Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega
I
En la capital de
México, lugar de horas ojerosas y pintadas, calaveras catrinas con boas
de marabú trágico, el teléfono (¿Ericson? ¿Mexicana?) de Ramón López
Velarde, funcionario de la Secretaría de Gobernación, pregunta por
“consabidas náyades arteras que salen del baño al amor” y se tienden
sin reticencia alguna en los lechos situados bajo la luz violácea de
una alcoba submarina. Rubén Bonifaz Nuño ve a la mujer en el cuarto
transmutado en claustro prenatal, mientras las ondas bienhechoras del
agua tibia oscilan y aquilatan el milagro del cuerpo recorrido por los
tocamientos cuidadosos que lo vuelven cóncavo y convexo. Para ambos,
unidos en el camino de las sensaciones cuya originalidad es la que
levanta la ágil arquitectura del poema, el cuerpo femenino, húmedo,
acariciado por las propias manos, por la lascivia del jabón perfumado,
ocupa el centro de los deslumbramientos. Así, la poesía brota del
cuerpo, del amor, el deseo y todos los emblemas de la vida que vivimos.
II
La carta de López Velarde es la sota moza, la que
en piso de metal vive al día de milagro como la lotería. La carta de
Bonifaz Nuño es el siete de espadas, el siete, número cabalístico,
conteo de horas en la fosforescencia del esoterismo. Ambos se unen,
desde distintas perspectivas, en el asombro por el mundo azteca. Ramón
lo ve en el momento de la derrota, cuando los ídolos se escapan a nado,
sollozan las mitologías y el Tlatoani se desata del pecho de la
emperatriz, viendo cómo su mundo se hunde en las aguas que iniciaban
su repliegue. Rubén, cordobés, cercano al trópico, vecino de esa
afirmación de la vida que son las caritas sonrientes del Totonacapan,
académico en el buen sentido de la palabra, ve los propósitos
triunfales de los padres aztecas, de sus órdenes militares y de los
jóvenes guerreros recién salidos del Calmécac y dispuestos a conquistar
el mundo hasta más allá del Tlayacapan, que era la nariz de la tierra.
“Todos somos grandes señores”, contesta el noble azteca al
eurocentrista don Hernando Cortés. Por eso el Tlatoani no se cubre de
rubor patricio y su cabeza desnuda es aún nuestra moneda para apostar a
la sota de oros o al siete de espadas.
III
López Velarde se asume como el “mendigo cósmico y
mi inopia es la suma de todos los voraces ayunos pordioseros”. En su
Tebaida recibía la visita del cuervo que no lograba calmar su
desasosiego y sólo dejaba la sombra de su paso en forma de “una flor
inaudita, un rizo prófugo y una migaja”. Por eso, en el falso festín
volcaba su cornucopia, sí, pero sobre un cadalso. Años más tarde otro
poeta grande, Bonifaz Nuño, se acercó al tema, con su propia e
intransferible manera, y encendió el fuego de pobres. El poeta aguanta
como los hombres “tanta pobreza, tanto oscuro camino a la vejez; tantos
remiendos, nunca invisibles, en la piel del alma”.
Ambos necesitaban una mujer para sobrevivir y creer
en la vida. López Velarde pedía que le fuera “periférica y central” y
estaba seguro de que su ángel guardián era un ángel femenino. En la
eclosión de elogios a la amada le llama “torcaz amable que zureas al
alba en un tono menor para ti sola...”, “aliada tímida, criatura
pequeñita e insigne apoderada de la cumbre del corazón... “ Rubén la
celebra como “poderosa y benigna, blanda como amapolas, consistente
como hermosas corazas; casta copa de placer, fuente sin tregua de
inundaciones cadenciosas”. Y todo esto para conjurar la amenaza de no
tener “ni traje que no apriete, ni mujer en que caerse muerto”.
IV
“Entonces era yo seminarista sin Baudelaire sin
rima y sin olfato” y ahí en el Seminario de Aguascalientes López
Velarde se acercó a los clásicos latinos. Tal vez los leyó en las
traducciones de los Arzobispos Montes de Oca y Pagaza y, por lo mismo,
anduvo más por los terrenos de Virgilio y Horacio (algunas de sus odas
no eran muy bien vistas por el claustro académico. No olvidemos que
nuestro amado poeta se autodefinía como “un cerdo criado en las piaras
de Epicuro”) que por los de Ovidio o Catulo.
