sábado, 24 de agosto de 2013

El viaje interminable de Maqroll

24/Agosto/2013
Laberinto
Eduardo García Aguilar

¿Quién era ese joven poeta que escandalizaba en Bogotá con sus diatribas contra el modernista Guillermo Valencia, afirmaba tener como hobby el asesinato y pasaba el día frente a micrófonos de emisoras capitalinas leyendo cables sobre la guerra como si estuviera transmitiendo desde el frente? Nacido el 25 de agosto de 1923 en Bogotá, Mutis pasó la mayor parte de su infancia en Bruselas. París, Amberes, Le Havre, Hamburgo, Brujas, el Rin, el Sena, los trasatlánticos de la American Linie y los puertos fríos del norte fueron algunas de esas primeras impresiones imborrables que, aunadas al largo viaje por mar y la llegada a los malsanos puertos del trópico americano, como Colón o Buenaventura, conformarían el extraño cosmos de su obra literaria.
A un lado el esplendor europeo de entreguerras, con sus viajeros tipo Paul Morand y Valéry Larbaud, los edificios art-déco, las chicas de pelo corto que bailaban fox-trot y más allá, en ultramar, la canícula, los estuarios infestados de mosquitos, los cargadores sifilíticos y las putas tristes de los puertos. Si se considera que la literatura es exploración desesperanzada de la infancia perdida, de sus imágenes borrosas y sus olores idos, no queda duda alguna que el imaginario de Álvaro Mutis, encarnado en su genial arquetipo Maqroll, surge de esa contraposición iniciática atestiguada por el niño: el esplendor del Viejo Mundo antes de la guerra y la deliciosa usura de la carne en los lejanos trópicos desolados de Ultramar.
De regreso a Bogotá, a causa de la muerte de su padre, el adolescente Mutis tratará de conjurar la desazón del exilio y el fin de su infancia a través de textos donde su alter ego convocatorio enumerará las modalidades del “fin ineluctable”, con su cauda de carne mortecina devorada por el sexo y el cáncer, amores perdidos en cuartuchos tristes de hotel y luchas sin sentido por sobrevivir en puertos y ciudades entre tráficos innombrables, de donde solo se salvan la amistad y el deseo. ¿Qué hacer en esa Bogotá provinciana y fría alejado del reino? Primero, dejar el bachillerato y los estudios y lanzarse a la aventura de la poesía y la vida, a través de trabajos en compañías de aviación y petroleras que lo llevaron a todos los rincones del país en planchones untados de aceite, hacia poblaciones de tierra caliente donde la noche llegaba con su música en bares de mala muerte junto a mujeres de amplios escotes y cuchillo en liguero y transgresores de la ley que jugaron su vida o su corazón al azar y siempre se los ganó la violencia como en La Vorágine de José Eustasio Rivera.
Mutis no solo dejó a un lado el estilo de los hombres de la fría altiplanicie bogotana, sino que brincó en su poesía hacia zonas jamás inexploradas hasta entonces en el país. Reinaban en Colombia por un lado Piedra y Cielo, grupo de poetas que imitaban a Juan Ramón Jiménez cuando en otras partes reinaba el surrealismo y, por otro lado, el discurso grandilocuente de la mortecina clase política del país, con sus latinajos de regla y su pomposidad de bombín y corbatín. Como antes había ocurrido a fines de los años 30 y en los 40 en México con su discípulo Octavio Paz, Luis Cardoza y Aragón trajo aires nuevos desde la  Europa de entreguerras a esa helada ciudad de los Andes y contribuyó a abrir ventanas entre jóvenes como Mutis y Fernando Charry Lara, entre otros renovadores locales. Asimismo, actuaba en esos años de ruptura el entusiasmo de Jorge Zalamea, viajero de izquierdas que recorrió el mundo y cuyo Gran Burundún Burundá ha muerto y su exploración de la poesía de todas las coordenadas y edades, dejó huellas indelebles y bien reconocibles en el creador del Gaviero y en su amigo Gabriel García Márquez.
Para 1953, cuando publicó Los elementos del desastre en la prestigiosa editorial Losada de Buenos Aires, Mutis ya había concebido su extraño mundo poético: un verso neotelúrico cargado de vida y muerte, mar y montaña, lluvia y sequía, donde “la carne llora”, como dijo el gran crítico Ernesto Volkening. Con Mutis se dijo adiós al verso de mármol del modernista Valencia y al mundo de Piedra y cielo. Desde su primer poema “Tres imágenes” (1947) —no por casualidad dedicado a Luis Cardoza y Aragón— y en otros como “Reseña” y “El viaje”, y en creaciones de Los elementos del desatre, como “204”, “Hastío de los peces”, “Oración de Maqroll”, “Una palabra”, “El miedo” y “Nocturno”, se concretó el mundo al que sería fiel desde entonces hasta la culminación de su obra narrativa, reunida bajo el título de Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero.
Desde entonces, la fidelidad de Mutis a sus obsesiones fue total y mientras en los años 60 y 70 la literatura latinoamericana era conquistada por los grandes del boom y se hundía en continentalismos autoglorificadores y heroicos, esta voz se convirtió en palabra de culto entre reducidos lectores que vieron en Maqroll al arquetipo cosmopolita, viajero descreído y necesario para soportar el paso largo y sediento por la vida. Los europeos estaban fascinados con ese mundo de loros, cocodrilos y personajes típicos agenciados por la novela del boom, como expresiones de un colorido mundo animista y primitivo de maravillosa superficialidad. ¿Para qué leer en esos tiempos de euforia a un colombiano amante de la literatura francesa, que vivía inmerso en su mundo de reyes y monarcas de tiempos idos, lamentaba la caída de Bizancio en 1453, nunca había votado, se declaraba reaccionario y no firmaba declaraciones progresistas?
En los poemas con los que hizo ya su primera Summa de Maqroll el Gaviero (1947–1970), publicada en 1972 en la colección Isulae poetarum de Barral editores, Mutis descargó nuevas experiencias como la prisión en el Palacio de Lecumberri a fines de los años 50, donde vivió en carne propia la caída maqrolliana prevista en los textos de primera juventud. Siempre dentro de esa desolada palpitación, en esos poemas nos comunicó a los lectores jóvenes un mundo cerrado y abierto, con sus leyes y vías, salidas y trampas, calles secretas y babélicas: más que una poesía de artificios, nos enfrentó a una especie de iniciación.
Para él la literatura es un proceso de exploración, revelación e iniciación en quien narra o canta y por ende será también un proceso de revelación e iniciación en el lector. Ni creador ni lector, como profeta e iniciado, serán idénticos después de enfrentarse a la palabra. Escribir o leer no valen la pena si no conducen a tales iluminaciones o revelaciones sobre el irremediable fracaso de existir. En esos poemas narrativos, figurativos, volvíamos a los viejos zocos milenarios, a las guerras de hace 2 mil años, a los reyes caídos, a los soldados empalados o enceguecidos, al esplendor y la caída de los hombres, a la condena de la enfermedad, la muerte y la podredumbre. Y por esa razón Mutis se convirtió en autor de culto entre los jóvenes latinoamericanos, antes de conquistar luego muchos lectores en el mundo, ganados por las aventuras novelísticas del desesperanzado Maqroll, siempre a la deriva por mares, ríos y puertos lejanos.

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