Confabulario
Miguel Ventura
Muchos amigos y conocidos de Antonio han hablado ya de sus libros y valiosas contribuciones al conocimiento y la cultura, yo hablaré de mi relación con él. Conocí a Antonio en 1972, en mi primer semestre en la Universidad de Princeton. Antonio fue mi maestro en un curso que pudo haber sido uno más de tronco común de introducción a la literatura latinoamericana. Afortunadamente, no fue sólo un curso más sino que cambió el rumbo de mi vida. Fue el comienzo de una aventura de conocernos y compartir nuestras vidas a lo largo de 38 años. Antes de ir a su clase, tenía yo que asistir obligatoriamente a un curso de educación física —tenis y patinaje sobre hielo—, por eso siempre llegaba un poco tarde. Al llegar, Antonio ya estaba en marcha. Lo que más me impresionaba de este profesor, fumador compulsivo, con pelo largo pero vestido de saco y corbata, era cómo hablaba, y de cosas que a veces se salían del tema, lo que era poco ortodoxo en la academia gringa. Por ejemplo, un día que llegué tarde a la clase, me desconcertó oírlo hablar en inglés, explicando que estaba muy decepcionado de nosotros porque nunca hablábamos en clase; éramos una bola de estudiantes sumamente tímidos. Inmediatamente después empezó a impartir una cátedra sobre la masturbación, siempre en inglés. Si había una cosa que Antonio odiaba era hablar inglés así que era una forma de decirnos que hiciéramos un chingado esfuerzo. Nunca en mi vida había oído a alguien hablar de una forma tan lúcida como seductora. Antonio hablaba, y hablaba, y hablaba, y le fluían las palabras y las ideas mientras no paraba de fumar. Fuera de clase, me contaba del mundo de su infancia en Autlán, Jalisco, sobre literatura, su matrimonio en ruinas, sus hijos, sexo, de música y de mil cosas más. En nuestros largos paseos por Princeton, Antonio me comunicaba su intoxicación con las palabras y la propia celebración de alguien que acababa de descubrir la fuerza de su parloteo y de su balbuceo. Antonio fue un narrador nato.
Ya en 1972 Antonio estaba harto del mundo académico y no dejaba de quejarse de las limitaciones de la academia. Me contaba que había sido un hombre bastante ensimismado, pero en aquellos años que lo conocí ya era un hombre sumamente comunicativo. Y ahora que había empezado a descubrir la fuerza de su palabra quedaba claro que quería dedicarse a escribir sus “chingaderas”, como él solía llamar a su novela, y dejar atrás lo que él consideraba un mundo entelarañado. Hablaba de quemar las fichas bibliográficas que recolectó durante años en archivos y bibliotecas de Boston, Nueva York, París y Madrid. Antonio sabía que algo estaba atorado en su vida y que corría el riesgo de convertirse en otro coleccionista más de aquellas fichas. El dilema era qué hacer con tanta chingada ficha. En otras palabras, ¿para qué servía tener tanta información si no estaba haciendo nada con ese arsenal bibliográfico? Los ficheros se habían convertido en un peso muerto. El mundo académico estaba escandalizado por la conducta de Antonio y decían que estaba loco. Por ejemplo, la decisión que tomó de dejar sus clases en Princeton dejó perplejos a sus colegas de aquella universidad del Ivy League. Y, efectivamente, sí creo que por los años en que lo conocí tuvo una crisis o un ataque de “locura”, que no lo convirtió en novelista o cuentista sino que permitió que se diera una transición en su vida personal y que se alejara del mundo académico durante un rato. De esa manera pudo desarrollar y madurar a su debido tiempo su propia voz como escritor e investigador. Aun así, terminó de escribir una novelita llamada La migraña.
Afortunadamente, nunca quemó sus ficheros y recuerdo bien el día que fuimos por ellos a su antiguo cubículo de El Colegio de México y los instalamos en su estudio de nuestra casa en Las Águilas. No recuerdo exactamente cuándo, pero creo que fue después de que terminó de escribir Los 1001 años de la lengua española. Aquel día se reconcilió con su pasado, cuando compulsivamente almacenaba información sin saber qué función tendría en su trabajo. Desde ese día le encontró una razón de ser a toda esa información y siguió usando esos “aborrecidos” ficheros hasta el final de su vida.
