Confabulario
Ana Clavel
“Yo no soy mujer…”, solía decirles a los públicos a los que presentaba Las Violetas son flores del deseo (2007), una novela corta cuyo narrador y protagonista es un hombre que cuenta los abismos de una pasión tabú: el deseo por su hija adolescente, Violeta. “Ustedes me ven con cabellos largos y una apariencia femenina, pero yo no soy una mujer… yo soy escritora”. Además de aludir a las razones propias de la narración, jugaba al anteponer mi oficio a mi condición de género, pero también hablaba de mi compromiso con la escritura, un llamado de las sombras que me despertó una madrugada a los 14 años para dictarme un texto entre rémoras de sueño y los primeros aletazos de la vigilia. Eran los años setenta y, aunque provenía de una primaria pública sólo de mujeres, y asistía a una secundaria mixta, tanto en una como en otra era común el discurso oficial inclusivo de que hombres y mujeres éramos presuntamente iguales. Más allá del ámbito de ideas, ideales e ideologías, en los hechos a las mujeres se nos exigía un mayor recato, un no te salgas de la raya o el molde. Un ejemplo: los uniformes no debían ser más de 10 cm arriba de las rodillas —aunque por supuesto, apenas salíamos de clases, nos las ingeniábamos para acortar las faldas—. O como cuando un grupo de chicas de tercero se vio en una bodega de la escuela con muchachos del turno vespertino para encarnar sus cuerpos y sus deseos. Un episodio que relato en Las Violetas y que concluyó con la expulsión de unos y otras, pero en el caso de las mujeres se añadió el juicio moral y el escarnio público.
El discurso político general era un amasijo de buenas intenciones de modernidad, por lo que no era de extrañarse que la ONU decretara 1975 como Año Internacional de la Mujer. No había mujeres astronautas todavía, pero ¿acaso Indira Gandhi no había sido nombrada Primer Ministro en India en 1966? Claro que se trataba de un plano ideal porque en casa mi madre me hacía servir la comida a mis hermanos, plancharles la ropa y me decía cada vez que adivinaba mi rebeldía: “Una mujer sin un hombre no tiene valor”. A lo que yo arremetía con más rebeldía y un deseo de demostrarle que yo podría sola, que estudiaría una carrera en la Universidad —la UNAM, por supuesto— y que sería independiente. Yo no sentía necesidad de reivindicar ningún derecho feminista en general, pero sí de demostrar que podía ser tan buena como cualquier hijo de vecina en lo que me propusiera.
Por esos días de “cicatrices resplandecientes”, como diría Octavio Paz en el prólogo de ¿Águila o sol? al hablar de la adolescencia, se me reveló la escritura con aquel llamado de las sombras. Ya en pleno bachillerato leí encarnizadamente y sin orden, lo mismo La muerte en Venecia que Pedro Páramo, el Manifiesto del partido comunista que la Visión de los vencidos. Poco a poco mis elecciones y mi rebeldía me llevaron, primero, a un taller literario de cuento de Promoción Nacional del INBA, donde revisé mis primeros relatos, y después, a la carrera de letras hispánicas por más que mi familia creyera que estudiaba periodismo para que no me hostigaran con aquello de que con una carrera semejante me iba a morir de hambre.
