jueves, 24 de octubre de 2013

Un indocumentado en la República de las Letras

19/Octubre/2013
Confabulario
Yaneth Aguílar Sosa

Francisco González Crussí rebosa energía y vitalidad. Como patólogo alcanzó grandes logros en Estados Unidos, su casa desde hace más de 50 años, pues llegó a dirigir incluso el Departamento de Patología en el Children’s Memorial Hospital de Chicago, ciudad en la que aún radica; como escritor ha renovado el ensayo, género literario en el que fincó su ambición de “conjugar los aspectos biológicos-médicos con la literatura”; y como mexicano nacido y criado en la colonia Obrera, en la capital del país, ha tenido que sortear duras batallas en su vida personal y familiar.

El ensayista de culto para un grupo de escritores mexicanos fue durante tres años tutor de ensayo de los becarios del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. Este cargo lo hizo reencontrarse con México y con su literatura. Ahora es considerado, por sus alumnos y por muchos autores más, un pensador original como hay pocos en México, un ensayista de gran erudición y prosista de un inglés exótico.

Escritor tardío —como él mismo dice—, se atrevió a publicar su primer libro de ensayos, Notas de un anatomista, en 1985, cuando iba a cumplir 50 años. Es un lector ferviente de literatura francesa desde la adolescencia, cuando viajó a París gracias a un premio que le dio el IFAL y que le cambió la vida. González Crussí es —dicho por muchos— el pensador e intelectual que México debe exportar, traducir y dar a conocer.

El patólogo y escritor aborda los temas médicos desde una amplia mirada artística; así ha hablado de la historia cultural de la calvicie, del estornudo, la relación con los sentidos, el origen del deseo, el cuerpo, la muerte y sobre “la madre” China, país con cuya cultura tiene contacto desde hace 37 años, gracias a su esposa.

Sus ensayos han sido reunidos en libros como Sobre la naturaleza de las cosas eróticas, Los cinco sentidos, La fábrica del cuerpo y recientemente en Remedios de antaño; ha publicado en The New York Times, The Washington Post, Commonwealth, The New Yorker, Letras Libres, Paréntesis, Cambio y Etiqueta Negra; tiene dos autobiografías: There is a World Elsewhere —inédita en español— y Partir es morir un poco. En breve, aparecerá un libro con ensayos sobre la fisonomía.

Partir es morir un poco ¿sigue siendo la metáfora de su vida?

El que se va es un poquito como si se muere; es decir, los deudos, los amigos, los familiares al principio hablan de uno con nostalgia, con tristeza, pero a medida que pasa el tiempo hablan menos de él, tal como sucede con los muertos; al final, es un poco traumático dejar la patria; por otro lado, Partir es morir un poco fue el primer libro que escribí en español, mi lengua materna, así que le tengo un aprecio especial.

¿Cómo era el México de los cincuenta?

A la distancia uno idealiza las cosas. Los viejos pensamos que todo tiempo pasado fue mejor. Cuando yo era joven, tenía todo el vigor y el entusiasmo y me gustaba muchísimo la vida en México, en particular porque era como vivir en la provincia con todas las amenidades de una gran ciudad. Desgraciadamente, no se puede esconder el hecho de que entonces la vida era más tranquila, que no había el enorme problema de la violencia que se ha desencadenado recientemente. Guardo recuerdos muy dulces.

¿Qué tan difícil fue ejercer su profesión aquí?

El tipo de vida que me habría gustado llevar en México es el de un patólogo dedicado a la medicina académica, o sea, enseñar en una universidad, estar en un gran hospital asistencial; pero en aquel entonces, y tal vez hoy también, uno realmente no podía hacerlo. Fue un trauma dejar la familia, los amigos, la cultura, la lengua de uno. Es como cortar el cordón umbilical, pero no un simple corte con bisturí aséptico; era como cortarlo con un hacha oxidada; a mí me costó mucho esfuerzo restablecerme de esas pérdidas y aún a la fecha siento un poco de nostalgia.

A medida que pasa el tiempo hace uno los ajustes necesarios. Mis hijos se han criado en Estados Unidos. Mi esposa, aunque no es americana, ya hizo un ajuste de China a América, y no le puedo exigir que se venga a México, como ella no me puede exigir irme a vivir a China. Así que, para bien o para mal, la suerte está echada y me ha tocado vivir en Norteamérica. Pienso yo que la tierra de Norteamérica es tan buena como la tierra de México para que mis huesos ahí reposen.

