domingo, 22 de septiembre de 2013

Genio y figura del padre Placencia

22/Septiembre/2013
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Disponed la partida,
inflamad las estrellas,
juntad todas las noches que hubo en la vida
y envolvedme con ellas.
Creo que este fragmento de un largo poema del padre Placencia que contiene la metáfora enorme “juntad todas las noches”, es una buena manera de entrar en los terrenos de la poesía de Placencia.
Alfredo R. Placencia nació en Jalostotitlán, en los Altos de Jalisco, la más castellana de nuestras regiones, en 1875. A los doce años se fue con su familia a Guadalajara. Eran muy pobres y tuvo que vender periódicos para costearse los estudios en el seminario. Al ordenarse, por razones que nunca explicó el Arzobispado, se le entregaron parroquias lejanas en pueblos casi abandonados: Temaca (diez casuchas y una iglesia menesterosa, dice Gutiérrez Hermosillo); Bolaños, mineral abandonado; Atoyac, pueblo calcinado en medio de un desierto salitroso, y Amatitán, villa recostada en los flancos de un terrible barranco. Nunca se quejó, cumplió su oficio a veces con desgano, otras veces con fervor, sufrió constantes remordimientos, pero fue siempre fiel a la mujer que le dio un hijo y que lo acompañó en su destierro en Estados Unidos y en Centroamérica. Por otra parte, conjugó amores ocultos con experiencias luminosas y mantuvo en pie una invencible admiración por la variedad del mundo: “¡oh Bolaños! La urbe de las tapias caídas/que en tiempo de los reyes/ fueron de cal y canto/ y que ahora se acuestan para que así derruidas/ salgan los alacranes a beber su quebranto.”
El Arzobispado sintió colmada la paciencia y suspendió al difícil sacerdote. Placencia vagó por pueblos de Estados Unidos y por villorrios de Centroamérica. Su situación económica era precaria y Josefina se vio obligada a vender tamales y chucherías para sacar adelante a la pequeña y necesitada familia. Regresó viejo y cansado. Su situación ablandó al iracundo arzobispo, quien le permitió vivir en una casa de ejercicios de San Pedro Tlaquepaque. Ahí, en la miseria, sordamente desesperado, perplejo y humorísta, pasó sus últimos años. Murió
en 1930.
Dice Gutiérrez Hermosillo que la poesía permitía al padre (en todos los sentidos) “arribar a playas de escape, de ensueño verdadero; playas muy poco serenas, pero capaces de guardar su intimidad”.
En un poema de juventud, Placencia tuvo una premonición de su abandono final y la expresó con un dramatismo contenido:
Quiero un lecho raído, burdo, austero
del hospital más pobre; quiero una
alondra que me cante en el alero; y si es tal mi fortuna
que sea noche lunar la en que me muero;
entonces, oíd bien qué es lo que quiero:
quiero un rayo de luna
pálido, sutilísimo, ligero...
De esa luz quiero yo; de otra, ninguna.
En este poema, el padre pide que su Cristo de cobre lo acompañe en la agonía:
¿Para qué más fortuna
que mi lecho de pobre
y mi rayo de luna
y mi alondra y mi alero, y mi Cristo de cobre,
que ha de ser lo primero?
Con toda esa fortuna
y con mi atroz inmensidad de olvido
contento moriré; nada más pido.
Escogí este poema, uno de los más representativos de Placencia en su tardío romanticismo (en él, Bécquer, Rosalía, Schelley y Keats se dan la mano con los poetas del Siglo de Oro y con todos aquellos que padecieron la nostalgia de la muerte), porque pienso que en él están presentes todos los signos y símbolos de un lenguaje poético personal y enemigo de las concesiones. Hay una alondra inglesa, un rayo de luna español, un dramático Cristo de cobre de la cultura católica y esa “atroz inmensidad de olvido” que tanto hiere y exalta a nuestra mestiza visión del mundo.

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