Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega
En los pasillos del
palacio belga que le sirve de casa y de clínica, la vieja emperatriz
siempre joven en el adolorido corazón, avanza y retrocede, se detiene,
mira al techo, saluda a las sombras, ríe, llora, se instala en el
monólogo delirante, pero lógico y apegado a un conjunto de verdades
difusas y, rendida por el peso de sus ochenta y seis años y por tantas
memorias angustiosas, se sienta en un sofá y cabecea un rato para
volver a ese soliloquio en el que se escucha una gran cantidad de voces
revividas en el cerebro vigilante, suspicaz y fragmentado de la
emperatriz temerosa del agua de los salones del Vaticano, y del espeso y
agorero chocolate de Eugenia de Montijo, esposa del muy pequeño
Napoleón. A su lado se encuentra un escritor mexicano que apunta todo
lo que escucha en una gruesa libreta.
Tal vez el párrafo anterior sea una especie de
comienzo de un cuento o de una obra de teatro con dos personajes: la
anciana que habla sin aceptar interrupciones y el escritor que toma
nota y calla con esa inmensa sabiduría que late en el silencio. Por
estas y otras razones especulativas, la anciana emperatriz en el relato,
en el diálogo teatral y en la genial novela de Fernando del Paso es el
personaje central y la voz detrás de la que gritan, susurran,
blasfeman, ruegan, se afirman o niegan a sí mismos un compuesto de
personas históricas que vibraron, gozaron, temblaron, se equivocaron,
acertaron y murieron en ese campo sangriento, hermoso, heroico, traidor
y contradictorio que fue y es el territorio en el que viven, casi
siempre equivocándose y, a veces, intentando cambiar el curso de su
destino, esos seres titubeantes y medrosos que somos los mexicanos.
Fernando del Paso es el iniciador de una nueva
forma de novelar la historia. Es un maestro del monólogo interior y un
observador que se involucra hasta el fondo con un personaje histórico
que vivió por interminables años un delirio parecido al de la reina
Juana, víctima de la “locura de amor” de la que habla Manuel Tamayo y
Baus.
La novela histórica ha tenido en México muchos y
muy variados cultivadores. El género fue enriquecido por Juan a.
Mateos, Heriberto Frías, Salado Álvarez, Rafael F. Muñoz, Fuentes Mares, Enrique Serna, Rosa Beltrán, Eugenio Aguirre, Marco Antonio Campos, Paco Ignacio Taibo II.
Katz, el notable historiador, nos entregó el retrato de Zapata, uno
de nuestro héroes a la altura del arte; Mariano Azuela dibujó el perfil
de otro héroe indiscutible: don Pedro Moreno; en las novelas de Martín
Luis Guzmán aparecen y desaparecen los hombres y las mujeres de la
saga revolucionaria.
Fernando del Paso inaugura un nuevo género que es
producto de la feliz unión de la verdad histórica con la narrativa
libérrima que habita en la imaginación, “la loca de la casa”, como
decía Santa Teresa de Jesús. Esta actitud se plasma en un ejemplo señero
que representa la novedad de su novelística: “Para que firmes la
declaración de guerra de México a Austria-Hungría con una pluma de
águila, y con una pluma de gaviota escribas tu bitácora cuando viajes
en La Novara por las islas del Mar Egeo, y con una pluma de
cuervo firmes la sentencia de muerte de Benito Juárez para que lo
fusilen en la Plaza de San Pedro.” En este párrafo se conjugan algunos
momentos fundamentales del iluso imperio del archiduque carbonario y de
su esposa, que aspiraba a reinar en un paraíso sin sombras de penas,
insidias, rencores o discrepancias, y el amor que viste nuevamente de
marino al que fuera almirante de la flota Austro-Húngara y lo pone a
viajar por las islas de milagrería de un Egeo soñado y anhelado. El
nombre de Benito Juárez aparece con la fuerza de la tragedia griega. Su
terquedad heroica y su patriotismo fueron las armas que acabaron con
la impostura palaciega, la invasión del imperialismo y la enfermiza
mentalidad ultramontana.
En el delirio de la hija del rey Leopoldo de
Bélgica, el zorro de la política europea, brillan las memorias
contradictorias: la infancia y sus luminosos descubrimientos de lo
descubierto, la amada muerta bajo los árboles de Madeira; el archiduque
contagiado en Salvador de Bahía de una enfermedad incurable, pero no
mortal; los días de vino y rosas de Milán, capital del Lombardo-Véneto;
la iniciación de Max en la secta carbonara; la posibilidad de reinar
en Grecia rechazada ante el deslumbrante ofrecimiento mexicano; el
premonitorio poema de Carducci; las reuniones llenas de suspicacia en
el palacio de Napoleón III y Eugenia; el
largo viaje a Veracruz y en sucesión vertiginosa los días imperiales,
los bailes en el gris palacio de Chapultepec, los viajes por México y
sus paisajes indescriptibles, las bellas flores de Cuernavaca y los
encierros pecaminosos de Max, las exigencias de los “cangrejos”
(Guillermo Prieto dixit); el desprecio de Napoleón, Veracruz a
la distancia, el Papa y su agua peligrosa; Eugenia intrigante, la
muerte del emperador (murió, pero está vivo), el encierro y las voces,
esas voces salidas del delirio para contar la historia de un país amado
y detestado, y de una emperatriz que se fue secando poco a poco en el
invernadero de un palacio belga que hacía las veces de manicomio.
“Adiós, mamá Carlota, adiós, mi tierno amor”,
cantaba Riva Palacio. Encerrada en el castillo, tiene momentos de
dolorosa lucidez: “Ahora que estoy vieja y sola, y que paso los días
enteros sentada en mi habitación, con la cabeza inclinada y las manos
en el regazo con las palmas hacia arriba...” Estos momentos son
reseñados por Fernando con prosa bella y compasiva. No olvidemos que los
mexicanos soslayamos la ambición de Carlota y sus formas de ejercer el
poder al lado de un Maximiliano más titubeante que su compañera.
“Adiós, mi tierno amor”, dice Riva Palacio en nombre del intruso y
equivocado archiduque, pero incluye en el elogio a un pueblo que fue
deslumbrado por la elegancia europea de la emperatriz de los franceses y
los conservadores, pero también de una parte de la sociedad mexicana
enferma de chauvinismo. “Ya vino el güerito, me alegro infinito. Ay
hija, te pido por yerno a un francés”, ironizaba Guillermo Prieto.
“Adiós, mi tierno amor”... y el barco enfiló la
proa hacia la Europa natal. La emperatriz empezó a monologar en la
cubierta y Fernando del Paso empezó a escribir, en el silencio de su
imaginación y con las armas de la sabiduría, esta historia de un
personaje, de un país y de un momento del acontecer mundial. Terminada
la tragedia, el emperador de los ojos azules regresó a su tierra con
los ojos negros de un santo mexicano, y su esposa siguió viviendo en su
encierro de sueños y delirios, y recibiendo todos los días noticias del
imperio.
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