Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles
Hace más de una década, en una librería de la ciudad de Querétaro, al final de la presentación de mi antología Dos siglos de poesía mexicana: Del xix al fin del milenio (Océano, 2001), durante la ronda de intercambio de opiniones con el público, levantó la mano un señor de unos sesenta y cinco años y, con voz grave, dijo: “Yo sólo quiero preguntarle al antologador [o sea a mí] por qué en esta antología no están ni Gumersindo Cantarrecio ni Panchito Picaflor”. (Estoy satirizando obviamente los nombres de los personajes que él mencionó, pero por ahí iba la cosa.)
Le dije, francamente, que yo no conocía las
obras de estos próceres de la lírica queretana, y él me respondió que
eran “dos grandes ausencias en el libro” porque, a su juicio,
Gumersindo Cantarrecio y Panchito Picaflor eran vates indispensables en
la historia poética no sólo de Querétaro y alrededores, sino también
de toda la nación.
Le pregunté entonces por qué, si eran tan
importantes, no habían sido incluidos en algunas otras antologías: por
ejemplo, la de Pacheco o la de Monsiváis, o en Poesía en movimiento, o en el Ómnibus de poesía mexicana,
de Zaid, y él respondió que “¡es obvio: porque siempre ha habido toda
una estrategia conspiradora para borrar del espectro poético a estos
dos grandes vates!”
Delante de él, abrí la Antología y le dije:
–¿Qué autores le hubiera gustado a usted que yo
quitara para, en sus lugares, poner a don Gumersindo y a don Panchito: a
Carlos Pellicer, Renato Leduc, Manuel Maples Arce, Elías Nandino, José
Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Gilberto Owen, Concha
Urquiza, Manuel Ponce, Efraín Huerta, Octavio Paz?
Un sector del público rio con ganas, aunque yo no pretendía mofarme del señor, sino solamente hacerlo entrar en razón.
–¡No! –protestó mi interlocutor–. ¡De quitar, no quitar a nadie, pero sí incluirlos!
–Una antología –le dije, entonces– es, por
definición, una selección o, mejor aún, una reunión o colección de
piezas escogidas, es decir selectas. Nada tiene que ver con un
directorio. El antólogo, según sus criterios, al elegir a unos poetas,
deja de elegir a otros. Tal es el sentido de toda antología. Yo estoy
seguro de que, cuando usted emprenda una antología, don Gumersindo
Cantarrecio y don Panchito Picaflor estarán en primerísimos lugares en
ella y, probablemente, no así Pellicer ni Paz ni Gorostiza. Su antología
será una propuesta de lectura diferente a la mía.
Y ahí terminó nuestro intercambio frente al
público, aunque después el señor, ya en los vinos, se me acercó
nuevamente para insistirme en que leyera a sus próceres locales, ya que
eran muy buenos y estaba seguro de que me impresionarían muchísimo.
Días después, me di a la búsqueda de Cantarrecio
y Picaflor. No eran Othón ni Urbina, y ni siquiera Rafael López o
María Enriqueta. Eran vates que bateaban ripios en serio, por todo el
jardín derecho del diamante, y roleteaban imparables de una cursilería
devastadora. Pero lo destacado de la anécdota está en el hecho de
pensar que, en efecto, hay –¡tiene que haber, pues no se
explica de otro modo– todo un complot, todo un aparato orquestado, para
perjudicar la fama pública de los Cantarrecio y los Picaflor que en el
mundo ha habido y que les impide llegar a la gran cantidad de lectores
que están ansiosos de gozarlos.
Hace poco, en una universidad, al término de la presentación de mi Antología general de la poesía mexicana: De la época prehispánica a nuestros días
(Océano, 2012), se me acercó el profesor Equis, investigador,
ensayista, estudioso de la literatura que, entre otras cosas, a lo largo
de su provecta existencia, ha publicado dos o tres poemarios. Me dijo:
–Voy a revisar con mucho interés su Antología, pero antes, dígame, para saberlo, ¿estoy incluido yo en ella?
–No, maestro –le respondí con cortesía incómoda–. No está incluido usted.
–¡Ah, no, bueno, por eso lo decía! Sí me interesa ver a quiénes puso usted, pero si no estoy yo, pues mejor luego la busco.
Es obvio que el profesor Equis tiene una gran
autoestima, dado que piensa no sólo (como una hipótesis) que él podía
estar al lado de Sor Juana, Othón, Díaz Mirón, López Velarde,
Villaurrutia, Gorostiza, Rosario Castellanos, Paz, Huerta, Sabines...,
sino que (como una disparatada certeza) debía estar junto a
ellos. Extrañísimo razonamiento, extrañísima deducción (i)lógica, pues
salvo él nadie más preguntaría por él en una antología, y salvo él
ningún lector lo echaría de menos junto a Juana de Asbaje, Othón, Díaz
Mirón, López Velarde, Villaurrutia y los demás.
Creo que la vanidad sigue siendo la mayor causa de nuestros desatinos.
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