sábado, 8 de junio de 2013

Solo los jueves con Vicente Leñero

8/Julio/2013
Laberinto
Fernando Zamora

Supe del taller de Vicente Leñero por primera vez cuando yo daba clase de  guionismo en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños. Una  maestra de teatro argentina me comentó que había en México un hombre, una  suerte de maestro griego que aglutinaba en torno suyo a talleristas que leían sus  textos. Era Vicente Leñero. Yo lo había leído en la preparatoria, no sospechaba que fuese tan generoso. “La única consigna de ese taller”, me dijo la maestra en Cuba, “es la re–escritura; si uno lee un texto, se hace con la obligación de re–escribirlo.”
No fue fácil entrar al taller. Tuve que pedir el favor a dos queridos amigos que estaban en él: Diana Benítez (investigadora teatral) y Fernando León, guionista  de La Ley de Herodes. Entre los talleristas ha habido actrices (Leticia Huijara, María Antonia Yánes. Lisa Owen), novelistas (Ernesto Murguía, Victoria Broca, Enrique Rentería) y guionistas, muchos guionistas (Michael Rowe, Lucía Carreras, Beatriz Novaro, Cecilia Pérez Grovas, Carolina Rivera, etcétera). Hay también doctores/cuentistas (Hugo González Valdepeña), economistas, guionistas de Televisa (Eduardo Yribarren) y editores de video (Andrés Kaiser). Hubo también una escritora de libros de autoayuda y una monja del Sagrado Corazón que, furtiva, acudió muy poco.
Y es que hay que aguantar para ser parte del taller Solo los jueves; es un buen ejercicio de literatura y sobre todo un buen ejercicio contra el ego que es, estoy convencido, el peor enemigo del escritor. Si uno cree que todo lo que escribe es maravilloso lo pasará mal. Muchos de los arriba mencionados, apenas consiguieron sus cinco minutos de fama se retiraron molestos; convencidos de que en esta tierra el profeta no es reconocido nunca. Tienen razón. Y es que aquí se piensa la literatura. No importa si quieres hacer cuentos de terror a lo Stephen King, el problema es, claro, que no hayas leído a Raymond Carver. Puedes desear ser un novelista de best sellers, pero si no sabes de teatro no vas a convencer al maestro. No es, por otra parte, que Vicente sea castrante, al contrario, siempre pone de su parte para ayudar a que el texto crezca y nunca se olvida. Si te dice: “hay un cuento de Ian McEwan que tienes que leer”, a la siguiente semana te lo lleva. Recientemente estaba yo levantando un proyecto sobre obras de teatro para niños pobres y en el estacionamiento de la Sogem (donde tiene lugar nuestro cónclave) se me aproximó y como niño travieso me entregó dos manuscritos: “ojalá que te sirvan”, me dijo con toda humildad.
Sea como sea, alguna vez una directora de guionistas de Canal Once me dijo: “no sé cómo aguantas ese taller, algunos de los días de mayor estrés en mi vida los he pasado ahí.” Puede ser. Los primeros años (años, sí) también yo lo pasé muy mal. Me dolía el estómago porque de todas las artes, la escritura es probablemente en la que uno se expone más: sus amores, sus recuerdos infantiles, lo que parece importante o cosas con las que a uno le dan ganas de llorar, se ponen en papel y en blanco y negro. A nadie en el taller le importa. Puede que se estén pitorreando de tu infancia, si consideran que tu texto es ridículo, te lo van a decir.
Vicente tiene sentido del humor y es eso, creo, lo que ha hecho que el taller haya sobrevivido por casi veinte años con idas y venidas no siempre alegres; ha habido momentos candentes, de mucho filo; otros de ese chisme sabrosón que sabe contar el maestro. “Hay que leer con la malicia del escritor”, dice Leñero. Y tiene razón. Uno no puede seguir teniendo la inocencia de ser un lector casual, uno de esos que se contenta con un “me gusta” o “no me gusta”. El taller Solo los jueves te entrena para identificar la voz narrativa, para entender que el teatro tiene su tiempo y si el personaje se bebe una botella hay que verlo bebiendo una botella (no hay corte directo, pues) y que el guión de cine es en sí mismo un arte. A veces el mismo Vicente nos lee sus textos. Tampoco se le consiente, pero las más de las veces son muy divertidos porque le ha dado por escribir de gente que conoce y en ello delata también sus gustos literarios. Su favorita, me atrevo a decir, es la literatura del xiglo XX de Estados Unidos; la búsqueda por la voz narrativa es la marca de su taller: ¿quién lo cuenta?, ¿para qué?
Hemos emprendido diversos proyectos. Una serie de cuentos que suceden todos en El Parque Hundido, un cadáver exquisito que pretende ser una novela, una obra de teatro que se llamó Historias de cantina y una serie de cortometrajes que comparten solo una puerta que se abre y otra puerta que se cierra.
Varias veces he escuchado que amigos escritores o editores me preguntan por el taller de Leñero. Tienen auténtica curiosidad. Lo más raro es que se escandalizan de que no todos aquí tengamos grandes nombres. Yo no sé. Ha habido un director de la Cámara de Oro en Cannes, varios ganadores de concursos literarios, la guionista mejor pagada de este país, obras que han sido dirigidas por Carlos Carreras y Fernando Sariñana, y un sinfín de Ariel Winners. Pero México es un país muy raro y hay mucha sospecha. Vicente ha sabido hacerse de un grupo con el que se divierte y con el que siempre está joven. Nos pregunta del Internet, de la edición en computadora (él sigue escribiendo en un Moleskine y una Remington) y cuando nos vamos al bar a seguir la charla que se ha puesto sabrosa, nos cuenta de su amistad con Gabriel García Márquez. Su maestro es Juan José Arreola. Con él compartió no solo el gusto por la literatura de Estados Unidos, también el ajedrez y el placer de reescribir, volver sobre lo andado, buscar el adjetivo preciso y la imagen que expresa conceptos.

Yo le agradezco. Y quien nos critica me da risa, supongo que es porque vamos pasando. Le agradezco que de mi primera novela dijo: “tírala y vuélvela a comenzar de cero” (yo, claro, le hice caso), le agradezco que siempre me regale de sus cigarros y claro, que me haya enseñado hace ya casi veinte años qué es eso de La Corriente de la Consciencia. Hace poco nos fuimos todos a Cuernavaca. Sí. Somos, como dijo aquella maestra argentina en San Antonio de los Baños, como alumnos de un Aristóteles que reúne en torno suyo a un grupo que solo quiere pensar la literatura.

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