martes, 5 de marzo de 2013

Desapropiadamente

5/Marzo/2013
Milenio
Cristina Rivera Garza

Re-escribir es una práctica a través del cual se vuelve a hacer algo que ya había sido hecho con anterioridad, eso es cierto. También es cierto que el proceso de re-escritura deshace lo ya hecho, mejor aún, lo vuelve un hecho inacabado, o termina dándolo por no-hecho en lugar de por hecho; termina dándolo, aún más, por hacer. Re-escribir, en este sentido, es un trabajo sobre todo con y en el tiempo. Re-escribir, en este sentido, es el tiempo del hacer, sobre todo, con y en el trabajo colectivo, digamos, comunitario e históricamente determinado, que implica volver atrás y volver adelante al mismo tiempo: actualizar: producir presente (Ludmer dixit).
Cuando un escritor decide utilizar alguna estrategia de apropiación —excavación o tachadura o copiado— algo queda claro y en primer plano: la función de la lectura en el proceso de elaboración del texto mismo. Esto, que la literatura ha preferido guardar o, de plano, ocultar bajo el parapeto del genio individual o de la creación en solitario, la re-escritura muestra de manera abierta, incluso altanera, en todo caso productiva. La lectura queda al descubierto aquí no como el consumo pasivo de un cliente o de un público, sino como una práctica productiva y relacional, es decir, como un asunto del estar-con-otro que es la base de todo práctica de comunidad, mientras ésta produce un nuevo texto, por más que parezca el mismo. Ya lo decía Gertrude Stein cuando decía “una flor es una flor es una flor”: la repetición siempre implica variaciones: no hay repetición propiamente dicha.
Cuando esto sucede, cuando la lectura se convierte en el motor explícito del texto, quedan expuestos los mecanismos de transmisión, a lo largo del tiempo y a través del espacio, que la cultura escrita utiliza y ha utilizado para su reproducción y para su encumbramiento social. Ojo: la re-escritura no descubre ni inventa esos mecanismos; la re-escritura contribuye a que queden al descubierto, a la vista de todos, abiertos también a las habilidades y los fines de esos todos otros. Presa monumental. Un sistema como el literario, que tanto se ha beneficiado de las jerarquías que genera el prestigio o en el mercado, en cuya base misma yace la noción de una autoría genial, solo puede reaccionar ante tal exhibición, intrínsecamente crítica, con ansiedad generalizada y, en casos extremos, con demandas legales para proteger la
propiedad—entendida ésta en su sentido más amplio, como una propiedad económica y como una propiedad moral. Las buenas maneras y el buen gusto, dos nociones francamente clasistas, pertenecen, sin duda, al reino de lo propio: eso que se comporta con propiedad; eso que resulta siempre lo apropiado.
Apropiar, sin embargo, es solo una forma de la re-escritura. Tal como ha quedado claro en acusaciones de plagio que han ocasionado ya tantos escándalos en España o en México, así como en Colombia, el apropiacionista, es decir, el que vuelve propio lo ajeno, todavía no escapa, acaso en muchos casos todavía ni se plantea escapar, de los procesos de circulación del capital que facilita y es facilitado a su vez por la misma noción de una autoría genial y solitaria, es decir, desconectada del quehacer de la comunidad. Es con bastante frecuencia que las estrategias de apropiación, muchas de ellas diseñadas y utilizadas para minar el monumento de la autoría romántica, han resultado en una confirmación, y no una subversión, de la misma. El autor como DJ, el autor sampleador (de caminos), el autor que mezcla: todos nuevos estereotipos románticos, si no es que francamente heroicos, de su oficio.
El autor que pretende hacer pasar como propio de su autoría el texto de una autoría ajena ha dejado el sistema autorial intacto. Este es le caso del plagiario. El autor que, con base en un sistema jerárquico, apropia textos de autorías no prestigiosas —como es el caso de documentos de archivo o de textos transcritos de la tradición oral— sin siquiera preocuparse por aclarar que su proceso escritural es producto de una co-autoría ha dejado, también, el sistema autorial intacto. Este es el caso del apropiacionista. De ahí que sea del todo relevante, y esto por motivos tanto estéticos como políticos, que los autores a los que les interese hacer estallar la base misma de esas altas murallas de jerarquía y privilegio detrás de las cuales se resguarda una literatura mansa y apropiada aprendan ahora a hacer ajeno lo propio y a hacer, de la misma manera, ajeno lo ajeno.
Desapropiar significa, literalmente, desposeerse del domino sobre lo propio. Hay palabras clave en esta definición real. Están, por una parte, los vocablos que remiten, sin dejar duda alguna al respecto, a las relaciones de poder que atraviesan y marcan todo texto. Renunciar a lo que se posee: eso significa desposeerse. En este caso, la desposesión señala no solo el objeto sino la relación desigual que hace posible la posesión en primer lugar: el dominio. Una poética de la desapropiación bien puede involucrar estrategias escriturales que, como las apropiacionistas, ponen al descubierto el andamiaje de tiempo y el trabajo comunal, tanto en términos de producción textual como en tiempo de lectura, pero necesariamente tienen que ir más allá. Ir más allá quiere decir aquí cuestionar el dominio que hace aparecer como individual una serie de trabajos comunales —y todo trabajo con y en el lenguaje es, de entrada, un trabajo de la comunidad— que carecen de propiedad. Señalar y problematizar puntualmente procesos co-autoriales, vengan éstos acompañados de los grandes nombres canónicos o de las autorías no prestigiosas para el sistema literario, y propiciar formas de circulación que evadan o de plano subviertan los circuitos del capital fincados en la autoría individual son solo dos formas de poner en práctica una poética de la desapropiación.

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