Eran los comienzos de los ochenta y la literatura engagée despertaba desconfianzas porque muchas veces se quedaba a medio camino de la consigna y la tesis, sacrificando el poder revelatorio de la literatura en aras de ideologías que ya mostraban el cobre en los nuevos estados de pensamiento totalitario. De hecho, yo percibía una actitud reduccionista de varias mujeres que publicaban por ese entonces y que se limitaban a hablar de sus vidas, sus anhelos, sus combates. Mis relatos hablaban de otras cosas, de un hombre que se mudaba a la casa de un amigo y se metamorfoseaba en él, de un muchacho que aprovechaba las ausencias de su familia para travestirse, de una pareja que alquilaba un departamento soñado para luego no querer salir de él… Recuerdo incluso que mi primer libro de cuentos, Fuera de escena (1984), había despertado el interés de varios críticos porque no se circunscribía a las temáticas femeninas que estaban de moda: “no puede decirse que estemos ante un libro susceptible de ser considerado entre esa balumba narrativa producida por nuestras escritoras jóvenes que podríamos llamar de intenciones feministas […] Ana Clavel evade ese enclaustramiento recurriendo a personajes de las más disímiles características […] Que a esta autora le interesa la ficción per se se demuestra por su constante búsqueda de procesos narrativos y estructurales variados”, escribió Ignacio Trejo Fuentes en una reseña publicada en Excélsior.
Cuando trabajé la novela Cuerpo náufrago (2005) me propuse retomar el Orlando de Virginia Woolf e invertir su premisa: una “ella” que transita hacia un “él” por la fuerza del deseo y la fantasía. También era un homenaje a la Metamorfosis de Kafka y Ovidio, en pleno diálogo con la tradición literaria. Pero sucedía que en mi caso, por el ritmo de los tiempos que habían cambiado con la llamada revolución sexual de los sesenta, la presencia del cuerpo era sencillamente irreductible. Antonia/Antón no era homosexual, ni había nacido en un cuerpo equivocado, pero se preguntaba cómo podían ser esos seres que parecían más libres y completos que ella. No la envidia del pene, como dijera Freud, sí su fascinación. Y la vuelta de tuerca a través de un objeto transicional: el mingitorio, que en la novela se vuelve un auténtico fetiche que le cuestiona a la protagonista su identidad. Desde entonces se me ha tildado de escritora erótica por unos, y escritora poco feminista por otras… Luego con Las Violetas y su escudriñamiento en el deseo del incesto, se me ha acusado de políticamente incorrecta, pero varios lectores me han agradecido por hablar del deseo masculino, aunque no sea “fácil que la gente se atreva a plantarse sin trepidación ante un espejo literario para examinar sus propios sentimientos enjaulados”.
En un principio yo ensayaba deliberadamente un “travestismo textual”, que practicaba la primera voz narrativa masculina con alevosía y flagrancia. Creía que la literatura no necesitaba de adjetivos. Sigo creyéndolo pero mi propio trabajo, esa mirada personalísima con que sólo yo pude contemplar los mingitorios en Cuerpo náufrago o las muñecas sexuadas con las que ritualiza su deseo el narrador de Las Violetas, me hizo anticipar la frase de Henry James en torno a la novela y a toda literatura necesaria: una buena novela es una impresión personal e intensa de la vida. Toda la literatura que vale la pena parte de la singularidad de la visión de quien escribe. No me imagino a Kafka ni a la Woolf sino siendo cada uno desde la singularidad que les es propia: su pasado, su familia, sus experiencias vitales, su mirada, sus deseos, su corazón, su sexo y, por supuesto, su género. Pero tampoco vamos a supeditar su singularidad a uno solo de sus rasgos. La literatura es visión original, única, individual, aunque se esfuerce por ser otra cosa y traicionarse. La única manera de ser profundamente universal, decía Alfonso Reyes, es ser profundamente particular. Y tenía razón.
Más allá de los disfraces, encarnaciones, etiquetas he querido decir que ser escritora en México ha sido para mí un ejercicio de imaginación y libertad transgresoras. Lo he dicho a manera de juego, pero también como seña de identidad: “Yo no soy mujer… soy escritora”. Uno de los pocos espacios de libertad íntima y auténtica son la escritura y el arte. Y al menos a mí, en mi trabajo, me interesa hacerles lugar, a trasmano de militancias y posiciones de corrección ortopédica y política. Una forma de no ser solamente mujer en México, sin morir en el intento, precisamente ahora que la realidad encarna con brutal literalidad la sutileza y el placer de las metáforas.
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