Jornada Semanal
Javier Wimer
Álvaro Mutis llega a sus edades como si tuviera cita con ellas o, más bien, como si pudiera imponerles el rumbo que exigen: empresas.
Mutis, el hombre de carne y hueso, es un personaje inventado sucesivamente por Mutis, el soñador, el poeta, el argumentista, e interpretado sucesivamente por Mutis, el actor, con la fuerza, la convicción y el brillo de los grandes comediantes.
El azar parece adaptarse a sus designios, proporcionándole la materia prima que requiere para seguir un itinerario urdido obscuramente en las trastiendas de la conciencia. Por eso Maqroll es Maqroll pero también es Mutis, no en el sentido elemental de una transposición autobiográfica sino como resultado de la comunidad de estilos entre un hombre y un personaje de ficción, del trasiego e intercambio de elementos entre la realidad y la imaginación.
En un lejano intento por definir la esencia de la literatura, Sartre encontraba dos arquetipos de escritores: los que viven su vida y además escriben, y los que escriben como si ejercieran una profesión burguesa. Mutis pertenece al primer género aunque reniegue a veces, de la sangre que comparte con Maqroll y aunque ahora tenga domicilio fijo, orden familiar y agentes literarios.
Tal vez la clave para entender el sentido de su vida y de su obra se encuentre, precisamente, en la capacidad que tiene para mantener su identidad mientras cambia de edades y de papeles. Así transita por el círculo de las sucesiones y de las decantaciones: a la aventura sigue el reposo, al derroche la mesura y a la avidez por el mundo la reflexión sobre el mundo.
El Mutis de los últimos tiempos vive amenazado por la fama. Una amenaza de tal magnitud que, además de transfigurar sus tareas cotidianas, de dotarlas de un cierto aire épico, lo obliga a un interminable andar de aquí para allá como una especie de argonauta: homenajes, premios y seminarios sobre sí mismo. Manera final, por cierto, de completar la trinidad especular del autor, del actor y del crítico.
En su descargo podemos decir que, como hombre elegante e irónico que es, nunca buscó la fama y que ahora no la toma en serio. De todas maneras, se instala en ella con la displicencia del joven poeta que, según Goethe, considera perfectamente natural que lo coronen de laureles. No se trata, pues, de falsos pudores sino de simple acuerdo con el reconocimiento ajeno.
Mi amistad con Álvaro viene de lejos. Lo conocí a pedazos. Primero, en la anónima, densa y sentenciosa voz del cronista de Los intocables, luego en dos libros de lectura obligada: Reseña de los hospitales de ultramar y el Diario de Lecumberri. Al fin y de cuerpo presente, lo comencé a encontrar con amigos comunes: Pablo González Casanova, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Carlos Payán, Víctor Flores Olea, José Luis Cuevas y Jorge Ruiz Dueñas.
Tiene Álvaro un verdadero rosario de virtudes personales. No las menciono en lista para evitar que este intento de apología se convierta en un principio de inventario. Diría, sin embargo, que dos de ellas sobresalen entre las otras: su intensidad humana y su poder de seducción intelectual. Ambas constituyen ingredientes esenciales de su simpatía.
Una parte de este atractivo le viene del aspecto físico: alto, corpulento y con andares de condotiero renacentista o de actor shakesperiano. La nariz borbónica, las cejas espesas y levantadas en los extremos, los párpados entornados y la mirada maliciosa le confieren, ocasionalmente, un aire de Mefistófeles en los jardines de Bomarzo. Completa estos rasgos una voz preparada desde siempre para el diálogo, el discurso y el poema: para contar antiguos mitos sobre el origen del tiempo: sagas sobre estirpes, dinastías e imperios olvidados o historias de prodigios y fantasmas.
Mención especial merecen las risas de Álvaro, desde una que suena a murmullo de agua hirviente hasta la carcajada rotunda, delirante y prolongada. Carcajada enorme y rabelesiana; carcajada que arrasa el silencio: carcajada que avanza incontenible como tempestad de arena: carcajada que sacude los cristales, atraviesa los muros y los impregna; carcajada que se va riendo sola y que se aleja, tambaleante, hacia el valle feliz donde los ecos viven eternamente.
