Confabulario
Gonzalo Celorio
La última conversación que sostuvieron Jorge Luis Borges y Pedro Henríquez Ureña versó sobre la Epístola moral a Fabio de aquel sevillano que acabó sus días en México y cuyo nombre, Andrés Fernández de Andrada, permaneció oculto en el anonimato durante más de trescientos años. Hablaron particularmente del terceto que dice:
¿Sin la templanza viste tú perfecta
alguna cosa? ¡Oh muerte!, ven callada
como sueles venir en la saeta.
Días después, según lo ha podido reconstruir con asombrosa precisión Leila Guerriero, el sabio dominicano murió repentinamente apenas había subido al vagón del tren que lo conduciría, como todas las tardes, de la terminal Constitución de Buenos Aires a la ciudad de La Plata, donde impartía cursos en un instituto pedagógico. La muerte le llegó callada, como si una flecha invisible -veloz, certera, silenciosa- le hubiese atravesado el corazón. Tras su fallecimiento, Borges escribió un cuento imposible, titulado “El sueño de Pedro Henríquez Ureña”, en el que relata aquella conversación y el sueño premonitorio que su respetado interlocutor tuvo la víspera de su muerte. El cuento de Borges va más allá de la omnisciencia, pues el narrador sabe lo que su personaje soñó aunque el personaje mismo, al despertar, lo haya olvidado por completo y no haya tenido, por tanto, ninguna oportunidad de relatarlo.
La Epístola moral a Fabio y la recordación que hace Borges de ese terceto y de la muerte fulminante de su amigo se me vinieron encima, no sé si como una revelación o como un consuelo, cuando me dieron la terrible noticia de que Carlos Fuentes acababa de morir, increíble, intempestiva, sorpresivamente, sin que ningún indicio hubiese anunciado el fatal desenlace, sin que hubieran mediado enfermedades, despedidas ni dolencias.
Lúcido, fecundo, vigoroso, jovial, apuesto, enérgico, vital, saludable. Así murió Carlos Fuentes. Como había vivido.
A lo largo de los años de su carrera literaria, desde los primeros signos asaz precoces de su talento narrativo hasta sus últimas novelas, con las que cerró el ciclo que denominó La edad del tiempo, Fuentes fue creciendo, madurando, aquilatando su escritura, culminando su ambiciosa obra, pero tuvo la cortesía y el privilegio de no envejecer nunca.
Habrá quien piense que la suya fue una muerte afortunada y hasta envidiable, porque, como recuerda Borges, “morir sin agonía es una de las felicidades que la sombra de Tiresias promete a Ulises”; sin decadencia, sin degradación. La imprevista saeta dio en el blanco cuando Carlos Fuentes acababa de entregar tres libros a la imprenta y estaba preñado de proyectos; cuando la víspera había concedido una entrevista al diario El País y hacía públicos su legítima preocupación y sus agudos análisis sobre el proceso electoral mexicano; cuando, apenas unas semanas antes, los cuatro escritores que nos habíamos constituido en una suerte de interlocutor plural para poder alternar con su sabiduría nos habíamos reunido a comer con él para conversar, como siempre, de literatura y de la situación política de México.
Quizá haya sido una muerte afortunada para él. Cómo saberlo sin quedarnos en la mera suposición conjetural, semejante a la que Borges pergeñó en su cuento imposible para amortiguar de algún modo el dolor que le causó la muerte de uno de sus pocos interlocutores pares. Pero dado el caso que su muerte hubiera sido afortunada para él, lo cierto es que nunca lo será para nosotros, los que aquí permanecemos todavía, a saber por cuánto tiempo. Cómo asimilar una desaparición tan imprevista, cómo digerir un silencio tan inesperado; cómo rellenar esa oquedad inmensa que de pronto se abre a la mitad del foro.
y por qué somos como somos, es decir la conciencia de nuestra identidad, en cuya búsqueda ya no tenemos que romper ninguna lanza porque, gracias a él, ya podemos caminar por el mundo sin necesidad de presentar ningún pasaporte cultural identitario.
Celosa, selectiva y discriminatoria como es, la literatura universal se quedará con muchos títulos de Fuentes: con la polifonía urbana y estamental de La región más transparente; con el misterio de los avatares amorosos de Aura; con La muerte de Artemio Cruz, que corona la novelística de la Revolución mexicana, hasta entonces subordinada a la fe testimonial o a las reivindicaciones de facción; con ese portentoso monumento verbal que es Terra nostra, equiparable a Paradiso de Lezama Lima o Gran sertón de Guimaraes Rosa; con las confrontaciones entre pasado, presente y futuro de Cristóbal nonato, La silla del águila o los cuentos de El naranjo.