Un buen día se armó de valor y salió de México…

Yo nací y me crié en la colonia Obrera; para ser más exacto, nací en la esquina de Efrén Rebolledo y Bolívar. Había una farmacia, que todavía existe pero ya muy cambiada, y que se llamaba La Virgen María. Era propiedad de mi padre, y cuando él murió mi madre se quedó con ella. Mi madre no estaba preparada; de hecho, su educación había sido rudimentaria. Con trabajos había terminado la escuela primaria, así que no podía hacerse cargo de la farmacia.

En aquel entonces el gobierno mexicano había decidido que esas farmacias debían tener un responsable, y en nuestro caso fue una mujer titulada de química farmacéutica que debía aparecer por ahí en caso de que se requirieran sus servicios. La cruda realidad es que sólo se aparecía cada mes para cobrar su mesada. Pero así fue posible educarme yo y mi hermana, hasta que hubo la primera salida de México.

¿Conoció el mundo muy joven?

Cuando estaba en la preparatoria un acontecimiento me cambió la vida enteramente; el Instituto Francés de América Latina organizaba un concurso en la lengua francesa y me tocó en suerte ganarlo. Mi madre jamás habría soñado con mandar a estudiar a su hijo al extranjero; yo no había salido nunca —no digamos del país—, no había salido de mi barrio, de la colonia Obrera, y de repente verme en París, a donde me mandó el gobierno francés, me abrió los ojos, me hizo ver que el mundo es ancho y ajeno; además, me encendió una pasión por la literatura francesa que desde entonces he continuado y me ha ayudado mucho.

¿Vivir en una farmacia determinó su vocación?

Yo creo que sí, aunque no lo veía como influencia determinante. Veía a la gente que sufría y que venía a pedir un remedio para una dolencia y yo tenía un conocimiento muy rudimentario, el de un farmacéutico amateur; no tuve una dirección de mi padre o de algún médico que me hubiera orientado a la medicina. Eso me vino una vez que ingresé a la escuela de medicina, sin estar muy seguro de lo que iba a hacer. Por el tercer año me di cuenta de la variedad de especialidades que se pueden seguir y además vi la influencia de profesionales prominentes que fueron un modelo para mí. Me orienté a la patología donde el contacto no lo tenemos con el paciente; lo tenemos con el médico que ve al paciente. Estudiamos la enfermedad en sí, la teoría de la medicina.

Sus logros en Estados Unidos son enormes, pero su vida no fue fácil…

En aquella época no había suficientes oportunidades. Yo me había preparado. Hice el entrenamiento de posgrado en varias universidades de Norteamérica. Traté de regresar a México pero me fue como en feria: aquí no había empleo, allá tampoco. Me fui a la provincia, donde no fui bien recibido. En algunos lugares me veían con un poco de recelo, en otros me recibieron con mejor voluntad, pero no había el tipo de trabajos para el que yo estaba preparado. Me ofrecieron un puesto de medicina de emergencia pero yo no estaba preparado para eso. Yo era un experto en microscopía electrónica, en diagnóstico histológico de tumores; quedarme en emergencias habría sido una amenaza para la salud pública.

Volví a Estados Unidos para hacer mis maletas y regresar definitivamente a México, pero un profesor de la Universidad de Florida —donde yo había hecho grandes méritos— me preguntó: “¿Tú te irías al Canadá?” Yo le dije: “Me iría a donde sea que haya trabajo”. Y así fue: estuve varios años en Canadá, un excelente país, con un alto nivel de vida, haciendo exactamente el tipo de vida que yo quería, en un pueblo pequeño como patólogo académico, en una enorme biblioteca y cultivando mis dos inclinaciones: la patología —que era la principal—, porque no se puede uno descuidar so pena de quedar en atraso y, por otro lado, la literatura, pues había un repositorio riquísimo en The Queen University.

Después, por azares de mi vida personal, que preferiría no discutir, tuve que dejar ese pueblo y volver a Estados Unidos. Allí me quedé con un empleo de patólogo en varios lugares, hasta terminar en Chicago. Estoy contento. He hecho lo que me propuse. Con un calvario un poco difícil, pero así es la vida: nunca obtiene uno lo que quiere inmediatamente y quizás esté mejor así.

¿Nunca se arrepintió de haber dejado México, incluso en los peores momentos, con las dificultades familiares?