Rubén Bonifaz Nuño, poeta amoroso como él solo,
tiene un amor indoblegable por el mundo clásico grecolatino. Lo ha
plasmado en sus traducciones, en las enseñanzas que prodiga a sus
alumnos y en esa colección que enorgullece a una universidad entera: la grecorum et romanorum.
Gracias a ella se mantienen abiertas las puertas del más vivo de los
panteones, el del mundo grecolatino. Tan vivo que su canon provoca
todavía sanas discusiones y, para nuestra fortuna, sigue sin ser un
caso cerrado.
V
Tiene Rubén, en estas materias, muchos pendientes
que, sin duda, cumplirá con el entusiasmo otorgado por Palas Atenea o
por otra de esas diosas o dioses tan detalladamente descritos por ese
erudito, desenfrenado, piadoso e irreverente que fue el exiliado
Ovidio, capaz de entretener el tedio de los grandes y vacíos bosques de
la Dacia con sus lecturas y recuentos de fastos, metamorfosis y
tristezas. Ahora bien, conociendo a este académico sin miedo, sin tacha,
sin concesiones ni pedantería, creo que deberíamos celebrar con la
seriedad del humor este fasto que a todos nos ha llenado de júbilo.
¿Qué hacemos, maestro de palabras? ¿Una oda como la de Píndaro a Hierón
de Siracusa? ¿Un epigrama de Marcial? ¿Una épica tirada de Lucano? No.
Lo mejor será buscar a un lírico griego por esas islas del Dodecaneso
que ahora se asfixian bajo el peso del desenfreno turístico. Pensemos
en Arquíloco de Paros y en su amor que le duró toda la vida y, tal vez,
toda la muerte. Amor por otra persona, por la obra de una vida, por
las generaciones nuevas que deben ser mejores que la nuestra, por la
fragilidad de nuestras vidas y por la permanencia del destino humano.
Así, en medio del azar, del hado, nuestros amores seguirán siendo
clásicos.
VI
Rubén Bonifaz Nuño se acerca a otros clásicos
diezmados, vejados y humillados por el eurocentrismo y por el descuido o
el prejuicio de sus descendientes. Los mundos nahua, maya, azteca,
mixteco-zapoteco, olmeca... son objeto de la inagotable curiosidad
científica y lírica de un escritor que, siguiendo la tradición
renacentista, se interesa por todo lo humano. Así, los cantos nahuas y
los himnos aztecas han encontrado en Rubén a un estudioso que defiende
sus puntos de vista frente a ciertos canónigos pontificales, y un
autor de versiones y de glosas enriquecidas por la belleza de su
lírica. Nos habla del orgulloso pueblo azteca y de los Tlatoanis
conquistadores. “Sólo venimos a triunfar”, deben haber dicho los
señores de un imperio desaparecido. Estaban seguros de que ninguna
fuerza prevalecería sobre México-Tenochtitlan y, ante el señor Malinche
y sus aliados, comprobaron la fragilidad de las humanas obras. Hace un
momento les hablé del señorío de nuestros padres procesales y del
inicio del mestizaje. Ahora, sus himnos y su teatro, sus estatutos
militares y sus comercios, son puntos aislados en el caos histórico.
Por eso celebramos los ordenamientos que nos propone Bonifaz Nuño.
VII
Es Rubén, sobre todas las cosas, un poeta amoroso
que encontró sus caminos para celebrar, anhelar o para quejarse del
amor que, como decía Federico García Lorca, “reparte coronas de
alegría”. En el bello combate se suceden las victorias y las derrotas.
Por eso, Rubén dice a la amada: “Dependiente fiel soy de tus fármacos
benévolos” y reconoce venerar sus caminos y respirar sus savias
placenteras.
El niño iracundo, dueño de grandes reinos (Ovidio dixit)
se apodera del ánimo del poeta: “abandonados mis escudos me tienes;
vencido me convocas, inerme, a enfrentar lo que me vence...” Rubén es,
al igual que López Velarde, un cazador furtivo y, tal vez, en sus
excursiones haya sido objeto de la protección divina. Ramón así lo
cree: “Dios que me ve que sin mujer no atino ni en lo pequeño ni en lo
grande diome de ángel guardián un ángel femenino.” En ambos poetas, las
imágenes fluyen sin reticencias para celebrar el misterio de lo
femenino. López Velarde ve con pena a las recatadas señoritas de sus
rumbos, girando en una insatisfecha hoguera carnal, y sacando a los
balcones sus sexos, “cual sañudos escorpiones”, para que el aire los
calme, pues la moral represiva impide que sean colmados. En Rubén, el
elogio, digno de Catulo o de los feroces y delicados persas, brilla y
aroma con inusitada intensidad lírica y biológica: “Las caderas
móviles; la vulva de ensortijados atavíos: modesta entre los muslos
juntos, ostentosa cuando sus carnívoros vestíbulos levanta en vilo.”