Pero estos libros, y tantos otros de su autoría, que la literatura conservará en su seno para siempre, también son importantes para la historia de la literatura: unos precedieron el venturoso estallido de la nueva novela hispanoamericana, abrieron las puertas a la modernidad y utilizaron los más audaces recursos narrativos para dar cuenta de una realidad que aún no había pasado por el tamiz de la palabra; otros construyeron prodigiosos mundos verbales a partir de referentes históricos o literarios y todos cobraron una dimensión crítica hasta entonces inédita e hicieron calas profundas en la realidad que les sirvió de referencia.
De cualquier obra de la narrativa hispanoamericana se puede saber a ciencia cierta si se escribió antes o después de Carlos Fuentes. Y su influencia no sólo fue determinante en las generaciones posteriores, que transitaron por la brecha que él desbrozó, sino también, milagrosa y retroactivamente, en los escritores anteriores a él porque Fuentes nos enseñó a leer con otros ojos a Borges y a Reyes, a Rulfo y a Machado de Asís, a Quevedo y a Cervantes.
A Carlos Fuentes, espíritu renacentista encarnado en el siglo XX, nada humano le era ajeno: la literatura, la historia, las lenguas, el cine, la pintura, la música, la ópera, el teatro, la política, la economía, las relaciones internacionales. Fue un humanista moderno. Su capacidad de trabajo, su disciplina, su humillante fecundidad, su curiosidad siempre niña, su pasión política y su templanza crítica, aunadas a su amor a México, lo ubican en una estirpe de excepcionales escritores mexicanos para quienes, como lo quería Alfonso Reyes, que fue su modelo, su maestro y su padrino literario, la única manera de ser generosamente nacionales es ser provechosamente universales.
Pero la universalidad de Fuentes no se debe solamente a su vocación humanista, que no deja de ser una abstracción y con frecuencia remite al pasado clásico, sino a la dimensión internacional de su obra, de su pensamiento y de sus intereses intelectuales; se debe a su interlocución de tú a tú con los filósofos, los sociólogos, los historiadores, los periodistas, los políticos, los estadistas, los empresarios más destacados de su tiempo en el ámbito de las naciones. Si fue un dignísimo heredero -y en ciertos aspectos un antagonista- de aquellos pensadores mexicanos de vocación universal, también se convirtió en paradigma utópico de las generaciones subsecuentes, que difícilmente podrán recibir estafeta de tal envergadura, aun cuando sus enseñanzas y su legado hayan dejado una impronta imborrable, porque quizá él haya sido el último exponente del intelectual ecuménico, comprometido lo mismo con su obra personal que con su país y con el mundo.
Sí; sus libros, su ejemplo, su palabra siguen con nosotros y seguirán por siempre, pero hemos perdido su opinión cotidiana, su liderazgo intelectual, la tranquilidad orgullosa de que nos representara dentro y fuera del país como nuestro mejor embajador y, sobre todo, la alegría de su amistad asidua, porque Carlos Fuentes fue un hombre generoso, que reconoció a los escritores de las generaciones posteriores a la suya y les ofreció, fuera del aula, su luminoso y estimulante magisterio. Por eso no envejeció nunca.
Volvamos, para concluir esta suerte de elegía prosaica, al terceto de la Epístola moral a Fabio, que atribuye a la templanza la perfección de las obras humanas: “¿Sin la templanza viste tú perfecta / alguna cosa?”
La templanza fue una de las mayores cualidades de Carlos Fuentes, hombre de temple si los hay. Su disciplina escritural y su vocación literaria se sobrepusieron a cualquier otro apetito. Sus grandes pasiones –y vaya que las tuvo-, que lo podrían haber reducido a la frivolidad, la galantería, la presunción o la erudición trivial, se sujetaron siempre al gobierno de la palabra fecunda, que las expresaba y al mismo tiempo las exorcizaba y las contenía. Los frívolos, los presuntuosos, los vacuos son muchos de sus personajes, que desfilan por el escenario de la sociedad mexicana que retrata con severidad implacable. Por encima del vigor con el que podía comerse una docena de ostras, meterse a nadar en las aguas gélidas del mar Cantábrico o brincar con agilidad de adolescente a un podio para dictar una conferencia en español o en la lengua de Shakespeare o en la de Victor Hugo, estaban el rigor, el trabajo, la disciplina, la inteligencia, la lucidez.
Esa templanza, la virtud más perfecta según el sevillano que redactó la Epístola moral a Fabio, será la que tendríamos que invocar para aceptar su muerte y seguir, sin él, nuestro camino, que no es otro que el que trazó con luminosidad y con amor.
Madrid, julio de 2012.
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