poniatowska realza lo conocido para darle la vuelta, y presentar una imagen menos “solamente-atormentada” que aquélla con la que se “beatificó” en homenajes póstumos a la autora de Poesía no eres tú. En “¡Vida, nada te debo!”, Poniatowska rechaza los juicios que ven en Castellanos más a una plañidera que a una poeta, más a una mujer que escribe que a una escritora. Retoma y des-construye la tendencia a ver a ésta y otras escritoras como personas y no como Personajes Públicos, por el simple hecho de ser mujeres. A la vez que critica un sesgo que afectó a Castellanos y sigue afectando la obra de las escritoras, Poniatowska parece retomar también una observación que ella misma hiciera, en la ya citada conversación con Kostakowsky, según la cual, si las mujeres no se tomaban en serio la literatura, el arte o la ciencia, no era su culpa porque “su verdadero drama es el de la mujer observada. La contemplan no porque sea bonita o fea, encantadora o repelente sino simplemente porque es mujer”.
Si esa declaración de 1957 sintetiza una de las teorías feministas posteriores acerca del impacto de la mirada masculina en la configuración del ser mujer, en su retrato de Castellanos, Poniatowska desarrolla una crítica feminista más amplia. Nos convence de la complejidad de su personaje y la valía de su obra y descalifica la hipótesis del suicidio que también empañara su literatura. Como ella misma explica, busca entender a su personaje, deshacer las imágenes falsas. Afirma que “con la mayor desfachatez tapamos con fábulas nuestra ignorancia y construimos una historia que ella [Castellanos] hubiera leído con asombro”. Y se propone, en cambio, ahondar en la obra y en la vida pues “tenemos la obligación de pintarla entera, decirla toda; esconderla, por no sé qué prurito, es traicionarla”.
Hoy que el Premio Cervantes consagra a la periodista y escritora Elena Poniatowska, le debemos también un acercamiento a las luces y sombras de su obra, que nos permita leerla en todo su valor, entera.
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