López Velarde imaginaba las fiestas amorosas y concurría a muy pocas.
La amada ideal, Fuensanta, ve desdibujarse en la luna de su armario un
puño esquelético y, unos años más tarde, se convierte en la “prisionera
del Valle de México”, resucitada y con sus guantes negros en el más
dramático poema de nuestro padre soltero que tanto sabía de ironías y
que con tanto ingenio se burlaba de sus ineptitudes y carencias. Bonifaz
Nuño, gran maestro de ironía, despide así a la persona que la canción
popular llamaría “ingrata”: “Me ajusticiaron tus recuerdos de una
pasión; tus malos modos me dieron el tiro de desgracia”. Eso es, Rubén,
como buenos hijos de esta tierra tan perdedora, cantemos el “Viva mi
desgracia” y el “ahora soy libre” vanamente compensatorio.
VIII
En la búsqueda amorosa que forma el meollo de la
poesía rubeniana, el cuerpo es explorado con total y gozosa franqueza.
Siguiendo el imaginario renacentista, el poeta ve los dos grandes polos
del cuerpo humano: boca y ano, el Ártico y la Antártida. Este
esoterismo no carece de sentido. Todo lo contrario: nos describe con
una precisión tal que lo estrictamente científico resulta demasiado
experimental y, por lo mismo, sujeto a comprobaciones interminables. En
su asedio del cuerpo, prefiere los recuentos exhaustivos y, por lo
mismo, ajenos al prejuicio y al escándalo de los puritanos. “La flor de
cuatro pétalos, el ano. La materia enérgica de fuego, de agua, de
aire, de tierra”; los cuatro elementos de la vieja alquimia y, también,
de la teología. Calderón, Sor Juana, Tirso y casi todos los
dramaturgos del Teatro Nacional de España basan su idea del mundo, las
ideas y el cuerpo en esos elementos que el Próspero de La Tempestad,
de Shakespeare, controlaba apoyado por Ariel, el genio del aire, y
atacado por el retorcido Calibán, carcomido de envidia y frustración.
Los “radares rústicos” detallan los perfiles del cuerpo “tendido y
lánguido a la sombra del reciente placer”. En el caso de Rubén,
grecolatino y convicto pagano, el amor encuentra todos sus regocijos
físicos, mientras que el padre soltero, asfixiado por la dualidad
funesta de la cultura católica fracasa en sus intentos: “ mis peones
tantálicos al rodearte a deshora, fracasan en sus ímpetus vandálicos”.
Para ambos (como para Paz y sus “misterios paralelos”), el cuerpo es un
templo en el que se ofician las ceremonias esenciales. En Ramón hay,
en estos deleites, el recóndito sabor de lo blasfemo; en el grecolatino
que hoy coronamos lopezvelardianamente, el amor se consuma. Vendrán
después los mil rumores de la noche y la imperfección de nuestros
sentimientos a liquidarlo y a entronizar el olvido. Pero antes de que
eso llegue: “en silencio, entre acordes convulsiones mudas, entre
arpegios de espasmos tácitos, resucitado, me vacías...”
IX
Por la scriptorum, por sus alumnos, por su
amor grecolatino, nahua y maya, por sus fundaciones (carmelita
descalzo hasta el cuello para el bien de las palabras amorosas), por Imágenes, Los demonios y los días, Fuego de pobres (libro esencial de nuestra lírica), Siete de espadas, “Del templo de su cuerpo”, El manto y la corona, La flama en el espejo, As de oros, “El corazón de la espiral” y Albur de amor;
por tantos ensayos que buscan, encuentran y provocan afinidades y
desacuerdos, y por su cercanía con López Velarde, Rubén recibe este
premio y nosotros lo acompañamos para testimoniar sus enormes
merecimientos. Ramón quería un amor que descansara “en los cuatro
cimientos de la fábrica de los universos”. Rubén recibe del cuerpo
amado “los santos óleos del postrer bautismo y la primera extremaunción”
y ella lo absuelve. Para ambos y para nosotros digamos sursum corda en esta bizarra capital.
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