Laberinto
Fernando Zamora
Supe del taller de Vicente Leñero por primera vez cuando yo daba
clase de guionismo en la Escuela Internacional
de Cine de San Antonio de los Baños. Una
maestra de teatro argentina me comentó que había en México un hombre,
una suerte de maestro griego que
aglutinaba en torno suyo a talleristas que leían sus textos. Era Vicente Leñero. Yo lo había leído
en la preparatoria, no sospechaba que fuese tan generoso. “La única consigna de
ese taller”, me dijo la maestra en Cuba, “es la re–escritura; si uno lee un
texto, se hace con la obligación de re–escribirlo.”
No fue fácil entrar al taller. Tuve que pedir el favor a dos
queridos amigos que estaban en él: Diana Benítez (investigadora teatral) y
Fernando León, guionista de La Ley de Herodes.
Entre los talleristas ha habido actrices (Leticia Huijara, María Antonia Yánes.
Lisa Owen), novelistas (Ernesto Murguía, Victoria Broca, Enrique Rentería) y
guionistas, muchos guionistas (Michael Rowe, Lucía Carreras, Beatriz Novaro,
Cecilia Pérez Grovas, Carolina Rivera, etcétera). Hay también
doctores/cuentistas (Hugo González Valdepeña), economistas, guionistas de Televisa
(Eduardo Yribarren) y editores de video (Andrés Kaiser). Hubo también una
escritora de libros de autoayuda y una monja del Sagrado Corazón que, furtiva,
acudió muy poco.
Y es que hay que aguantar para ser parte del taller Solo los
jueves; es un buen ejercicio de literatura y sobre todo un buen
ejercicio contra el ego que es, estoy convencido, el peor enemigo del escritor.
Si uno cree que todo lo que escribe es maravilloso lo pasará mal. Muchos de los
arriba mencionados, apenas consiguieron sus cinco minutos de fama se retiraron
molestos; convencidos de que en esta tierra el profeta no es reconocido nunca.
Tienen razón. Y es que aquí se piensa la literatura. No importa si quieres
hacer cuentos de terror a lo Stephen King, el problema es, claro, que no hayas
leído a Raymond Carver. Puedes desear ser un novelista de best sellers, pero si
no sabes de teatro no vas a convencer al maestro. No es, por otra parte, que
Vicente sea castrante, al contrario, siempre pone de su parte para ayudar a que
el texto crezca y nunca se olvida. Si te dice: “hay un cuento de Ian McEwan que
tienes que leer”, a la siguiente semana te lo lleva. Recientemente estaba yo
levantando un proyecto sobre obras de teatro para niños pobres y en el
estacionamiento de la Sogem
(donde tiene lugar nuestro cónclave) se me aproximó y como niño travieso me
entregó dos manuscritos: “ojalá que te sirvan”, me dijo con toda humildad.
Sea como sea, alguna vez una directora de guionistas de Canal Once
me dijo: “no sé cómo aguantas ese taller, algunos de los días de mayor estrés
en mi vida los he pasado ahí.” Puede ser. Los primeros años (años, sí) también
yo lo pasé muy mal. Me dolía el estómago porque de todas las artes, la
escritura es probablemente en la que uno se expone más: sus amores, sus
recuerdos infantiles, lo que parece importante o cosas con las que a uno le dan
ganas de llorar, se ponen en papel y en blanco y negro. A nadie en el taller le
importa. Puede que se estén pitorreando de tu infancia, si consideran que tu
texto es ridículo, te lo van a decir.
Vicente tiene sentido del humor y es eso, creo, lo que ha hecho que
el taller haya sobrevivido por casi veinte años con idas y venidas no siempre
alegres; ha habido momentos candentes, de mucho filo; otros de ese chisme
sabrosón que sabe contar el maestro. “Hay que leer con la malicia del
escritor”, dice Leñero. Y tiene razón. Uno no puede seguir teniendo la
inocencia de ser un lector casual, uno de esos que se contenta con un “me
gusta” o “no me gusta”. El taller Solo los jueves te entrena para
identificar la voz narrativa, para entender que el teatro tiene su tiempo y si
el personaje se bebe una botella hay que verlo bebiendo una botella (no hay
corte directo, pues) y que el guión de cine es en sí mismo un arte. A veces el
mismo Vicente nos lee sus textos. Tampoco se le consiente, pero las más de las
veces son muy divertidos porque le ha dado por escribir de gente que conoce y
en ello delata también sus gustos literarios. Su favorita, me atrevo a decir,
es la literatura del xiglo XX de Estados Unidos; la búsqueda por la voz
narrativa es la marca de su taller: ¿quién lo cuenta?, ¿para qué?
Hemos emprendido diversos proyectos. Una serie de cuentos que
suceden todos en El Parque Hundido, un cadáver exquisito que pretende ser una
novela, una obra de teatro que se llamó Historias de cantina y
una serie de cortometrajes que comparten solo una puerta que se abre y otra
puerta que se cierra.
Varias veces he escuchado que amigos escritores o editores me
preguntan por el taller de Leñero. Tienen auténtica curiosidad. Lo más raro es
que se escandalizan de que no todos aquí tengamos grandes nombres. Yo no sé. Ha
habido un director de la
Cámara de Oro en Cannes, varios ganadores de concursos
literarios, la guionista mejor pagada de este país, obras que han sido
dirigidas por Carlos Carreras y Fernando Sariñana, y un sinfín de Ariel Winners. Pero México es un
país muy raro y hay mucha sospecha. Vicente ha sabido hacerse de un grupo con
el que se divierte y con el que siempre está joven. Nos pregunta del Internet,
de la edición en computadora (él sigue escribiendo en un Moleskine y una
Remington) y cuando nos vamos al bar a seguir la charla que se ha puesto
sabrosa, nos cuenta de su amistad con Gabriel García Márquez. Su maestro es
Juan José Arreola. Con él compartió no solo el gusto por la literatura de
Estados Unidos, también el ajedrez y el placer de reescribir, volver sobre lo
andado, buscar el adjetivo preciso y la imagen que expresa conceptos.
Yo le agradezco. Y quien nos critica me da risa, supongo que es
porque vamos pasando. Le agradezco que de mi primera novela dijo: “tírala y
vuélvela a comenzar de cero” (yo, claro, le hice caso), le agradezco que
siempre me regale de sus cigarros y claro, que me haya enseñado hace ya casi
veinte años qué es eso de La Corriente de la Consciencia. Hace
poco nos fuimos todos a Cuernavaca. Sí. Somos, como dijo aquella maestra
argentina en San Antonio de los Baños, como alumnos de un Aristóteles que reúne
en torno suyo a un grupo que solo quiere pensar la literatura.
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