Antonio y yo compartimos muchos años de vida juntos; junto a él llegué a amar este país. Los dos somos de familias humildes; nuestros abuelos fueron campesinos. Antonio no tenía mucho en común con intelectuales señoritos como Jaime García Terrés (a quien respetaba mucho, por cierto) o Carlos Fuentes; nunca supo jugar ni le interesaron los jueguitos sociales de la burguesía intelectual mexicana. Llegué a entender las implicaciones de ser “culto” en México y lo importante de poder tener un poquito de culturita para poder distinguirse de los no-cultos. Antonio podía ser sumamente cortés y sumamente directo, al punto de ser grosero, una calidad que molestaba mucho a sus interlocutores. Aquello fue el resultado de los casi 10 años de educación que tuvo en un seminario religioso. Esa experiencia no solamente lo hizo ateo (aunque creo que Antonio siempre fue ateo, ya que él no era capaz de creer en pendejadas), no era necesariamente rabioso, pero estaba totalmente en contra de las creencias fantasiosas de cualquier religión. A lo largo de nuestra vida juntos, nos desenvolvimos en mundos totalmente diferentes: yo como artista plástico y él como filólogo y crítico literario. Mientras Antonio escribía sobre sonetos barrocos, yo, vestido de pies a cabeza en un traje de látex color rosa, daba a luz treinta glifos en uno de mis videos. Cada quien trabajaba en su mundo. No estábamos totalmente enterados lo que hacía el otro en su trabajo; compartíamos nuestros tiempos libres, viajamos juntos, me dediqué a restaurar y arreglar nuestra casa y jardín. A mí nunca me interesaron ni el mundo del Colegio de México, ni el del Colegio Nacional o el mundo literario decimonónico del México de los setenta, ochenta y noventa. Eso sí, me divertían enormemente las descripciones que hacía de aquellos mundos: las juntas con todo y sus protocolos, las interminables comidotas en El Colegio Nacional, los desayunos con algún secretario de Educación, los pleititos entre académicos e intelectuales. Después del divorcio de Antonio en 1975 y, quizás porque éramos una pareja de hombres gays, Antonio se alejó de muchos de sus colegas y vivimos una vida muy privada. Aunque no hablaba mucho a sus colegas de nosotros, el mundito intelectual mexicano tenía una cierta actitud hipócrita con respecto a nuestra relación, la de un hombre maduro como Antonio con un joven como yo. Antonio y yo nos casamos en 2010 al legalizarse la unión gay. Indudablemente, Antonio fue sumamente valiente al tomar decisiones en el México de hace más de 35 años, que estaba muy lejos de ser un país donde ya las parejas gays se pueden casar legalmente. Durante los primeros años de vida juntos, nos sentimos cómodos con un reducido grupo de amigos, entre ellos Jorge Aguilar Mora, Coral Bracho, Marcelo Uribe y David Huerta; después hubo otros amigos, pero siempre pocos. Antonio tenía un sentido del humor muy diferente al de colegas de su edad que en general no tenían ninguno, y eso fue un factor decisivo en la relación tan larga que tuvimos. Así como se emocionaba viendo Andrei Rublev de Tarkovsky, le encantaba también ver películas como Gremlins, Star Wars, Mars Attacks! y películas de guerra y desastres en general. Eso sí, a priori odiaba las películas mexicanas; no las toleraba. La única que le gustó mucho fue Luz silenciosa, de Carlos Reygadas.
A lo largo de los años, siempre admiré a Antonio por su independencia como pensador y su afán de no quedarse callado frente a nadie así como no tolerar a los pendejos y sus pendejadas. Unos de sus refranes favoritos era: “No se hagan bolas como mierda en agua”. En ese sentido era implacable. Antonio nunca fue un maestro de lo políticamente correcto, como es lo común en la academia y el mundo en general en nuestros tiempos. Yo me imagino que su edición de la Poesía lírica de sor Juana ha incomodado a varios intelectuales y académicos (hasta al mismo Fondo de Cultura Económico que publicó esta edición); se sigue negando la naturaleza pasional/sexual de varios de los poemas de sor Juana. Antonio tuvo varios encuentros y desencuentros con varios personajes del mundo académico y literario durante su larga vida. Por escrito, Octavio Paz lo acusó de ser un profesor defroqué o exclaustrado; Antonio le prestó esa carta, sin haberle hecho fotocopias, a Orso, el hijo de Arreola, y Orso nunca se la devolvió. En otra ocasión, el mismo Paz, enojado con Antonio por su supuesta falta de respeto, no quiso compartir el mismo elevador en El Colegio Nacional con él. Antonio le dijo: “Ay, Octavio, qué infantil eres”. Antonio fue acusado, también, de representar a la falocracia sorjuanista por una feminista ardida (obviamente) por la crítica que le hizo Antonio a su presentación en un congreso sobre sor Juana (la verdad es que a Antonio le encantó esta crítica). En este mundo de miedosos, pocos quisieron enfrentarlo directamente para dialogar con él; la comunidad académica ñoña prefirió distanciarse de Antonio (y de Martha Lilia Tenorio) por su falta de cortesía al criticar el libro Carta de Serafina de Cristo, 1691, de Elías Trabulse. Al final de su vida, Antonio le decía a su mejor amigo, Antonio Carreira, quien hizo lo que pudo para que los libros y artículos de Antonio se conocieran más en España, que sus escritos no tenían lectores. Antonio se sentía un poco cansado, solo y desanimado. Criticar y revisar las interpretaciones de sus colegas no era la mejor manera de ganarse “aliados” y amigos en el mundillo académico de hoy, pero el valor que siempre tuvo Antonio de hablar con claridad, sin tapujos fue su mayor legado. Antonio entendió muy bien el cómo intelectuales, artistas y académicos suelen servir de objetos decorativos en la corte del régimen y, en ese sentido, mantuvo una independencia intelectual y moral que necesariamente lo apartaba de la grilla académica e intelectual de este país.
Tiré al viento la gran mayoría de las cenizas de Antonio en un valle precioso entre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, en el Paso de Cortés.
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