Su risa se queda largo tiempo por donde ha pasado, como fragancia de marfil o de porcelana, y es tan intensa que si fuera necesario devolver al lugar su neutralidad sensorial, habría que voltearlo de cabeza, lavarlo con algún jabón silenciático, sacarlo a orear con tapetes, muebles y cortinas. También se queda su voz.
Álvaro sabe escuchar y sabe tomar la palabra, hilar extensos relatos que guían y modulan el ánimo cambiante del interlocutor. No al modo de esos insoportables tribunos de salón cuyo autismo les impide registrar el aburrimiento ajeno, sino al modo antiguo de los hades, de los maestros de cosas o de los narradores de pueblo.
El temperamento, el modo de ser y el discurso de Álvaro llevan la marca de la sensualidad y de la ironía. Su conversación está llena de materia sensible y vacía de solemnidades. Le merecen el mismo respeto y la misma falta de respeto todos los temas, desde la metafísica hasta el erotismo y la gastronomía. Se acerca a cualquiera de ellos con semejante erudición, entusiasmo y desenfado, y siempre encuentra en el deslumbrante bazar de su memoria los recuerdos necesarios para que el relato siga su infatigable camino.
No es la política, al menos desde hace algunos años, la principal de sus preocupaciones. Se confiesa conservador y le gusta presentarse como anarquista y monárquico sin esforzarse en ser tomado en serio. Acaso porque cree en la libertad y en la justicia pero no en la capacidad del poder para convertirlas en un bien público o acaso por simple cortesía para quienes atribuyen a la política una importancia mayor de la que, a su juicio, merece.
Pero las burbujas de superficie, el encanto del personaje no deben ocultar su verdadera naturaleza. Si en una edad pasada, antes de que lo conociera, se detuvo más tiempo del debido en alguna de sus advocaciones mundanas, fue un incidente menor. Su destino de escritor era definitivo y se impuso siempre a sus otros destinos transitorios.
Los ciclos de la vida de Álvaro tienen una clara relación con su actividad literaria. A los veinticuatro años publicó su primera colección de poemas en un libro que, con el título de La balanza, fue distribuido unas horas antes del bogotazo de 1948. A esta edición que desapareció en la revuelta, siguieron Los elementos del desastre y luego, en 1959 y 1960, la Reseña de los hospitales de ultramar y Diario de Lecumberri, su primer libro en prosa.
Ambos textos se escriben y se publican en torno de los meses que Álvaro pasó en una cárcel mexicana. Probablemente descubrió entonces, como el Lugones de Borges, que la entraña de la realidad no es verbal, y también, que el sufrimiento es fuente de legitimidad y de hondura del lenguaje. Este privilegio trágico constituye un parteaguas en la vida y en las tareas del poeta. Atrás queda la niñez vivida en dos paraísos, la juventud despreocupada y el placer por abandonarse al deslumbramiento del mundo. Adelante, el compromiso con la tarea creadora.
II
Desde 1959 escribe y publica a un ritmo regular otra decena de títulos de poesía hasta la aparición de la Summa de Maqroll el Gaviero, en 1992, que recoge toda su obra poética.
Otro itinerario y ritmo tiene su producción en prosa. Entre el Diario de Lecumberri yLa mansión de Araucaíma transcurren trece años y habrán de pasar quince más para que aparezca La muerte del estratega, en 1988, que es la brillante obertura de un ciclo de narraciones y novelas que se detienen, por ahora, en el Tríptico de mar y tierra.
En total ha publicado una veintena de libros. Es una obra escueta, concentrada, que nos depara los placeres de la buena escritura y nos ahorra los materiales sobrantes de otras obras más extensas y menos rigurosas.
Mutis, que como Julio Cortázar pasó en Bruselas los primeros años de su vida, asumió tempranamente la diversidad del mundo y las bibliotecas. La vida misma, el dominio de varias lenguas y la cultura adquirida en una insaciable pasión por la lectura, le proporcionará los elementos para encontrar un modo personal de decir las cosas.
Se le conoció primero como poeta, en el significado estrecho e insuficiente que esta palabra tiene en el castellano de uso corriente. Es decir, como autor de poemas en verso, cuya excelencia le valió el inmediato reconocimiento de los entendidos.