En algunos momentos sí, con las dificultades familiares. Estaba en un clima frío, no había una comunidad mexicana, no había un lugar donde comer un taco, no se escuchaba música mexicana, las nevadas duraban siete meses. Varias veces me pregunte: “¿Qué demonios estoy haciendo aquí?” Habría querido regresar pero poco a poco pasaron las crisis y vinieron otras compensaciones. Hubo momentos de gran nostalgia por la patria; si en un restaurante escuchaba a un mexicano, tenía el impulso de levantarme y decirles: “Yo también soy mexicano”.

Se entregó a la patología pero un buen día probó suerte en la literatura…

Empecé muy tarde. Yo tenía más de 55 años cuando empecé a escribir literatura propiamente dicha, por varias razones. Primero, porque el inglés no era mi lengua; no me sentía seguro. Se puede escribir un artículo médico, técnico, científico, porque la terminología es aproximadamente la misma: aprende uno unas cuantas frases y ya se puede montar un artículo técnico científico, pero la literatura requiere un dominio más completo para usar el lenguaje literario en inglés. Por eso dejé pasar un tiempo. Estudié a los literatos en lengua inglesa, sobre todo a los ingleses del siglo XVIII, que tienen un estilo de oratoria rimbombante, hasta un poco afectado; por eso algunos críticos han dicho que mi lenguaje es arcaico, pero así es como aprendí el inglés, y además me gusta mucho porque se parece al español en su construcción.

Leía a Fielding, Sterne, Richardson, Johnson, para aprender el idioma inglés literario. No podía dejar de leer la literatura profesional para estar al corriente, así que fue muy tarde cuando pensé en mandar un grupo de ensayos a ver si me los publican, con tan buena suerte que a la primera me los publicaron y tuvo, quizás, demasiado éxito; no es bueno que el primer libro de uno sea ensalzado a ese grado. Es mejor hacer méritos poco a poco, ir adquiriendo todo un cuerpo de composiciones; pero, bueno, eso me estimuló mucho.

Sus ensayos están cargados de gran erudición pero con enorme sencillez…

Todo mundo se forma según sus experiencias tempranas y a mí, gracias a Dios, me tocó vivir y sufrir la colonia Obrera. Me voy para allá y ahora sé mucho de Richardson, y de la cultura oriental, pero no me fallan los albures tampoco. Estoy dispuesto a lidiarme con el mejor alburero de aquí.

¿Cómo se convirtió casi en un escritor de culto en México?

Afortunadamente no hice estudios de literatura. Como les digo a mis amigos, yo soy un extranjero indocumentado en la República de las Letras. Entré ilegalmente, por la medicina, por la puerta de atrás. No sigo ninguna escuela literaria; mi ambición ha sido conjugar los aspectos biológicos-médicos con la literatura y, como muy pocos lo hacen, eso me ha valido cierta originalidad.

Antonio Saborit, un ensayista a quien le estoy muy agradecido y con quien tengo esa deuda de gratitud, era miembro del Fonca y mentor en ensayo, y cuando él dejó ese cargo me recomendó. Eso me puso en contacto con México. Venir varias veces por varios años a diferentes lugares de México, sobre todo a la provincia, me puso en contacto con jóvenes que quieren llegar a ser escritores; para mí fue una gran fortuna porque me hizo ver el enorme talento que hay en México: no le piden nada a nadie. Eso me estimuló y dije: “Tengo que hacer más por la literatura en lengua española, y de preferencia con el ambiente literario mexicano”.

Escribió y publicó primero en inglés y sólo después en español…

Para mí ha sido una especie de necesidad emocional. Ahora me hago viejo; he visto que muchas personas de edad ni aprenden bien el inglés y se olvidan del español, sin ver que el español es una lengua bellísima, y no quisiera morirme sin antes hacer uso pleno, antes de que me llegue el último suspiro, tratando de escribir, lo más que pueda, en español.

¿Por eso ahora está dedicado cien por ciento a la literatura?

Ya estoy retirado. No tengo ninguna responsabilidad médica. Del hospital nadie me llama. Cuando voy al hospital ya no me conocen. Soy lo que los americanos llaman un has been. Por otro lado, tengo todo el tiempo libre para escribir. A eso me dedico ahora: viajo, escribo, leo. Mientras tenga suficiente retina y tenga arrestos, es lo que haré.

¿El cordón umbilical con México no se cortó del todo?

Obviamente no se cortó completamente. De otra manera no estaría leyendo lo que puedo de autores mexicanos. Cuando hablo de corte es que me tuve que ir a vivir allá, pero el lazo espiritual se mantuvo incólume.

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