Confabulario
Rafael Lemus
Horror: la imagen de Elena Garro que circula aquí y allá. No tanto una escritora (la dramaturga de Felipe Ángeles [1979], la cuentista de La semana de colores [1964], la novelista de Testimonios sobre Mariana [1981]) como una anciana desquiciada, histérica, corroída por el rencor a Octavio Paz. No una de las primeras autoras mexicanas en participar, con sus relatos y obras de teatro, en los debates sobre la Revolución y el régimen que le siguió sino una mujer que, perturbada, sirvió como informante al gobierno de Díaz Ordaz en 1968. Por fortuna basta con volver a Los recuerdos del porvenir (1963), su primera novela, publicada hace cincuenta años, para contrapesar, e incluso desmentir, esa imagen. Es cosa de leer las primeras páginas del libro para darse cuenta de que no se trata de una obra intimista y claustrofóbica, producto de una mente obsesiva, ni de un relato político de corte conservador. Todo lo contrario: es una intervención, bastante radical, en el espacio público mexicano.
Se conoce el escenario en que se ubica la novela: Ixtepec, un pequeño pueblo en el sur de México, a finales de los años veinte. Se conoce la estrategia narrativa: es el propio pueblo, Ixtepec, el que relata la anécdota, a veces en primera persona, como un montón de piedras que dice “yo” y cuenta la vida de sus habitantes, y a veces en la primera persona del plural, como una voz comunitaria que dice “nosotros” y narra la historia de un sujeto colectivo. En el centro del poblado, y de la trama, descansa un fuereño, el general Francisco Rosas, jefe militar que acaba por operar como cacique y gobernar a todos salvo a la mujer que ama, la imponente Julia Andrade. Debajo de él se suceden otros pocos militares y, más abajo, una nómina más o menos previsible de pueblerinos: el cura, el poeta, el loco, algunas prostitutas, un puñado de familias acomodadas y, claro, un pícaro que, coludido con los militares, se enriquece a medida que Ixtepec se arruina.
Es bastante fácil, y provechoso, leer esta novela al lado de otras novelas sobre la Revolución mexicana. Allí, dentro de esa tradición, vaya si destaca –no como un documento más “realista”, o más “crítico”, sobre el movimiento revolucionario sino como un documento otro–. Un poco a la manera de Cartucho (Nellie Campobello, 1931), Los recuerdos del porvenir esquiva las versiones heroicas, mitologizantes, de la Revolución y, en lugar de prodigar héroes y batallas, se ocupa de los efectos del proceso posrevolucionario en un pueblo marginal. A ello suma por lo menos otros dos elementos: una clara voluntad de deconstruir el discurso oficial (“el nuevo idioma oficial, en el que las palabras ‘justicia’, ‘Zapata’, ‘indio’ y ‘agrarismo’ servían para facilitar el despojo de tierras y el asesinato de los campesinos”) y una pizca de esa paranoia que tiempo después afligiría las declaraciones públicas de Garro y que aquí da con frecuencia en el blanco: “Había intereses encontrados y las dos facciones en el poder se disponían a lanzarse en una lucha que ofrecía la ventaja de distraer al pueblo del único punto que había que oscurecer: la repartición de las tierras”.
También es posible, y sensato, leer esta novela al interior de otro archivo: el de las novelas latinoamericanas sobre el conflicto modernidad/tradición. Lo que se cuenta en las casi trescientas páginas del libro es, de algún modo, sencillo: el avance del Estado nacional, acompañado de su ejército y sus nuevos capataces, y la terca pero vana resistencia de las élites locales. Desde cierto punto de vista podría decirse que la novela adopta una postura progresista ante el asunto: se solidariza con las víctimas de la violencia “modernizadora” (indígenas, zapatistas, pueblerinos) y parece clamar por una comunidad nacional en la que puedan coexistir distintos tiempos y espacios y saberes. Desde otra perspectiva puede afirmarse casi lo contrario: la voz narrativa no se salva de arrastrar tópicos conservadores (la idea del edén subvertido, por ejemplo) y de idealizar las comunidades tradicionales, con todo y sus curas y sus viejos burgueses terratenientes.
Léase el libro desde otros enfoques, al interior de otros archivos, y se verá cómo también destaca en esos casos: ya dentro de la narrativa sobre la guerra cristera, ya por su galería de personajes femeninos empoderados, ya debido a esa mezcla de realismo y fantasía que de algún modo se anticipa al realismo mágico. Ninguna de sus dimensiones, sin embargo, resulta más contemporánea que la estrictamente política. Dicho de otro modo: Los recuerdos del porvenir es, entre otras cosas, un relato sobre el poder y la comunidad y como tal arrastra una noción de lo que es y debe ser la política –una noción muy distinta a la que defienden hoy los liberales y que, para decirlo pronto, privilegia, antes que la negociación y el consenso, el antagonismo y el conflicto.