Su poesía es culterana y muy elaborada. Extiende sus raíces por las mejores regiones literarias pero no se deja arrebatar por seducción de sus extremos estilísticos: la prolongada vehemencia iberoamericana: la lenta y laboriosa respiración de Saint-John Perse o la contención iniciática de T. S. Eliot.
En esta poesía, la libertad tiene un lugar privilegiado. Como programa implícito y como mecanismo creativo en la elección de temas y de formas. Sin embargo, el empeño por alcanzar el orden y claridad domina los puntos de fuga hacia el barroco y domina la amenazante opulencia del lenguaje. El poema adquiere entonces grado y ligereza, se sostiene entre una natural exuberancia y un deliberado ascetismo.
Toda la obra poética de Mutis tiene un carácter sustantivo. Se construye fundamentalmente con substantivos y con epítetos exactos y deslumbrantes. Sobresale en el tono épico, en el elogio y en la diatriba, en los rituales de la fiesta, de la guerra y de la muerte.
No existe un verdadero punto de ruptura entre su poesía y su prosa. Más bien una continuidad orgánica, un proceso de metamorfosis que cambia a las palabras de lugar y de sentido. Los textos en prosa aparecen, primero, como extensiones y reflejos de su poesía y, poco a poco, adquieren la masa crítica del relato, del cuento y de la novela.
La destreza adquirida en el manejo de un género sirve, sin duda, para ingresar a otro pero también para deformarlo si no se respetan las características propias de cada uno. Mutis pudo separar sus dos oficios y se abstuvo de recargar la nueva casa con muebles ajenos. Supo que una narración eficaz no admite rodeos ni digresiones sino que ha de centrarse en una acción dramática que se desarrolla en el cumplimiento de sus propios fines.
En la suma de unas páginas con otras ha crecido un personaje que ocupa el centro de una saga, de un interminable ciclo de aventuras. El personaje es Maqroll el Gaviero, memorioso aventuró que conoce todas las aguas del planeta y que podría decir, como Gilberto Owen, combatí contra el mar toda la noche, desde Homero hasta Joseph Conrad.
Cumple Maqroll funciones adicionales en tanto que alter ego y narrador substituto de Mutis. Tiene la misma versión del mundo, mezcla de melancólica esperanza y de risueño escepticismo, la misma certidumbre en ciertos valores irreductibles y el mismo lenguaje literario que sorprende en un áspero marino.
La novela de aventuras recrea un género que conoció sus mejores momentos durante el siglo XIX y que mantuvo un alto grado de popularidad hasta el triunfo del cine y de los cómics. Sólo que, en este caso, el relato no se agota en la pura descripción de los acontecimientos sino que esconde una reflexión continua sobre el destino del hombre.
Se apoya la narración en dos seguras vertientes simbólicas: el viaje como imagen del tránsito temporal y como imagen de la evolución interna del ser. Ambas son metáforas de legitimidad y de eficacia inobjetables, como lo prueba ese “Ulises salmón de los regresos” que puede ser indistintamente el héroe griego o el héroe de Joyce, quien hizo de su Dublín nuestro universo.
El mérito mayor de Mutis es haber encontrado la forma estilística apropiada para hacer funcionar un argumento que encubre otro argumento y para construir personajes que tienen el peso, la densidad y la textura de verdaderos seres humanos. Así ha creado un ciclo novelístico que evoluciona por cuenta propia y cuya siguiente entrega esperan con avidez sus lectores.
Este homenaje para Álvaro Mutis coincide con la plenitud de su oficio de hombre y de escritor. A sus espaldas deja, con provecho la infancia de un príncipe, las tentaciones bucólicas y las tentaciones urbanas, la inevitable travesía por el desierto, los titubeos y las encrucijadas vocacionales. Enfrente tiene años de trashumancia y de reposo, de imaginación creadora, de páginas y libros que exigen ser escritos, y que un día serán frutos redondos, perfectos y deslumbrantes sobre su mesa de trabajo.
* Texto leído el 26 de agosto de 1993 en el Homenaje Nacional organizado por el Instituto Colombiano de Cultura con motivo de los setenta años de Álvaro Mutis.
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