Laberinto
Juan Domingo Argüelles
Cuando se habla
de promover y fomentar la lectura, hay dos cosas que, asombrosamente, suelen
perderse de vista: los conceptos mismos de promover y fomentar.
Según define
estos verbos María Moliner, promover es activar una acción o producir cierto
suceso que lleva en sí agitación o movimiento, y fomentar es dar a una cosa
calor natural o templado que la vivifique o anime: puede ser sinónimo de avivar
(en el sentido de hacer más viva una cosa), pero también, y básicamente, de dar
vida a algo. El ejemplo que pone Moliner es excelente: la gallina
fomenta los huevos, es decir les da su calor, para que se desarrollen los
embriones y eclosionen los polluelos.
No pocas veces
he preguntado a personas que se dedican a promover y fomentar la lectura el
significado de estas dos acciones, y no las saben definir del todo, o
simplemente no las saben, porque, en general, se habla tanto de “promover y
fomentar la lectura” (desde las burocracias y los programas educativos
institucionales) que estos dos verbos han perdido incluso su significación: se
han convertido en “objetivos” abstractos que en los programas oficiales
corresponden a muy pálidas y desfiguradas “acciones”.
Si antes no
definimos, con precisión, qué es lo que queremos hacer, es absurdo plantearnos
de qué forma lo vamos a hacer. En los programas burocráticos, a esto —indefinido—,
que no se sabe qué es pero que se va a hacer, se le llama estrategia. Y de ocurrentes
estrategias están llenos los programas y las campañas de lectura que no saben a
dónde van ni, por supuesto, qué quieren hacer pero que, invariablemente,
establecen indicadores y metas.
Así han sido las
políticas de lectura desde hace, al menos, 33 años, cuando el entonces presidente
José López Portillo, en 1979, decretó el 12 de noviembre como Día Nacional del
Libro, y estableció que “el 12 de noviembre será
dedicado a la divulgación del libro, a nivel nacional, considerando que la
educación dentro del proceso de desarrollo del país es prioritaria”.
Desde entonces
ya se hablaba de la necesidad de conseguir una población lectora. Y desde
entonces, y aun antes, desde el Año Internacional del Libro, establecido por la
Unesco en 1972 (en el que nuestro país participó), se hablaba de “formular
nuevos objetivos para el incremento de la lectura”, en el entendido de que “una
sociedad que lee es una sociedad más educada y con un mayor desarrollo
cultural”. Se enfatizaba, desde entonces, la necesidad de elaborar planes y
programas para “desarrollar el hábito de la lectura y el fomento del libro”.
En México, lo más
parecido al fomento y a la promoción de la lectura es lo que hace,
exitosamente, el Programa Nacional de Salas de Lectura del Conaculta, con un
amplio voluntariado. Lo seguirá siendo, y haciendo, en tanto no se burocratice
y se ponga a los voluntarios a llenar formatos de seguimiento y cumplimiento de
“metas”. Los voluntarios promueven y fomentan el libro y la lectura (es decir,
hacen que suceda la lectura y prestan calor al nacimiento de nuevos lectores)
por pasión, no por cumplir metas.
Pero esto es insuficiente,
porque la escuela no hace nada o casi nada por la lectura placentera (que es la
que hay que promover y fomentar), ya que todo lo entiende como “tarea”. ¿Qué
hacer? Hay que involucrar a los profesores, alumnos y padres de familia, sin
obligarlos, en círculos de lectura, hay que hacer un programa con escritores
(de todos los géneros) para que éstos compartan con los alumnos el gusto de
leer y la pasión de escribir, hay que conseguir que los profesores no dejen
leer como tarea, sino que lean y compartan, en las aulas, la lectura con sus
alumnos. La escuela, en México, sigue siendo una gran isla refractaria a todo
lo placentero. El aire fresco no ha entrado aún en el sistema educativo.
La burocracia
cultural y educativa todavía no ha entendido que todo programa de lectura está
destinado al fracaso, o a un éxito muy pequeño, mientras no sepa distinguir
entre leer y estudiar.
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