En la primera mitad de la novela la voz narrativa se detiene una y otra vez para lamentarse de lo mismo: el tiempo parece haberse suspendido en el pueblo. Dice Ixtepec:
En esos días yo era tan desdichado que mis horas se acumulaban informes y mi memoria se había convertido en sensaciones. La desdicha como el dolor físico iguala los minutos. Los días se convierten en el mismo día, los actos en el mismo acto y las personas en un solo personaje inútil. El mundo pierde su variedad, la luz se aniquila y los milagros quedan abolidos. La inercia de esos días repetidos me guardaba quieto, contemplando la fuga inútil de mis horas y esperando el milagro que se obstinaba en no producirse. El porvenir era la repetición del pasado. [...] Como en las tragedias, vivíamos en un tiempo quieto y los personajes sucumbían presos en ese instante detenido. Era en vano que hicieran gestos cada vez más sangrientos. Habíamos abolido el tiempo.
¿Cómo entender esto? ¿Cómo explicar que el pueblo se lamente de la inmovilidad del tiempo, de la idéntica repetición de las horas, cuando es obvio que ni el flujo de días y meses ni el movimiento expansivo del Estado se han detenido? No es que no pase nada en Ixtepec: hay persecuciones y fusilamientos y, en el proceso, una nueva élite destruye y sustituye a otra. Lo que ocurre es que hay acontecimientos, muchos y de pronto brutales, pero no un Acontecimiento –el gran evento, la Revolución, ha quedado atrás y ahora se viven tiempos de estabilización y reflujo–. Así, no es el tiempo sino la política lo que se ha suspendido: hay actividad pero no hay conflicto entre las partes que componen la comunidad ni sujetos colectivos capaces de desafiar el estado de las cosas. En vez de política, prevalece lo que Jacques Rancière ha llamado policía: las labores jurídicas, administrativas y de seguridad necesarias para mantener un determinado orden social. En lugar de conflicto, hay pura y simple dominación: la tiranía de una parte sobre las otras.
Si la primera mitad de la novela describe el quieto orden de la dominación, la segunda pone en escena el desorden, el disenso, la política. Han pasado algunos meses desde el día en que Julia abandonó a Rosas (hecho con que cierra la primera parte del libro) y lejos, en el centro del país, Calles ha declarado la guerra a la iglesia católica. Los habitantes de Ixtepec no presumen de ser vehementemente religiosos, pero las noticias sobre la insurgencia cristera sacuden a todos y activan de golpe eso que estaba apagado: la ilusión política, la convicción de que el estado de las cosas no es irremediable y puede ser resistido y hasta reconfigurado. Las calles de Ixtepec se encienden en un instante: “Me invadió un rumor colérico. [...] Una ola de ira inundó mis calles y mis cielos vacíos. Esa ola que no se ve y que de pronto avanza, derriba puentes, muros, quita vidas y hace generales.” Los habitantes tejen de un momento a otro inesperadas alianzas (“Llegaron las señoras y los señores de Ixtepec y se mezclaron con los indios, como si por primera vez el mismo mal los aquejara”) y, ya recobrada su agencia, traman un plan: distraer con una fiesta a los militares para que el cura local puede huir y encontrarse con las milicias cristeras. Es el momento de la política, del conflicto entre las partes, y por lo mismo todo se transfigura: los hombres y las mujeres de Ixtepec, antes previsibles y un tanto caricaturizados, se tornan misteriosos (mantienen, por ejemplo, un doble discurso: uno para ellos y otro para las autoridades) y el pueblo entero se vuelve “humo” y se escapa “entre las manos” de los militares.
¿Es necesario decir que la alianza entre los indígenas y los mestizos dura poco, que la ilusión política de algunos se extingue rápidamente y que la guardia militar termina desmembrando, con cierta facilidad, la efímera resistencia? ¿Es necesario agregar que, una vez aplastada la insurgencia, vuelven los fusilamientos y el Estado posrevolucionario continúa su marcha? Aunque las últimas páginas relatan el fracaso de la resistencia popular, la novela no concluye con una nota pesimista, desencantada, y menos con un llamado a abandonar las protestas, resignarse al estado de las cosas y ocupar mansamente un lugar en el orden existente. Al revés: lo que la novela deja claro es que solo donde hay conflicto hay política, que solo la efervescencia civil y la expresión radical del disenso pueden impedir que el tiempo de la dominación militar y económica se congele y perpetúe.
Al final es como si la novela deslizara la misma pregunta que hoy recorre las calles y plazas de numerosas ciudades: ¿cómo lograr que las insurrecciones ciudadanas se extiendan, resistan y tengan efectos perdurables?
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